[1314] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS HOGARES CRISTIANOS EN LA IGLESIA
Discurso Autour des membres, al Pontificio Consejo para la Familia, 29 mayo 1987
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1. En torno a los miembros y colaboradores permanentes del Pontificio Consejo para la Familia, me siento muy feliz de saludar a todos los participantes en vuestra quinta asamblea plenaria. Ellos ponen al servicio de la familia los recursos de su espíritu y de su corazón, la experiencia de su vida y de su apostolado. Les agradezco sinceramente su colaboración específica en este dicasterio romano, y les pido que continúen siempre manteniendo, en su misión, los objetivos prioritarios que han estudiado, para el bien de la Iglesia y de toda la sociedad.
El tema de vuestra asamblea, “La sacramentalidad del matrimonio y la espiritualidad conyugal y familiar”, ilumina uno de los aspectos importantes que el próximo Sínodo de los Obispos sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia no dejará de abordar.
La vocación de esposo, de padre y madre de familia, es la característica propia de la gran mayoría de los miembros del Pueblo de Dios. Su condición de bautizados queda especificada por el sacramento del matrimonio que les hace participar del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia. Tomar conciencia del llamamiento universal a la santidad, como ha recordado a los fieles el Concilio Vaticano II, supone que se descubre, en su propia existencia, la voluntad concreta de Dios, y que se tiene el deseo de responder a ella con generosidad. La vida ordinaria de los esposos y de todos los fieles adquiere de esta forma, a la luz de la fe y con el apoyo del Espíritu Santo, la dimensión de un diálogo de la criatura con su Creador, del hijo con su Padre.
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2. Una de las manifestaciones consoladoras de la acción del Espíritu Santo a lo largo de los años posteriores al último Concilio es precisamente el florecimiento de grupos de espiritualidad, un cierto número de los cuales tienen por finalidad promover la espiritualidad conyugal. Dichos movimientos, enmarcados en la pastoral de la Iglesia, constituyen un instrumento cualificado y eficaz para estimular en numerosos fieles una vida de santidad y conducirles a descubrir la gracia y la misión propia que, como esposos cristianos, reciben en la Iglesia.
Sois muchos, queridos miembros del Pontificio Consejo para la Familia, los que conocéis por experiencia los valores de estos movimientos. En el origen de estas actividades pastorales, se encuentran hombres y mujeres, sacerdotes y laicos que, impulsados por el amor de Cristo, han presentido que su servicio a Dios y a la sociedad debía realizarse en favor de la familia. A sus ojos, los elementos que forman parte integrante de la vocación humana de los esposos como el amor conyugal, la paternidad, la educación de los hijos, deberían adquirir una dimensión sobrenatural y trascendente.
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3. Estos promotores de la espiritualidad conyugal y familiar se han demostrado, pues, llenos de iniciativas, pero conviene subrayar también su inquietud de fidelidad a la Iglesia. Aun cuando sus actividades pastorales han nacido en la dependencia del Magisterio, la rectitud del pensamiento de vida debe seguir siendo constantemente una conquista en el espíritu, a medida que pasan los años. Temas relacionados con la santidad de vida de los esposos y de los padres cristianos podrían perder su referencia esencial a la fe, al nivel doctrinal o en la vida práctica, sin una recuperación constante del sentido cristiano de la vida conyugal.
En caso contrario, se llegaría a una desorientación o incluso, en ciertos casos, a una deformación de la conciencia de los fieles. El Magisterio de la Iglesia, que en estos últimos años ha clarificado cuestiones fundamentales, debe ser seguido fielmente cuando se trata de la formación cristiana de los esposos o de la preparación para el matrimonio.
Ciertamente, en contraste con esta enseñanza, en nuestras sociedades existen un cierto número de miserias que es importante no perder de vista, concretamente las que afectan a los esposos con deseos de desunión o desunidos, a los hijos de padres separados, a los jóvenes inclinados a entregarse a experiencias sin preocuparse del compromiso en el matrimonio, lo único que justificaría su unión íntima.
