[1311] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL AMOR DE DIOS, FUENTE DE AMOR FAMILIAR
De la Homilía en la Misa en Córdoba (Argentina), 8 abril 1987
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3. “El amor procede de Dios”.
De esta gran verdad de fe, que animará la vida familiar, han de ser especialmente conscientes el hombre y la mujer cuando, acercándose al altar, pronuncian las palabras contenidas en el Ritual del Sacramento del Matrimonio: “Yo... te recibo... como mi esposa (o mi esposo) y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ordo Celebrandi Matrimonium, n. 25).
Todo esto constituye el contenido de la alianza matrimonial, mediante la cual se significa y se realiza el sacramento del matrimonio, sacramento grande referido a Cristo y a la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios (cfr. 5, 32).
Al mismo tiempo, esa alianza sacramental suscribe el programa y los deberes que los esposos asumen para toda la vida. Cada una de sus palabras describe, muy en concreto, cómo es y cómo debe ser, el amor que los une en la presencia de Dios: en la presencia de ese Dios “que nos amó primero”, y que es la fuente y el principio de todo amor verdadero.
En este programa de vida que contiene el pacto conyugal, se pone de relieve con claridad que el verdadero amor no existe si no es fiel. Y no puede existir, si no es honesto. Tampoco se da –en la concreta vocación al matrimonio–, si no hay de por medio un compromiso pleno que dure hasta la muerte. Sólo un matrimonio indisoluble será apoyo firme y duradero para la comunidad familiar, que se basa precisamente en el matrimonio.
En la liturgia del sacramento se pregunta además: “¿Estáis dispuestos a recibir amorosamente, los hijos que Dios quiera daros, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?” (ib. 24). Con ello se completan las principales características del amor matrimonial, que por su misma índole, por voluntad de Dios autor del matrimonio, está llamado a ser humana y cristianamente fecundo, abierto a la vida.
Queridas familias: el amor, que procede de Dios Padre, que se manifiesta plenamente en el misterio pascual de Cristo y que el Espíritu Santo difunde en nosotros, es “escudo poderoso y apoyo seguro” (Eclo 34, 16) para el cumplimiento de ese programa y de esos deberes: porque “el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad” (Gaudium et spes, 48)[1]. Gracias a ese apoyo seguro encontramos, en nuestro mundo, múltiples aspectos positivos en la situación de las familias, que son signo de la salvación de Cristo operante en nuestras vidas.
Sin embargo, no faltan signos de preocupante degradación, respecto a algunos valores fundamentales del matrimonio y de la familia. “En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (Familiaris consortio, 6)[2].
Nosotros sabemos, con la segura certeza del que “ama y conoce a Dios” (cfr. 1 Jn 4, 7), que no existe auténtica libertad cuando ésta se contrapone al amor y a sus exigencias; que no existe verdadero respeto por las personas, si se contradice el designio divino sobre los hombres.
Oponeos, pues, resueltamente, con vuestra palabra y con vuestro ejemplo, a cualquier intento de menoscabar el genuino amor matrimonial y familiar. Precisamente porque el mundo está viviendo momentos de oscuridad y desconcierto en el campo de la familia, debemos pensar, queridos hijos, que es un momento propicio: el Señor ha tenido confianza en vosotros, y os ha destinado a que, aun en medio de las dificultades, seáis testigos de su amor por los hombres, del que deriva todo verdadero amor conyugal.
“No os intimidéis por nada, ni os acobardéis, porque Dios es nuestra esperanza” (cfr. Eclo 34, 14). Luchad, con empeño y valentía, las batallas del amor. Una lucha que debe empezar en vosotros mismos y en vuestras familias, para desterrar egoísmos e incomprensiones; una lucha que procura ahogar el mal en abundancia de bien (cfr. Rom 12, 17).
[1]. [1965 12 07c/48].
[2]. [1981 11 22/6].
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4. El amor matrimonial es ciertamente un gran don en el que dos seres humanos, hombre y mujer, se entregan recíprocamente para vivir el uno para el otro: para sí mismos y para la familia. Consiguientemente, ese don es de agradecer al Señor, siendo consciente de él y conservándolo en el corazón.
Al mismo tiempo, el amor –precisamente porque supone la total entrega de una persona a otra– es simultáneamente un gran deber y un gran compromiso. Y el amor conyugal lo es de modo particular. Así, la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en sus esponsales– de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar.
