[1327] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS PROCESOS DE NULIDAD MATRIMONIAL POR INCAPACIDAD PSÍQUICA
Del Discurso Le sono vivamente, al Tribunal de la Rota Romana, en la Inauguración del Año Jurídico, 25 enero 1988
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2. En el encuentro de hoy, continuando el discurso que inicié el año pasado (Alocución a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de marzo de 1987, págs. 19-20), quiero llamar vuestra atención acerca del papel del defensor del vínculo en los procesos de nulidad matrimonial por incapacidad síquica.
El defensor del vínculo, como decía magistralmente Pío XII (Alocución a la Rota Romana, 2 de octubre de 1944: AAS 1944, 281), está llamado a colaborar en la búsqueda de la verdad objetiva respecto a la nulidad o no de los matrimonios en los casos concretos. Esto no significa que le corresponda a él valorar los argumentos en pro o en contra y pronunciarse sobre el fondo de la causa; él no debe construir “una defensa artificiosa, sin preocuparse si sus afirmaciones tienen un serio fundamento o no” (ib.).
Su papel específico a la hora de colaborar en el descubrimiento de la verdad objetiva consiste en la obligación “proponendi et exponendi omnia quae rationabiliter adduci possint adversus nullitatem” (canon 1.432).
Ya que el matrimonio afecta al bien público de la Iglesia, “gaudet favore iuris” (canon 1.060), la función del defensor del vínculo es insustituible y de la máxima importancia. Por consiguiente, su ausencia en el proceso de nulidad del matrimonio hace nulos los actos (canon 1.433).
Como ya tuve ocasión de recordar, en los últimos tiempos, con grave daño para la recta administración de la justicia, “se notan a veces posturas que por desgracia tienden a desvalorizar el papel del defensor del vínculo” (Alocución a la Rota Romana, 28 de enero de 1982: AAS 1982, 449) hasta confundirlo con otros participantes en el proceso o reducirlo a un insignificante requisito formal haciendo que esté prácticamente ausente de la dialéctica procesal la intervención de esa persona cualificada que realmente indaga, propone y clarifica todo lo que razonablemente puede aducirse contra la nulidad.
Por eso, me siento en la obligación de recordar que el defensor del vínculo “tenetur” (canon 1.432), es decir, tiene la obligación –no simplemente la facultad– de desarrollar con seriedad su tarea específica.
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3. La necesidad de cumplir esa obligación, asume una relevancia especial en las causas matrimoniales, de sí mucho más difíciles, sobre la incapacidad síquica de los contrayentes. Pues en ellas pueden darse fácilmente confusión y malentendidos –como puse de relieve el año pasado– en el diálogo entre el siquiatra o el sicólogo y el juez eclesiástico, con el consiguiente uso incorrecto de las pericias siquiátricas y sicológicas. Ello requiere que la intervención del defensor del vínculo sea realmente cualificada y perspicaz, de modo que contribuya eficazmente a la clarificación de los hechos y de los significados, convirtiéndose también en las causas concretas, en una defensa de la visión cristiana de la naturaleza humana y del matrimonio.
Quiero ahora limitarme a poner de relieve dos elementos, a los que el defensor del vínculo debe prestar una especial atención en las causas mencionadas, a saber: La correcta visión de la normalidad del contrayente y las conclusiones canónicas que hay que sacar ante la presencia de manifestaciones sicopatológicas, para indicar finalmente las distintas tareas de quien ha de defender el vínculo.
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I
4. Es conocida la dificultad que en el campo de las ciencias psicológicas y psiquiátricas encuentran los mismos expertos para definir, de modo satisfactorio para todos, el concepto de normalidad. En cada caso, cualquiera que sea la definición que den las ciencias psicológicas y psiquiátricas, ésta siempre debe ser verificada a la luz de los conceptos de la antropología cristiana, que se mantienen en la ciencia canónica.
En las corrientes psicológicas y psiquiátricas que predominan hoy, los intentos de encontrar una definición aceptable de normalidad hacen referencia sólo a la dimensión terrena y natural de la persona, es decir, a la que es perceptible por las mismas ciencias humanas como tales, sin tomar en consideración el concepto integral de la persona, en su dimensión eterna y en su vocación a los valores trascendentes de naturaleza religiosa y moral. Con esa visión reducida de la persona humana y de su vocación, fácilmente se termina por identificar la normalidad, en relación al matrimonio, con la capacidad de recibir y de ofrecer la posibilidad de una realización plena en la relación con el cónyuge.