A todos éstos –y desgraciadamente son numerosos–, es necesario encontrar el medio de ayudarles y prepararlos a redescubrir el designio maravilloso de Dios sobre su vida como un camino, sembrado de tentaciones y de acechanzas, pero jamás privado de la gracia divina y de la esperanza.
Pero se les puede decir que, en todos los hogares, las dificultades surgen cuando se quiere corresponder plenamente a la vocación conyugal y parental; sería ilusorio ignorarlas, o pretender resolverlas negando las exigencias morales que impone la conciencia cristiana.
Si se ayuda a los esposos a conseguir una mejor calidad de vida humana y una mayor perfección cristiana, el hecho de descubrir los fundamentos de una mejor capacidad de entrega de sí entre esposos en relación con los hijos, de dar a su vida motivaciones válidas de orden natural y cristiano, puede transformar un horizonte ensombrecido por los obstáculos, en una perspectiva de esperanza, que se apoya en la ascesis, en la conquista y en el dominio de sí, con la ayuda de Dios. Muchos hombres y mujeres, numerosos hogares, han podido de esta forma profundizar su propia incorporación a Cristo mediante los sacramentos. Toda la espiritualidad cristiana, en efecto, hunde sus raíces en el sacramento del bautismo.
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4. Al hacernos partícipes de la filiación divina, Dios nos ha asemejado a Cristo y nos ha puesto bajo su ley de santidad. Es lo que dice el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia: “Llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propias obras, sino por designio y gracia de Él, en el bautismo de la fe han sido hechos verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza y, por lo mismo, realmente santos. Esta santidad que han recibido deben saber conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (Lumen gentium, 40).
Esta vida divina que todo cristiano ha recibido con el bau tismo se alimenta y desarrolla por medio de la oración y de los demás sacramentos, sobre todo de aquel que hace presentes la pasión redentora de Cristo, su muerte y su resurrección. La Eucaristía es verdaderamente el centro y la raíz de la vida cristiana. Los esposos cristianos participan de ella de forma especial.
En efecto, el sacramento del matrimonio es la señal del misterio de amor por el cual Cristo se ha entregado por su Iglesia y un medio de participar de ella (cfr. Gaudium et spes, 48); la Eucaristía es precisamente el sacramento y el memorial de este misterio.
La vida eucarística es, pues, un elemento específico de toda la espiritualidad conyugal: se rige por las mismas leyes de entrega de sí para la gloria de Dios y para la salvación de la humanidad y aporta el alimento necesario para seguir este camino.
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5. Por su parte, “el sacramento del matrimonio, que recupera y especifica la gracia santificante del bautismo, es, sin duda alguna, una fuente especial y un medio original de santificación para los esposos y para la familia cristiana” (Familiaris consortio, 56). La espiritualidad conyugal surge de la docilidad misma al Espíritu Santo, que ha marcado a los esposos en su ser.
El Espíritu Santo “hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos ha amado” (Familiaris consortio, 13) y de manifestar “a todos los hombres la presencia viva del Salvador en el mundo y la verdadera naturaleza de la Iglesia, tanto por el amor de los esposos, su fecundidad generosa, la unidad y la fidelidad del hogar, como por la cooperación amistosa de todos sus miembros” (Gaudium et spes, 48).
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6. Pero si la inserción en Cristo que llevan a cabo el bautismo y la participación en el misterio pascual son los elementos constitutivos de la espiritualidad conyugal, no se deben olvidar los contenidos específicos que deben ser santificados en la fidelidad al Espíritu. El matrimonio, que corresponde al designio de Dios, se enraíza en la naturaleza humana.
La estructura misma del ser humano comporta una exigencia de verdad en su actuación. Promover una espiritualidad conyugal cristiana ignorando, totalmente o en parte, las auténticas exigencias naturales significaría deformar a la vez el valor natural del matrimonio y su aspecto de sacramento cristiano.
La espiritualidad conyugal cristiana no es, finalmente, otra cosa que el desarrollo normal de la vida según el Espíritu de Cristo, de la entrega y de las exigencias del ser matrimonial. “Los deberes que la familia está llamada por Dios a cumplir en la sociedad tienen su fuente en su ser propio y son expresión de su desarrollo dinámico y existencial” (Familiaris consortio, 17). Estos mismos deberes del matrimonio, percibidos con mayor claridad a la luz de la revelación y vividos en el Espíritu de Cristo, hacen del matrimonio cristiano un camino específico de santidad para innumerables laicos cristianos.