Hay quienes se atreven a negar, e incluso a ridiculizar, la idea de un compromiso fiel para toda la vida. Esas personas –podéis estar bien seguros– desgraciadamente no saben lo que es amar: quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día. El amor verdadero –a semejanza de Cristo– supone plena donación, no egoísmo; busca siempre el bien del amado, no la propia satisfacción egoísta.
No admitir que el amor conyugal puede y exige durar hasta la muerte, supone negar la capacidad de autodonación plena y definitiva; equivale a negar lo más profundamente humano: la libertad y la espiritualidad. Pero desconocer esas realidades humanas significa contribuir a socavar los fundamentos de la sociedad: ¿Por qué, en esa hipótesis, se podría continuar exigiendo al hombre la lealtad a la patria, a los compromisos laborales, al cumplimiento de leyes y contratos? Nada tiene de extraño que la difusión del divorcio en una sociedad vaya acompañado de una disminución de la moralidad pública en todos los sectores.
Queridos argentinos, el amor, que es a la vez un gran don y un gran empeño, os dará la fuerza para ser fieles y leales hasta el fin.
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5. El Evangelio proclamado recuerda el mandamiento del amor: “Amarás al Señor, tu Dios... Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo” (Mt 22, 37-39). El amor al prójimo traduce una necesidad del corazón humano, y refleja además la conciencia de un don; pero este amor es, también, como hemos visto, el contenido de un mandato: conlleva un deber y una responsabilidad, que tiene particular relevancia en la familia, pues entre todas las personas a las que se refiere el concepto evangélico de “prójimo”, se encuentran, en primer lugar, las que permanecen unidas por el vínculo matrimonial y familiar.
En este sentido, resulta significativo que las lecturas de la liturgia hablen al mismo tiempo, de amor y de “temor”, del temor de Dios. No ciertamente un temor que amedrenta y quita la propia libertad; sino un temor filial que nace del amor y procura no ofender y, más aún, procura agradar a nuestro Padre Dios; es, por tanto, un temor salvífico que brota de la conciencia del bien y del valor, y que se manifiesta precisamente en una actitud de responsabilidad.
En las mismas relaciones humanas y, más concretamente en las familiares, se encuentran unidos ese amor recíproco y esa mutua responsabilidad. Responsabilidad del marido por la mujer y de la mujer por el marido. Responsabilidad de los padres por los hijos, y también de los hijos por los padres.
Responsabilidad grande, precisamente porque nace con el amor, y tiene la misión de ponerlo a prueba y de confirmarlo. La vida nos enseña, en efecto, que el amor –el amor matrimonial– es piedra de toque de toda la vida. Es grande y auténtico no sólo cuando aparece fácil y agradable, sino sobre todo cuando se confirma en medio de las pruebas de nuestro vivir, así como el oro se aquilata por el fuego. Tendría un pobre concepto del amor humano y conyugal quien pensara que, al llegar las dificultades, el cariño y la alegría se acaban; es ahí donde los sentimientos que animan a las personas revelan su verdadera consistencia, es ahí donde se consolidan la donación, la ternura, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el bien de la persona amada: su mayor alegría consiste en la felicidad de los seres queridos.
Cada familia cristiana debe ser un remanso de serenidad en el que, por encima de las pequeñas desavenencias diarias, se perciba un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto del amor y de una fe real y vivida.
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6. Permitidme, queridísimos cordobeses y argentinos todos, que os proponga el modelo de la Sagrada Familia. El Hogar de Nazaret muestra precisamente cómo las obligaciones familiares, por pequeñas y corrientes que parezcan, son lugar de encuentro con Dios. No descuidéis, por tanto, esas relaciones y esos quehaceres: si una persona mostrara gran interés por los problemas del trabajo, de la sociedad, de la política, y descuidara los de la familia, podría decirse de ella que ha trastocado su escala de valores.
El tiempo mejor empleado es el que se dedica a la esposa, al esposo, a los hijos. El mejor sacrificio es la renuncia a todo aquello que pueda hacer menos agradable la vida en familia. La tarea más importante que tenéis entre manos es empeñaros para que fructifique, con mayor intensidad cada día, el amor dentro del hogar.
La lectura del Libro del Eclesiástico recordaba: “¡Feliz el alma que teme al Señor!” (Eclo 34, 15). Y el Salmista insiste: “¡Feliz quien teme a Dios y marcha en sus caminos!” (Sal 127/128, 1). Feliz el cristiano que trabaja y se esfuerza por su salvación con temor y temblor (cfr. Flp 2, 12). Feliz el cónyuge que acepta con temor de Dios el gran don del amor de su otro cónyuge, y lo corresponde. Feliz la pareja cuya unión matrimonial está presidida por una profunda responsabilidad por el don de la vida, que tiene su inicio en esta unión. Es éste verdaderamente un gran misterio y una gran responsabilidad: dar la vida a nuevos seres, hechos a imagen y semejanza de Dios.