Ciertamente, también esta concepción de la normalidad basada en los valores naturales tiene relevancia respecto a la capacidad de tender a los valores trascendentes, en el sentido de que en las formas más graves de psicopatología está comprometida también la capacidad del sujeto para tender a los valores en general.
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5. La antropología cristiana, enriquecida con la aportación de los descubrimientos que se han hecho también recientemente en el campo psicológico y psiquiátrico, considera a la persona humana en todas sus dimensiones: La terrena y la eterna, la natural y la trascendente. De acuerdo con esa visión integral, el hombre históricamente existente aparece herido interiormente por el pecado, y al mismo tiempo redimido gratuitamente por el sacrificio de Cristo.
El hombre, pues, lleva dentro de sí el germen de la vida eterna y la vocación a hacer suyos los valores trascendentes; pero continúa vulnerable interiormente y expuesto dramáticamente al riesgo de fallar su vocación, a causa de resistencias y dificultades que encuentra en su camino existencial, tanto a nivel consciente, donde la responsabilidad moral es tenida en cuenta, como a nivel subconsciente, y esto tanto en la vida psíquica ordinaria como en la que está marcada por leves o moderadas psicopatologías, que no influyen sustancialmente en la libertad que la persona tiene de tender a los ideales trascendentes, elegidos de forma responsable.
De este modo el hombre está dividido –como dice San Pablo– entre Espíritu y carne, “pues la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne” (Gál 5, 17), y al mismo tiempo está llamado a vencer a la carne y a “caminar según el Espíritu” (cfr. Gál 5, 16. 25). Más aún, está llamado a crucificar su carne “con sus pasiones y sus deseos” (Gál 5, 24), es decir, a dar un significado redentor a esta lucha inevitable y al sufrimiento que lleva consigo, y, por lo tanto, a los mencionados límites de su libertad efectiva (cfr. Rom 8, 17-18). En esta lucha “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26).
Por lo tanto, mientras para el psicólogo o psiquiatra cada forma de psicopatología puede parecer contraria a la normalidad, para el canonista, que se inspira en la mencionada visión integral de la persona, el concepto de normalidad, es decir, de la normal condición humana en este mundo, comprende también moderadas formas de dificultad psicológica, con la consiguiente llamada a caminar según el Espíritu, incluso en las tribulaciones y a costa de renuncias y sacrificios. En ausencia de una semejante visión integral del ser humano, a nivel teórico, la normalidad se convierte fácilmente en un mito, y, a nivel práctico, se acaba por negar a la mayoría de las personas la posibilidad de prestar un consentimiento válido.
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II
6. El segundo elemento en el que quiero detenerme está en conexión con el primero y se refiere a las conclusiones que hay que sacar en el campo canónico, cuando las pericias psiquiátricas detectan en los cónyuges la presencia de alguna psicopatología.
Teniendo presente que sólo las formas más graves de psicopatología llegan a mellar en la libertad sustancial de la persona y que los conceptos psicológicos no siempre coinciden con los canónicos, es de fundamental importancia que, por una parte, la identificación de esas formas más graves y su diferenciación de las leyes se lleve a cabo por medio de un método científicamente seguro, y que, por otra, las categorías pertenecientes a la ciencia psiquiátrica o psicológica no se transfieran automáticamente al campo del derecho canónico, sin las necesarias adaptaciones que tengan en cuenta la competencia específica de cada una de las ciencias.
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7. A ese respecto, tampoco se ha de olvidar que existen dificultades y divergencias en el ámbito de la misma ciencia psiquiátrica y psicológica, por lo que concierne a la definición de “psicopatología”. Es cierto que existen descripciones y clasificaciones que recogen un mayor número de consensos, hasta hacer posible la comunicación científica. Pero precisamente en relación con estas clasificaciones y descripciones de los principales disturbios psíquicos, puede nacer un grave peligro en el diálogo entre perito y canonista.
