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[1327] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS PROCESOS DE NULIDAD MATRIMONIAL POR INCAPACIDAD PSÍQUICA

Del Discurso Le sono vivamente, al Tribunal de la Rota Romana, en la Inauguración del Año Jurídico, 25 enero 1988

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2. En el encuentro de hoy, continuando el discurso que inicié el año pasado (Alocución a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de marzo de 1987, págs. 19-20), quiero llamar vuestra atención acerca del papel del defensor del vínculo en los procesos de nulidad matrimonial por incapacidad síquica.

El defensor del vínculo, como decía magistralmente Pío XII (Alocución a la Rota Romana, 2 de octubre de 1944: AAS 1944, 281), está llamado a colaborar en la búsqueda de la verdad objetiva respecto a la nulidad o no de los matrimonios en los casos concretos. Esto no significa que le corresponda a él valorar los argumentos en pro o en contra y pronunciarse sobre el fondo de la causa; él no debe construir “una defensa artificiosa, sin preocuparse si sus afirmaciones tienen un serio fundamento o no” (ib.).

Su papel específico a la hora de colaborar en el descubrimiento de la verdad objetiva consiste en la obligación “proponendi et exponendi omnia quae rationabiliter adduci possint adversus nullitatem” (canon 1.432).

Ya que el matrimonio afecta al bien público de la Iglesia, “gaudet favore iuris” (canon 1.060), la función del defensor del vínculo es insustituible y de la máxima importancia. Por consiguiente, su ausencia en el proceso de nulidad del matrimonio hace nulos los actos (canon 1.433).

Como ya tuve ocasión de recordar, en los últimos tiempos, con grave daño para la recta administración de la justicia, “se notan a veces posturas que por desgracia tienden a desvalorizar el papel del defensor del vínculo” (Alocución a la Rota Romana, 28 de enero de 1982: AAS 1982, 449) hasta confundirlo con otros participantes en el proceso o reducirlo a un insignificante requisito formal haciendo que esté prácticamente ausente de la dialéctica procesal la intervención de esa persona cualificada que realmente indaga, propone y clarifica todo lo que razonablemente puede aducirse contra la nulidad.

Por eso, me siento en la obligación de recordar que el defensor del vínculo “tenetur” (canon 1.432), es decir, tiene la obligación –no simplemente la facultad– de desarrollar con seriedad su tarea específica.

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3. La necesidad de cumplir esa obligación, asume una relevancia especial en las causas matrimoniales, de sí mucho más difíciles, sobre la incapacidad síquica de los contrayentes. Pues en ellas pueden darse fácilmente confusión y malentendidos –como puse de relieve el año pasado– en el diálogo entre el siquiatra o el sicólogo y el juez eclesiástico, con el consiguiente uso incorrecto de las pericias siquiátricas y sicológicas. Ello requiere que la intervención del defensor del vínculo sea realmente cualificada y perspicaz, de modo que contribuya eficazmente a la clarificación de los hechos y de los significados, convirtiéndose también en las causas concretas, en una defensa de la visión cristiana de la naturaleza humana y del matrimonio.

Quiero ahora limitarme a poner de relieve dos elementos, a los que el defensor del vínculo debe prestar una especial atención en las causas mencionadas, a saber: La correcta visión de la normalidad del contrayente y las conclusiones canónicas que hay que sacar ante la presencia de manifestaciones sicopatológicas, para indicar finalmente las distintas tareas de quien ha de defender el vínculo.

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I

4. Es conocida la dificultad que en el campo de las ciencias psicológicas y psiquiátricas encuentran los mismos expertos para definir, de modo satisfactorio para todos, el concepto de normalidad. En cada caso, cualquiera que sea la definición que den las ciencias psicológicas y psiquiátricas, ésta siempre debe ser verificada a la luz de los conceptos de la antropología cristiana, que se mantienen en la ciencia canónica.