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7. Hoy día, quienes han tomado conciencia de esta dimensión espiritual y trascendente de la unión conyugal y familiar sabrán manifestar en la sociedad los frutos de un amor generoso y fecundo. Un apostolado entre las familias, de hogar a hogar, entre los esposos y los padres cristianos, es particularmente oportuno. El bienestar humano y cristiano de las personas y de las familias, e incluso la paz y la prosperidad de la sociedad, dependen, en gran parte, de esta luz, de este fermento que los hogares cristianos están llamados a ser en el seno del mundo.
Cuando estos hogares ofrecen el testimonio de la concordia entre sus miembros, de la unidad y de la fidelidad en las relaciones entre los esposos, de su amor inquebrantable en medio de las pruebas y de las contrariedades, cuando dan prueba de comprensión y de apertura hacia los demás, permaneciendo ellos mismos humildes y vigilantes, son como luces que, en los momentos de oscuridad y de duda, iluminan y fortalecen a otros esposos y a otros hogares víctimas del desaliento y del abandono, del egoísmo, de la infidelidad, hasta del divorcio, y también del aborto.
Los esposos y los hogares cristianos que cumplen su misión construyen la Iglesia, en el interior de su propia familia, y en el exterior en la sociedad. La construyen en el interior cuando, fieles a la dinámica de su propia comunión conyugal, consolidan y fortalecen su unión humana y espiritual conforme a la promesa de convertirse en una sola carne, hecha con motivo de la alianza nupcial.
La construyen también cuando esta comunión íntima de cuerpos y de espíritu fructifica de forma responsable con la llegada de hijos a quienes transmiten una auténtica formación humana y cristiana; cuando el amor por el cónyuge y por los niños permanece fiel, a pesar de la tentación de la infidelidad y del abandono; y por último, cuando, a pesar de que aparentemente apenas existen razones humanas para amar, se continúa, sin embargo, amando con la fuerza de Cristo.
De esta forma, la sociedad, por su parte, se enriquece con todas estas virtudes de las familias cristianas, en la medida en que éstas sostienen y defienden la honestidad y la fidelidad, el perdón y la reconciliación, la entrega de sí y el espíritu de sacrificio, la convivencia y la paz, el respeto y el espíritu de concordia.
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8. Así pues, vosotros, queridos miembros del Pontificio Consejo para la Familia, debéis promover una pastoral que permita descubrir todas las riquezas que comporta la espiritualidad conyugal. “La familia cristiana... edifica el Reino de Dios en la historia por medio de las realidades cotidianas que afectan y caracterizan su condición de vida: es a partir de entonces cuando en el amor conyugal familiar –vivido en su riqueza extraordinaria de valores y con sus exigencias de totalidad, de unicidad, de fidelidad y de fecundidad– (cfr. Humanae vitae, 9), se expresa y se realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia” (Familiaris consortio, 50).
Deseo, pues, que las reflexiones de esta asamblea plenaria estimulen al Pontificio Consejo para la Familia, a las Comisiones para la familia de las Conferencias Episcopales, a los grupos de espiritualidad y a los demás movimientos cristianos que ayudan a la familia a promover un intenso apostolado relativo al matrimonio y a la familia.
En la multiplicidad de las iniciativas apostólicas que el Espíritu Santo suscita en la Iglesia y en fidelidad a la unidad de la doctrina, el Señor bendecirá estas actividades con frutos abundantes.
En prenda de estas gracias, os bendigo de todo corazón y bendigo a vuestros hijos y a todos vuestros seres queridos.
[E (1987), 1138-1139]
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1. Autour des membres et collaborateurs permanents du Conseil pontifical pour la Famille, je suis très heureux de saluer tous les participants à votre cinquième Assemblée plénière. Ils mettent au service de la famille les ressources de leur esprit et de leur coeur, l’expérience de leur vie et de leur apostolat. Je les remercie vivement de leur collaboration spécifique à ce Dicastère romain, et je leur demande de continuer toujours à garder, dans leur mission, les objectifs prioritaires qu’ils ont étudiés, pour le bien de l’Église et de la société tout entière.