No es infrecuente que los análisis psicológicos y psiquiátricos hechos a los contrayentes, antes que considerar “la naturaleza y el grado de los procesos psíquicos que se refieren al consentimiento matrimonial y a la capacidad de la persona para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio” (Alocución cit. a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987, n. 2: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de marzo de 1987, pág. 19), se limiten a describir los comportamientos de los contrayentes en las diversas edades de su vida, señalando sus manifestaciones anormales, que luego se clasifican según un diagnóstico estándar. Hay que decir con franqueza que esa operación, de por sí apreciable, es sin embargo insuficiente para ofrecer esa respuesta de clarificación que el juez eclesiástico espera del perito. Por ello, el eclesiástico debe solicitar que los peritos realicen un ulterior esfuerzo, llevando su análisis hasta la valoración de las causas y de los procesos dinámicos subyacentes, sin detenerse sólo en los síntomas que surgen de ellos. Únicamente ese análisis total del sujeto, de sus capacidades psíquicas y de su libertad para tender a los valores autorrealizándose en ellos, puede ser utilizado para que el juez lo traduzca en categorías canónicas.
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8. También habrá que tomar en consideración todas las hipótesis para explicar el fracaso del matrimonio, cuya declaración de nulidad se pide, y no sólo la derivada de la sicopatología. Si se hace solamente un análisis descriptivo de los distintos comportamientos, sin buscar su explicación dinámica y sin intentar una valoración global de los elementos que completan la personalidad del sujeto, el análisis pericial está ya determinado por una sola conclusión: no es difícil detectar en los contrayentes aspectos infantiles y conflictivos que, en un planteamiento así, se convierten inevitablemente en la “prueba” de su anormalidad, mientras que a lo mejor se trata de personas sustancialmente normales, pero con dificultades que podían superarse si no hubiera habido un rechazo de la lucha y del sacrificio.
El error es tanto más fácil si se considera que a menudo las pericias se inspiran en el presupuesto según el cual el pasado de una persona no sólo ayuda a explicar el presente, sino que inevitablemente lo condiciona, de modo que le quita toda posibilidad de libre elección. También en este caso, la conclusión está predeterminada, con consecuencias muy graves, si consideramos lo fácil que es encontrar en la infancia y en la adolescencia de cada uno elementos traumatizantes e inhibidores.
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9. Otra posible y no poco frecuente fuente de malentendidos en la valoración de las manifestaciones psicopatológicas lo constituye no el agravamiento excesivo de la patología, sino, al contrario, la indebida super-valoración del concepto de capacidad matrimonial. Como hacía notar el año pasado (ib., n. 6), el equívoco puede nacer del hecho de que el perito declara la incapacidad del contrayente no con referencia a la capacidad mínima, suficiente para un consentimiento válido, sino más bien respecto al ideal de una plena madurez en orden a una vida conyugal feliz.
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III
10. El defensor del vínculo, en las causas concernientes a la incapacidad psíquica, está llamado, pues, a referirse constantemente a una adecuada visión antropológica de la normalidad, para confrontar con ella los resultados de las pericias. Habrá de captar y señalar al juez eventuales errores al respecto, en el paso de las categorías psicológicas y psiquiátricas a las canónicas.
Contribuirá así a evitar que las tensiones y las dificultades, inevitablemente conexas con la elección y la realización de los ideales matrimoniales, se confundan con los signos de una grave patología; que la dimensión subconsciente de la vida psíquica ordinaria se interprete como un condicionamiento que quita la libertad sustancial de la persona; que cada forma de insatisfacción o de desadaptación en el período de la propia formación humana se entienda como factor que destruye necesariamente también la capacidad de elegir y de realizar el objeto del consentimiento matrimonial.
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11. El defensor del vínculo debe, además, tener cuidado de que no se acepten como suficientes para fundamentar un diagnóstico, pericias científicamente no seguras, o bien limitadas solamente a la búsqueda de los signos anormales, sin el debido análisis existencial del contrayente en su dimensión integral.
Así, por ejemplo, si en la pericia no se hace ninguna alusión a la responsabilidad de los cónyuges ni a sus posibles errores de valoración, o si no se consideran los medios a su disposición para remediar debilidades o errores, hay que temer que la pericia esté influenciada por una orientación reductiva, que predetermina sus conclusiones.