En las corrientes psicológicas y psiquiátricas que predominan hoy, los intentos de encontrar una definición aceptable de normalidad hacen referencia sólo a la dimensión terrena y natural de la persona, es decir, a la que es perceptible por las mismas ciencias humanas como tales, sin tomar en consideración el concepto integral de la persona, en su dimensión eterna y en su vocación a los valores trascendentes de naturaleza religiosa y moral. Con esa visión reducida de la persona humana y de su vocación, fácilmente se termina por identificar la normalidad, en relación al matrimonio, con la capacidad de recibir y de ofrecer la posibilidad de una realización plena en la relación con el cónyuge.

Ciertamente, también esta concepción de la normalidad basada en los valores naturales tiene relevancia respecto a la capacidad de tender a los valores trascendentes, en el sentido de que en las formas más graves de psicopatología está comprometida también la capacidad del sujeto para tender a los valores en general.

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5. La antropología cristiana, enriquecida con la aportación de los descubrimientos que se han hecho también recientemente en el campo psicológico y psiquiátrico, considera a la persona humana en todas sus dimensiones: La terrena y la eterna, la natural y la trascendente. De acuerdo con esa visión integral, el hombre históricamente existente aparece herido interiormente por el pecado, y al mismo tiempo redimido gratuitamente por el sacrificio de Cristo.

El hombre, pues, lleva dentro de sí el germen de la vida eterna y la vocación a hacer suyos los valores trascendentes; pero continúa vulnerable interiormente y expuesto dramáticamente al riesgo de fallar su vocación, a causa de resistencias y dificultades que encuentra en su camino existencial, tanto a nivel consciente, donde la responsabilidad moral es tenida en cuenta, como a nivel subconsciente, y esto tanto en la vida psíquica ordinaria como en la que está marcada por leves o moderadas psicopatologías, que no influyen sustancialmente en la libertad que la persona tiene de tender a los ideales trascendentes, elegidos de forma responsable.

De este modo el hombre está dividido –como dice San Pablo– entre Espíritu y carne, “pues la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne” (Gál 5, 17), y al mismo tiempo está llamado a vencer a la carne y a “caminar según el Espíritu” (cfr. Gál 5, 16. 25). Más aún, está llamado a crucificar su carne “con sus pasiones y sus deseos” (Gál 5, 24), es decir, a dar un significado redentor a esta lucha inevitable y al sufrimiento que lleva consigo, y, por lo tanto, a los mencionados límites de su libertad efectiva (cfr. Rom 8, 17-18). En esta lucha “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26).

Por lo tanto, mientras para el psicólogo o psiquiatra cada forma de psicopatología puede parecer contraria a la normalidad, para el canonista, que se inspira en la mencionada visión integral de la persona, el concepto de normalidad, es decir, de la normal condición humana en este mundo, comprende también moderadas formas de dificultad psicológica, con la consiguiente llamada a caminar según el Espíritu, incluso en las tribulaciones y a costa de renuncias y sacrificios. En ausencia de una semejante visión integral del ser humano, a nivel teórico, la normalidad se convierte fácilmente en un mito, y, a nivel práctico, se acaba por negar a la mayoría de las personas la posibilidad de prestar un consentimiento válido.

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II

6. El segundo elemento en el que quiero detenerme está en conexión con el primero y se refiere a las conclusiones que hay que sacar en el campo canónico, cuando las pericias psiquiátricas detectan en los cónyuges la presencia de alguna psicopatología.

Teniendo presente que sólo las formas más graves de psicopatología llegan a mellar en la libertad sustancial de la persona y que los conceptos psicológicos no siempre coinciden con los canónicos, es de fundamental importancia que, por una parte, la identificación de esas formas más graves y su diferenciación de las leyes se lleve a cabo por medio de un método científicamente seguro, y que, por otra, las categorías pertenecientes a la ciencia psiquiátrica o psicológica no se transfieran automáticamente al campo del derecho canónico, sin las necesarias adaptaciones que tengan en cuenta la competencia específica de cada una de las ciencias.