Le thème de votre Assemblée, “la sacramentalité du mariage et la spiritualité conjugale et familiale”, met en lumière l’un des aspects importants que le prochain Synode des Évêques sur la vocation et la mission des laïcs dans l’Église ne manquera pas d’aborder.
La vocation d’époux, de père et mère de famille, est la caractéristique propre de la grande majorité des membres du Peuple de Dieu. Leur condition de baptisés est spécifiée par le sacrement de mariage qui les fait participer au mystère de l’union du Christ avec son Église. Prendre conscience de l’appel universel à la sainteté, comme le Concile Vatican II l’a rappelé aux fidèles, suppose que l’on découvre, dans sa propre existence, la volonté concrète de Dieu, et que l’on ait le désir d’y répondre généreusement. La vie ordinaire des époux et de tous les fidèles prend ainsi, dans la lumière de la foi et avec le soutien de l’Esprit Saint, la dimension d’un dialogue de la créature avec son Créateur, de l’homme avec Dieu, du fils avec son Père.
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2. L’une des manifestations réconfortantes de l’action de l’Esprit Saint au cours des années qui ont suivi le dernier Concile est précisément la floraison de groupes de spiritualité, dont un certain nombre ont pour but de promouvoir la spiritualité conjugale. De tels mouvements, insérés dans la pastorale de l’Église, constituent un instrument qualifié et efficace pour stimuler chez de nombreux fidèles une vie de sainteté et les amener à découvrir la grâce et la mission propres que, comme époux chrétiens, il reçoivent dans l’Église. Vous êtes nombreux, chers membres du Conseil pontifical pour la Famille, à connaître par expérience les valeurs de ces mouvements. À l’origine de ces initiatives pastorales, on trouve des hommes et des femmes, des prêtres et des laïcs qui, poussés par l’amour du Christ, ont pressenti que leur service de Dieu et de la société devait s’accomplir en faveur de la famille. À leurs yeux, les éléments qui font partie intégrante de la vocation humaine des époux comme l’amour conjugal, la paternité, l’éducation des enfants, devraient prendre une dimension surnaturelle et transcendante.
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3. Ces promoteurs de la spiritualité conjugale et familiale se sont donc montrés pleins d’initiative, mais il convient aussi de souligner leur souci de fidélité à l’Église. Même lorsque des activités pastorales ont pris naissance dans la mouvance du Magistère, la droiture de pensée et la droiture de vie doivent demeurer sans cesse une conquête dans l’Esprit, au fur et à mesure que les années passent. Des questions qui touchent à la sainteté de vie des époux et des parents chrétiens pourraient perdre leur référence essentielle à la foi, au niveau doctrinal ou dans la vie pratique, sans une reprise constante du sens chrétien de la vie conjugale. Autrement, on arriverait à une désorientation ou même, dans certains cas, à une déformation de la conscience des fidèles. Le Magistère de l’Église, qui, ces dernières années, a clarifié des questions fondamentales, doit être fidèlement suivi lorsqu’il s’agit de la formation chrétienne des époux ou de la préparation au mariage.
Certes, en contraste avec cet enseignement, dans nos sociétés, un certain nombre de misères existent qu’il importe de ne pas perdre de vue, celles notamment qui affectent les époux tentés de désunion ou désunis, les enfants de parents séparés, les jeunes tentés de se livrer à des expériences sans se soucier de l’engagement dans le mariage qui seul justifierait leur union intime. Tous ceux-là –et ils sont malheureusement nombreux–, il faut trouver le moyen de les aider, et les préparer à redécouvrir le dessein merveilleux de Dieu sur leur vie comme un chemin, semé de tentations et d’embûches, mais jamais privé de la grâce divine et de l’espérance.
Mais l’on peut dire que, dans tous les foyers, des difficultés surviennent dès lors que l’on veut correspondre pleinement à la vocation conjugale et parentale; il serait illusoire de les ignorer, ou de prétendre les résoudre en niant les exigences morales que la conscience chrétienne impose.