Esto vale también para el caso en que el subconsciente o el pasado se presenten como factores que no sólo influyen en la vida consciente de la persona, sino que la condicionan, sofocando la facultad de decidir libremente.
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12. El defensor del vínculo, al cumplir su tarea, debe adecuar su acción a las distintas fases del proceso. A él sobre todo le corresponde, en el interés de la verdad objetiva, procurar que al perito se le hagan las preguntas de modo claro y pertinente, que se respete su competencia y no se pretendan de él respuestas en materia canónica. En el período discusorio también deberá saber valorar con rectitud las pericias en cuanto desfavorables al vínculo y señalar oportunamente al juez los riesgos de su interpretación incorrecta, valiéndose también del derecho de réplica que le concede la ley (canon 1.603, par. 3). Finalmente si, en caso de sentencia afirmativa de primer grado, descubre deficiencias en las pruebas sobre las que la pericia se basa, o en su valoración, no dejará de interponer y justificar la apelación.
Ahora bien, el defensor del vínculo ha de permanecer en el ámbito de su específica competencia canónica, sin querer competir en absoluto con el perito o sustituirlo en lo referente a la ciencia psicológica y psiquiátrica.
Sin embargo, en virtud del canon 1.435, que requiere en él “prudencia y celo por la justicia”, debe saber reconocer, tanto en las premisas como en las conclusiones periciales, los elementos que hay que confrontar con la visión cristiana de la naturaleza humana y del matrimonio, velando para que se salve la correcta metodología del diálogo interdisciplinar y respetando debidamente las diversas funciones.
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13. La especial colaboración del defensor del vínculo en la dinámica procesal lo convierte en un agente indispensable para evitar malentendidos a la hora de pronunciar las sentencias, especialmente allí donde la cultura dominante contrasta con la salvaguardia del vínculo matrimonial asumido por los contrayentes en el momento de casarse.
Si su participación en el proceso se agotase en la presentación de observaciones meramente rituales, habría fundado motivo para deducir de ello una inadmisible ignorancia y/o una grave negligencia que pesaría sobre su conciencia, haciéndolo responsable en relación con la justicia administrada por tos tribunales, puesto que su actitud debilitaría la búsqueda efectiva de la verdad, la cual debe ser siempre “fundamento, madre y ley de la justicia” (Alocución a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980: AAS 1980, 173).
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14. Al mismo tiempo que reconozco la sabia y fiel obra de los defensores del vínculo de esta Rota Romana y de muchos otros tribunales eclesiásticos, quiero animar a continuar y reforzar esa cualificada función, que deseo que se desempeñe siempre con competencia, claridad y esfuerzo, sobre todo porque nos encontramos ante una creciente mentalidad poco respetuosa de la sacralidad de los vínculos asumidos.
A vosotros, y a todos los que se dedican a la administración de la justicia en la Iglesia, imparto mi bendición.
[DP (1988), 7]
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2. Nell’odierno incontro, riprendendo il discorso avviato l’anno scorso (Allocuzione alla Rota Romana, 5 febbraio 1987, in L’Osservatore Romano, 6 febbraio 1987), intendo richiamare la vostra attenzione sul ruolo del difensore del vincolo nei processi di nullità matrimoniale per incapacità psichica.
Il difensore del vincolo, come magistralmente notava Pio XII (Allocuzione alla Rota Romana, 2 ottobre 1944, in AAS [1944], 281), è chiamato a collaborare per la ricerca della verità oggettiva circa la nullità o meno del matrimonio nei casi concreti. Ciò non significa che spetti a lui valutare gli argomenti pro o contro e pronunciarsi circa il merito della causa, ma che egli non deve costruire “una difesa artificiosa, senza curarsi se le sue affermazioni abbiano un serio fondamento oppure no” (Ibid.).
Il suo specifico ruolo nel collaborare alla scoperta della verità oggettiva consiste nell’obbligo “proponendi et exponendi omnia quae rationabiliter adduci possint adversus nullitatem” (can. 1.432).
Siccome il matrimonio, che riguarda il bene pubblico della Chiesa, “gaudet favore iuris” (can. 1.060), il ruolo del difensore del vincolo è insostituibile e di massima importanza. Di conseguenza la sua assenza nel processo di nullità del matrimonio rende nulli gli atti (can. 1.433).