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7. A ese respecto, tampoco se ha de olvidar que existen dificultades y divergencias en el ámbito de la misma ciencia psiquiátrica y psicológica, por lo que concierne a la definición de “psicopatología”. Es cierto que existen descripciones y clasificaciones que recogen un mayor número de consensos, hasta hacer posible la comunicación científica. Pero precisamente en relación con estas clasificaciones y descripciones de los principales disturbios psíquicos, puede nacer un grave peligro en el diálogo entre perito y canonista.

No es infrecuente que los análisis psicológicos y psiquiátricos hechos a los contrayentes, antes que considerar “la naturaleza y el grado de los procesos psíquicos que se refieren al consentimiento matrimonial y a la capacidad de la persona para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio” (Alocución cit. a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987, n. 2: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de marzo de 1987, pág. 19), se limiten a describir los comportamientos de los contrayentes en las diversas edades de su vida, señalando sus manifestaciones anormales, que luego se clasifican según un diagnóstico estándar. Hay que decir con franqueza que esa operación, de por sí apreciable, es sin embargo insuficiente para ofrecer esa respuesta de clarificación que el juez eclesiástico espera del perito. Por ello, el eclesiástico debe solicitar que los peritos realicen un ulterior esfuerzo, llevando su análisis hasta la valoración de las causas y de los procesos dinámicos subyacentes, sin detenerse sólo en los síntomas que surgen de ellos. Únicamente ese análisis total del sujeto, de sus capacidades psíquicas y de su libertad para tender a los valores autorrealizándose en ellos, puede ser utilizado para que el juez lo traduzca en categorías canónicas.

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8. También habrá que tomar en consideración todas las hipótesis para explicar el fracaso del matrimonio, cuya declaración de nulidad se pide, y no sólo la derivada de la sicopatología. Si se hace solamente un análisis descriptivo de los distintos comportamientos, sin buscar su explicación dinámica y sin intentar una valoración global de los elementos que completan la personalidad del sujeto, el análisis pericial está ya determinado por una sola conclusión: no es difícil detectar en los contrayentes aspectos infantiles y conflictivos que, en un planteamiento así, se convierten inevitablemente en la “prueba” de su anormalidad, mientras que a lo mejor se trata de personas sustancialmente normales, pero con dificultades que podían superarse si no hubiera habido un rechazo de la lucha y del sacrificio.

El error es tanto más fácil si se considera que a menudo las pericias se inspiran en el presupuesto según el cual el pasado de una persona no sólo ayuda a explicar el presente, sino que inevitablemente lo condiciona, de modo que le quita toda posibilidad de libre elección. También en este caso, la conclusión está predeterminada, con consecuencias muy graves, si consideramos lo fácil que es encontrar en la infancia y en la adolescencia de cada uno elementos traumatizantes e inhibidores.

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9. Otra posible y no poco frecuente fuente de malentendidos en la valoración de las manifestaciones psicopatológicas lo constituye no el agravamiento excesivo de la patología, sino, al contrario, la indebida super-valoración del concepto de capacidad matrimonial. Como hacía notar el año pasado (ib., n. 6), el equívoco puede nacer del hecho de que el perito declara la incapacidad del contrayente no con referencia a la capacidad mínima, suficiente para un consentimiento válido, sino más bien respecto al ideal de una plena madurez en orden a una vida conyugal feliz.

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III

10. El defensor del vínculo, en las causas concernientes a la incapacidad psíquica, está llamado, pues, a referirse constantemente a una adecuada visión antropológica de la normalidad, para confrontar con ella los resultados de las pericias. Habrá de captar y señalar al juez eventuales errores al respecto, en el paso de las categorías psicológicas y psiquiátricas a las canónicas.