Resulta necesario, por consiguiente, que el temor salvífico de Dios, induzca a que el auténtico amor de los esposos dure “todos los días de su vida”. Es necesario también que fructifique mediante una procreación responsable, según el querer de Dios.
El amor responsable, propio del matrimonio, revela también que la donación conyugal, por ser plena, compromete a toda la persona: cuerpo y alma. Por eso, la relación matrimonial no sería auténtica, sino una convergencia de egoísmos, cuando se descuida el aspecto espiritual y religioso del hombre. En ella, por tanto, no podéis olvidaros de Dios ni oponeros a su voluntad, cerrando artificialmente las fuentes de la vida. La actitud antinatalista, que está lejos de vuestras genuinas tradiciones, constituye una grave alteración de la vida conyugal. Así lo quise poner de relieve en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio: “Es precisamente partiendo ‘de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna’, por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia ‘está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador’”. Y concluyó recalcando que “hay que excluir como intrínsecamente deshonesta, ‘toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación’” (n. 32)[3].
Como enseña el Concilio Vaticano II, recordad también que “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que re conocerlos como los primeros y principales educadores de los hijos. Este deber de la educación familiar, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social, de los hijos. La familia es, por lo tanto, la primera escuela” (Gravissimum educationis, 3)[4].
Ese derecho y ese deber de los padres, “original y primario respecto al deber educativo de los demás” (Familiaris consortio, 36) no se limita sólo a la educación doméstica, que les corresponde necesariamente: también se extiende a la libertad de que deben gozar para elegir las escuelas en que se educan sus hijos, sin sufrir trabas administrativas ni económicas por parte del Estado; al contrario, la sociedad debe otorgar facilidades para que realicen con eficacia esa libre elección (Carta sobre los derechos de la familia, 22 de octubre de 1983)[5].
[3]. [1981 11 22/32].
[4]. [1965 10 28b/3].
[5]. [1983 11 24a/5].
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7. Siendo la familia la célula básica, tanto de la sociedad civil como de la eclesial, el vigor de la vida familiar reviste par ticular importancia para el Estado y para la Iglesia. Las dos dimensiones, aunque distintas, están unidas íntimamente y explican por sí mismas los cuidados que la Iglesia y el Estado deben prodigar al bienestar familiar. En la Exhortación Apostólica Familiaris consortio pedía a las comunidades eclesiales, “llevar a cabo toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle, dedicándose a este sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica” (Familiaris consortio, 65)[6]. Sé que vuestros Pastores, queridos hijos de Argentina, están elaborando un Plan de pastoral familiar: agradecedles este esfuerzo y pedid al Señor que su aplicación rinda los frutos que Dios y la Iglesia esperan de vosotros.
A los agentes de pastoral familiar –sacerdotes, religiosos, catequistas, etc.–, les aliento encarecidamente a que sean conscientes de la importancia de su tarea; que sepan enseñar y ayuden a cumplir el proyecto cristiano de vida familiar; que no se dejen llevar por modas pasajeras contrarias al designio divino sobre el matrimonio; que realicen una profunda labor apostólica para lograr una seria y responsable preparación y celebración de ese “sacramento grande”, signo del amor y de la unión de Cristo con su Iglesia.
[6]. [1981 11 22/65].
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8. Todo esto, queridos hermanos y hermanas, demuestra la importancia de nuestro encuentro y el valor de esta gran oración con las familias y por las familias de toda la Argentina.
Nos hallamos ante la presencia de Cristo en su misterio pascual, donde se ha revelado plenamente el amor de Dios por el ser humano: por el hombre y la mujer, por cada uno de los matrimonios, por todas las familias.
“Él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Y el Hijo, Cristo, nos ha amado con amor redentor y, a la vez, esponsal. Este amor permanece, como su don para todo matrimonio y para toda familia, en el “gran sacramento” de la Iglesia.
¡Esposos y padres argentinos! ¡Amaos con amor recíproco! ¡Acudid a la intercesión de María Santísima y a la de su esposo San José para que la gracia del sacramento del matrimonio permanezca en vosotros, y fructifique con el amor que está en Dios!
¡Y que a Dios conduce! Así sea.
[DP (1987), 62]