Come già ebbi a ricordare, negli ultimi tempi “si notano a volte tendenze che purtroppo tendono a ridimensionare il suo ruolo” (Allocuzione alla Rota Romana, 28 gennaio 1982, AAS 74 [1982], 449) fino a confonderlo con quello di altri partecipanti al processo, o a ridurlo a qualche insignificante adempimento formale, rendendo praticamente assente nella dialettica processuale l’intervento della persona qualificata che realmente indaga, propone e chiarisce tutto ciò che ragionevolmente si può addurre contro la nullità, con grave danno per la retta amministrazione della giustizia.
Mi sento, perciò, in dovere di ricordare che il difensore del vincolo “tenetur” (can. 1.432) e cioè ha l’obbligo –non la semplice facoltà– di svolgere con serietà il suo compito specifico.
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3. La necessità di adempiere tale obbligo, assume una particolare rilevanza nelle cause matrimoniali, in sè molto difficili, che riguardano l’incapacità psichica dei contraenti. In esse, infatti, possono facilmente aversi confusione e fraintendimenti –che ebbi a sottolineare l’anno scorso– nel dialogo fra lo psichiatra o lo psicologo e il giudice ecclesiastico, col conseguente uso scorretto delle perizie psichiatriche e psicologiche. Ciò richiede che l’intervento del difensore del vincolo sia davvero qualificato e perspicace, così da contribuire efficacemente alla chiarezza dei fatti e dei significati, diventando anche, nelle cause concrete, una difesa della visione cristiana della natura umana e del matrimonio.
Voglio ora limitarmi a rilevare due elementi, ai quali il difensore del vincolo deve prestare una particolare attenzione nelle suddette cause –e cioè la corretta visione della normalità del contraente e le conclusioni canoniche da trarre in presenza di manifestazioni psicopatologiche– per indicare alla fine i relativi compiti di colui che deve difendere il vincolo.
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4. È nota la difficoltà che nel campo delle scienze psicologiche e psichiatriche gli stessi esperti incontrano nel definire, in modo soddisfacente per tutti, il concetto di normalità. In ogni caso, qualunque sia la definizione data dalle scienze psicologiche e psichiatriche, essa deve sempre essere verificata alla luce dei concetti dell’antropologia cristiana, che sono sottesi alla scienza canonica.
Nelle correnti psicologiche e psichiatriche oggi prevalenti, i tentativi di trovare una definizione accettabile di normalità fanno riferimento soltanto alla dimensione terrena e naturale della persona, quella cioè che è percepibile dalle medesime scienze umane come tali, senza prendere in considerazione il concetto integrale di persona, nella sua dimensione eterna e nella sua vocazione ai valori trascendenti di natura religiosa e morale. In tale visione ridotta della persona umana e della sua vocazione, si finisce facilmente per identificare la normalità, in relazione al matrimonio, con la capacità di ricevere e di offrire la possibilità di una piena realizzazione nel rapporto col coniuge.
Certamente, anche questa concezione della normalità basata sui valori naturali ha rilevanza per la capacità di tendere ai valori trascendenti, nel senso che nelle forme più gravi di psicopatologia viene compromessa anche la capacità del soggetto di tendere ai valori in genere.
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5. L’antropologia cristiana, arricchita con l’apporto delle scoperte fatte anche di recente nel campo psicologico e psichiatrico, considera la persona umana in tutte le sue dimensioni: la terrena e l’eterna, la naturale e la trascendente. Secondo tale visione integrale, l’uomo storicamente esistente appare interiormente ferito dal peccato ed insieme gratuitamente redento dal sacrificio di Cristo.
L’uomo dunque porta in sè il germe della vita eterna e la vocazione a far proprii i valori trascendenti; egli, però, resta interiormente vul nerabile e drammaticamente esposto al rischio di fallire la propria vocazione, a causa di resistenze e difficoltà che egli incontra nel suo cammino esistenziale sia a livello conscio, ove è chiamata in causa la responsabilità morale, sia a livello subconscio, e ciò sia nella vita psichica ordinaria, che in quella segnata da lievi o moderate psicopatologie, che non influiscono sostanzialmente sulla libertà della persona di tendere agli ideali trascendenti, responsabilmente scelti.