Contribuirá así a evitar que las tensiones y las dificultades, inevitablemente conexas con la elección y la realización de los ideales matrimoniales, se confundan con los signos de una grave patología; que la dimensión subconsciente de la vida psíquica ordinaria se interprete como un condicionamiento que quita la libertad sustancial de la persona; que cada forma de insatisfacción o de desadaptación en el período de la propia formación humana se entienda como factor que destruye necesariamente también la capacidad de elegir y de realizar el objeto del consentimiento matrimonial.

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11. El defensor del vínculo debe, además, tener cuidado de que no se acepten como suficientes para fundamentar un diagnóstico, pericias científicamente no seguras, o bien limitadas solamente a la búsqueda de los signos anormales, sin el debido análisis existencial del contrayente en su dimensión integral.

Así, por ejemplo, si en la pericia no se hace ninguna alusión a la responsabilidad de los cónyuges ni a sus posibles errores de valoración, o si no se consideran los medios a su disposición para remediar debilidades o errores, hay que temer que la pericia esté influenciada por una orientación reductiva, que predetermina sus conclusiones.

Esto vale también para el caso en que el subconsciente o el pasado se presenten como factores que no sólo influyen en la vida consciente de la persona, sino que la condicionan, sofocando la facultad de decidir libremente.

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12. El defensor del vínculo, al cumplir su tarea, debe adecuar su acción a las distintas fases del proceso. A él sobre todo le corresponde, en el interés de la verdad objetiva, procurar que al perito se le hagan las preguntas de modo claro y pertinente, que se respete su competencia y no se pretendan de él respuestas en materia canónica. En el período discusorio también deberá saber valorar con rectitud las pericias en cuanto desfavorables al vínculo y señalar oportunamente al juez los riesgos de su interpretación incorrecta, valiéndose también del derecho de réplica que le concede la ley (canon 1.603, par. 3). Finalmente si, en caso de sentencia afirmativa de primer grado, descubre deficiencias en las pruebas sobre las que la pericia se basa, o en su valoración, no dejará de interponer y justificar la apelación.

Ahora bien, el defensor del vínculo ha de permanecer en el ámbito de su específica competencia canónica, sin querer competir en absoluto con el perito o sustituirlo en lo referente a la ciencia psicológica y psiquiátrica.

Sin embargo, en virtud del canon 1.435, que requiere en él “prudencia y celo por la justicia”, debe saber reconocer, tanto en las premisas como en las conclusiones periciales, los elementos que hay que confrontar con la visión cristiana de la naturaleza humana y del matrimonio, velando para que se salve la correcta metodología del diálogo interdisciplinar y respetando debidamente las diversas funciones.

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13. La especial colaboración del defensor del vínculo en la dinámica procesal lo convierte en un agente indispensable para evitar malentendidos a la hora de pronunciar las sentencias, especialmente allí donde la cultura dominante contrasta con la salvaguardia del vínculo matrimonial asumido por los contrayentes en el momento de casarse.

Si su participación en el proceso se agotase en la presentación de observaciones meramente rituales, habría fundado motivo para deducir de ello una inadmisible ignorancia y/o una grave negligencia que pesaría sobre su conciencia, haciéndolo responsable en relación con la justicia administrada por tos tribunales, puesto que su actitud debilitaría la búsqueda efectiva de la verdad, la cual debe ser siempre “fundamento, madre y ley de la justicia” (Alocución a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980: AAS 1980, 173).

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14. Al mismo tiempo que reconozco la sabia y fiel obra de los defensores del vínculo de esta Rota Romana y de muchos otros tribunales eclesiásticos, quiero animar a continuar y reforzar esa cualificada función, que deseo que se desempeñe siempre con competencia, claridad y esfuerzo, sobre todo porque nos encontramos ante una creciente mentalidad poco respetuosa de la sacralidad de los vínculos asumidos.

A vosotros, y a todos los que se dedican a la administración de la justicia en la Iglesia, imparto mi bendición.

[DP (1988), 7]