Si l’on aide les époux à atteindre une meilleure qualité de vie humaine et une plus grande perfection chrétienne, le fait de découvrir les fondements d’une meilleure capacité de don de soi entre époux et à l’égard des enfants, de donner à sa vie des motivations valables d’ordre naturel et chrétien, peut transformer un horizon assombri par les obstacles, en une perspective d’espérance, qui s’appuie sur l’ascèse, la conquête et la maîtrise de soi, avec l’aide de Dieu. Beaucoup d’hommes et de femmes, de nombreux foyers, ont pu ainsi approfondir leur propre incorporation au Christ par les sacrements. Toute la spiritualité chrétienne plonge en effet ses racines dans le sacrement du baptême.
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4. En nous faisant participer à la filiation divine, Dieu nous a configurés au Christ et nous a mis sous sa loi de sainteté. C’est ce que dit le Concile Vatican II dans la Constitution sur l’Église: “Appelés par Dieu, non au titre de leurs oeuvres mais au titre de son dessein et de sa grâce, justifiés en Jésus notre Seigneur, les disciples du Christ sont véritablement devenus, dans le baptême de la foi, fils de Dieu, participants de la nature divine et, par conséquent, réellement saints. Cette sanctification qu’ils ont reçue, il leur faut donc, avec la grâce de Dieu, la conserver et l’achever par leur vie” (1).
Cette vie divine que tout chrétien a reçue avec le baptême se nourrit et grandit au moyen de la prière et des autres sacrements, surtout celui qui rend présentes la passion rédemptrice du Christ, sa mort et sa résurrection. L’Eucharistie est vraiment le centre et la racine de la vie chrétienne. Les époux chrétiens y participent à un titre spécial. En effet, le sacrement de mariage est le signe du mystère d’amour par lequel le Christ s’est livré pour son Église et un moyen d’y participer (2), l’Eucharistie est précisément le sacrement et le mémorial de ce mystère. La vie eucharistique est donc un élément spécifique de toute la spiritualité conjugale: elle comporte les mêmes lois de don de soi à la gloire de Dieu et pour le salut de l’humanité, et elle apporte la nourriture nécessaire pour suivre ce chemin.
1. Lumen gentium, 40.
2. Cfr. Gaudium et spes, 48 [1965 12 07c/48].
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5. Pour sa part, “le sacrement de mariage, qui reprend et spécifie la grâce sanctificatrice du baptême, est bien une source spéciale et un moyen original de sanctification pour les époux et pour la famille chrétienne” (3). L’être du mari et de la femme –et leur relation– a été configuré au mystère de l’union du Christ et de l’Église par la célébration de ce sacrement. La spiritualité conjugale jaillit de la docilité même à L’Esprit Saint qui a marqué les époux dans leur être. L’Esprit Saint “rend l’homme et la femme capables de s’aimer comme le Christ nous a aimés” (4) et de manifester “à tous les hommes la présence vivante du Sauveur dans le monde et la véritable nature de l’Église, tant par l’amour des époux, leur fécondité généreuse, l’unité et la fidelité du foyer, que par la coopération amicale de tous ses membres” (5).
3. Familiaris consortio, 56 [1981 11 22/56].
4. Ibid. 13 [1981 11 22/13].
5. Gaudium et spes, 48 [1965 12 07c/48].
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6. Mais si l’insertion au Christ, qu’opère le baptême, et la participation au mystère pascal sont les éléments constitutifs de la spiritualité conjugale, il ne faut pas oublier les contenus spécifiques qui doivent être sanctifiés dans la fidélité à l’Esprit. Le mariage, qui correspond au dessein de Dieu, s’enracine dans la nature humaine. La structure même de l’être humain comporte une exigence de vérité dans son agir. Promouvoir une spiritualité conjugale chrétienne en ignorant totalement ou en partie les authentiques exigences naturelles, ce serait déformer à la fois la valeur naturelle du mariage et son aspect de sacrement chrétien.