In tal modo egli è diviso –come dice San Paolo– tra Spirito e carne, avendo “la carne desideri contrari allo Spirito e lo Spirito desideri contrari alla carne” (Gal 5, 17), e nello stesso tempo è chiamato a vincere la carne e a “camminare secondo lo Spirito” (cfr. Gal 5, 16. 25). Anzi, egli è chiamato a crocifiggere la carne “con le sue passioni e i suoi desideri” (Gal 5, 24), dando cioè a questa lotta inevitabile e alla sofferenza che esso comporta –quindi anche ai suddetti limiti della sua libertà effettiva– un significato redentore (cfr. Rom 8, 17-18). In questa lotta “lo Spirito viene in aiuto alla nostra debolezza” (Rom 8, 26).
Quindi, mentre per lo psicologo o psichiatra ogni forma di psicopatologia può sembrare contraria alla normalità, per il canonista, che si ispira alla suddetta visione integrale della persona, il concetto di normalità, e cioè della normale condizione umana in questo mondo, comprende anche moderate forme di difficoltà psicologica, con la con seguente chiamata a camminare secondo lo Spirito anche fra le tribolazioni e a costo di rinunce e sacrifici. In assenza di una simile visione integrale dell’essere umano, sul piano teorico la normalità diviene facilmente un mito e, sul piano pratico, si finisce per negare alla maggioranza delle persone la possibilità di prestare un valido consenso.
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6. Il secondo elemento sul quale intendo soffermarmi è connesso col primo e riguarda le conclusioni da trarre in sede canonica, quando le perizie psichiatriche riscontrano nei coniugi la presenza di qualche psicopatologia.
Tenendo presente che solo le forme più gravi di psicopatologia arrivano ad intaccare la libertà sostanziale della persona e che i concetti psicologici non sempre coincidono con quelli canonici, è di fondamentale importanza che, da una parte, la individuazione di tali forme più gravi e la loro differenziazione da quelle leggi sia compiuta attraverso un metodo scientificamente sicuro, e che, dalla altra, le categorie appartenenti alla scienza psichiatrica o psicologica non siano trasferite in modo automatico al campo del diritto canonico, senza i necessari adattamenti che tengano conto della specifica competenza di ciascuna scienza.
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7. A tale proposito, inoltre, non deve essere dimenticato che difficoltà e divergenze esistono all’interno della stessa scienza psichiatrica e psicologica per quanto concerne la definizione di “psicopatologia”. Certo, vi sono descrizioni e classificazioni che raccolgono un maggior numero di consensi, così da rendere possibile la comunicazione scientifica. Ma è proprio in relazione a queste classificazioni e descrizioni dei principali disturbi psichici che può nascere un grave pericolo nel dialogo tra perito e canonista.
Non è infrequente che le analisi psicologiche e psichiatriche condotte sui contraenti, anzichè considerare “la natura e il grado dei processi psichici che riguardano il consenso matrimoniale e la capacità della persona ad assumere gli obblighi essenziali del matrimonio” (Allocuzione cit. alla Rota Romana, 5 febbraio 1987, n. 2), si limitino a descrivere i comportamenti dei contraenti nelle diverse età della loro vita, cogliendone le manifestazioni abnormi, che vengono poi classificate secondo una etichetta diagnostica. Occorre dire con franchezza che tale operazione, in sè pregevole, è tuttavia insufficiente ad offrire quella risposta di chiarificazione che il giudice ecclesiastico attende dal perito. Egli deve perciò richiedere che questi compia un ulteriore sforzo, spingendo la sua analisi alla valutazione delle cause e dei processi dinamici sottostanti, senza fermarsi soltanto ai sintomi che ne scaturiscono. Solo tale analisi totale del soggetto, delle sue capacità psichiche, e della sua libertà di tendere ai valori autorealizzandosi in essi, è utilizzabile per essere tradotta, da parte del giudice, in categorie canoniche.