La spiritualité conjugale chrétienne n’est finalement pas autre chose que le développement normal de la vie selon l’Esprit du Christ, du don et des exigences de l’être matrimonial. “Les devoirs que la famille est appelée par Dieu à remplir dans l’histoire ont leur source dans son être propre et sont l’expression de son développement dynamique et existentiel” (6). Ces mêmes devoirs du mariage, perçus avec plus de clarté à la lumière de la Révélation et vécus dans l’Esprit du Christ, font du mariage chrétien un chemin spécifique de sainteté pour tant et tant de laïcs chrétiens.
6. Familiaris consortio, 17 [1981 11 22/17].
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7. Aujourd’hui, ceux qui ont pris conscience de cette dimension spirituelle et trascendance de l’union conjugale et familiale sauront manifester dans la société les fruits d’un amour généreux et fécond. Un apostolat entre les familles, de foyer à foyer, entre les époux et les parents chrétiens, est particulièrement opportun. Le bien-être humain et chrétien des personnes et des familles, et même la paix et la prospérité de la société, dépendent en grande partie de cette lumière, de ce ferment que les foyers chrétiens sont appelés à être au sein du monde. Lorsqu’ils donnent le témoignage de la concorde entre leurs membres, de l’unité et de la fidelité dans les relations entre époux, de leur amour inébranlable au milieu des épreuves et des contrariétés, lorsqu’ils font preuve de compréhension et d’ouverture envers les autres, en demeurant eux-mêmes humbles et vigilants, ils sont comme des lumières qui, dans les moments d’obscurité et de doute, éclairent et fortifient d’autres époux et d’autres foyers tentés par le découragement et l’abandon, par l’égoïsme, par l’infidélité, voire par le divorce, et aussi par l’avortement.
Les époux et les foyers chrétiens qui remplissent leur mission construisent l’Église, à l’intérieur de leur propre famille, et à l’extérieur, dans la société. Ils la construisent à l’intérieur, quand, fidèles à la dynamique de leur propre communion conjugale, ils consolident et fortifient leur union humaine et spirituelle conformément à la promesse de devenir une seule chair, faite lors de l’alliance nuptiale. Ils la construisent encore lorsque cette communion intime de corps et d’esprit fructifie de manière responsable avec la venue d’enfants auxquels ils transmettent une authentique formation humaine et chrétienne; lorsque l’amour pour le conjoint et pour les enfants reste fidèle malgré la tentation de l’infidélité et de l’abandon; et enfin lorsque, même s’il n’y a apparemment plus guère de raisons humaines pour aimer, on continue cependant à aimer, avec la force du Christ. Ainsi, la société elle-même s’enrichit de toutes ces vertus des familles chrétiennes, dans la mesure où elles soutiennent et défendent l’honnêteté et la fidélité, le pardon et la réconciliation, le don de soi et l’esprit de sacrifice, la convivialité et la paix, le respect et l’esprit de concorde.
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8. Il vous faut donc, chers membres du Conseil Pontifical pour la Famille, promouvoir une pastorale qui fasse découvrir toutes les richesses que comporte la spiritualité conjugale. “La famille chrétienne... édifie le Royaume de Dieu dans l’histoire à travers les réalités quotidiennes qui concernent et qui caractérisent sa condition de vie: c’est dès lors dans l’amour conjugal et familial –vécu dans sa richesse extraordinaire de valeurs et avec ses exigences de totalité, d’unicité, de fidélité et de fécondité (7)–, que s’exprime et se réalise la participation de la famille chrétienne à la mission prophétique, sacerdotale et royale de Jésus-Christ et de son Église” (8).
Je souhaite donc que les réflexions de cette Assemblée plénière stimulent le Conseil Pontifical pour la Famille, les Commissions pour la Famille des Conférences Épiscopales, les groupes de spiritualité et les autres mouvements chrétiens qui servent la famille, à promouvoir un intense apostolat touchant le mariage et la famille. Dans la multiplicité des initiatives apostoliques que l’Esprit Saint suscite dans l’Église et en fidélité à l’unité de la doctrine, le Seigneur bénira de fruits abondants ces activités.
En gage de ces grâces, je vous bénis de tout coeur, et je bénis vos enfants et ceux qui vous sont chers.
[AAS 79 (1987), 1498-1503]
7. Cfr. Humanae vitae, 9 [1968 07 25/9].
8. Familiaris consortio, 50 [1981 11 22/50].