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8. Si dovranno altresì prendere in considerazione tutte le ipotesi di spiegazione del fallimento del matrimonio, di cui si chiede la dichiarazione di nullità e non solo quella derivante dalla psicopatologia. Se si fa solo un’analisi descrittiva dei diversi comportamenti, senza cercarne la spiegazione dinamica e senza impegnarsi in una valutazione globale degli elementi che completano la personalità del soggetto, l’analisi peritale risulta già determinata ad una sola conclusione: non è infatti difficile cogliere nei contraenti aspetti infantili e conflittuali che, in una simile impostazione diventano inevitabilmente la “prova” della loro anormalità, mentre forse si tratta di persone sostanzialmente normali, ma con difficoltà che potevano essere superate se non vi fosse stato il rifiuto della lotta e del sacrificio.
L’errore e tanto più facile, se si considera che sovente le perizie si ispirano al presupposto secondo cui il passato di una persona non solo aiuta a spiegare il presente, ma inevitabilmente lo determina, così da toglierle ogni possibilità di libera scelta. Anche in questo caso, la conclusione è predeterminata, con conseguenze ben gravi, se si considera quanto sia facile trovare nell’infanzia e nell’adolescenza di ciascuno elementi traumatizzanti ed inibenti.
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9. Un’altra possibile e non infrequente fonte di fraintendimenti nella valutazione delle manifestazioni psicopatologiche è costituita non dall’eccessivo aggravamento della patologia ma, al contrario, dalla indebita sopravalutazione del concetto di capacità matrimoniale. Come annotavo lo scorso anno (Ibid., n. 6), l’equivoco può nascere dal fatto che il perito dichiara l’incapacità del contraente non in riferimento alla capacità minima, sufficiente per un valido consenso, bensì all’ideale di una piena maturità in ordine ad una vita coniugale felice.
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10. Il difensore del vincolo, nelle cause riguardanti l’incapacità psichica, è chiamato quindi a fare costante riferimento ad una adeguata visione antropologica della normalità, per confrontare con essa i risultati delle perizie. Egli dovrà cogliere e segnalare al giudice eventuali errori, a tale proposito, nel passaggio dalle categorie psicologiche e psichiatriche a quelle canoniche.
Contribuirà così ad evitare che le tensioni e le difficoltà, inevitabilmente connesse con la scelta e la realizzazione degli ideali matrimoniali, siano confuse con i segni di una grave patologia: che la dimensione subconscia della vita psichica ordinaria venga interpretata come un condizionamento che toglie la libertà sostanziale della persona; che ogni forma di insoddisfazione o di disadattamento nel periodo della propria formazione umana sia intesa come fattore che distrugge necessariamente anche la capacità di scegliere e di realizzare l’oggetto del consenso matrimoniale.
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11. Il difensore del vincolo deve inoltre badare che non vengano accettate come sufficienti a fondare una diagnosi, perizie scientificamente non sicure, oppure limitate alla sola ricerca dei segni abnormi, senza la dovuta analisi esistenziale del contraente nella sua dimensione integrale.
Così, ad esempio, se nella perizia non si fa alcun cenno alla responsabilità dei coniugi né ai loro possibili errori di valutazione, o se non si considerano i mezzi a loro disposizione per rimediare a debolezze o errori, v’è da temere che un indirizzo riduttivo pervada la perizia, predeterminandone le conclusioni.
Ciò vale anche per il caso in cui il subconscio o il passato siano presentati come fattori che non solo influiscono sulla vita conscia della persona, ma la determinano, soffocando la facoltà di decidere liberamente.
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12. Il difensore del vincolo dell’adempimento del suo compito, deve adeguare la sua azione alle diverse fasi del processo. Spetta a lui innanzitutto, nell’interesse della verità oggettiva, curare che al perito si facciano le domande in modo chiaro e pertinente, che si rispetti la sua competenza e non si pretendano da lui delle risposte in materia canonica. Nella fase dibattimentale poi dovrà saper valutare rettamente le perizie in quanto sfavorevoli al vincolo e segnalare opportunamente al giudice i rischi della loro scorretta interpretazione, avvalendosi anche del diritto di replica che la legge gli consente (can. 1.603, par. 3). Scorgendo infine, in caso di sentenza affermativa di primo grado, deficienze nelle prove sulle quali essa si basa o nella loro valutazione, non ometterà di interporre e giustificare l’appello.
Comunque, il difensore del vincolo dovrà rimanere all’interno della sua specifica competenza canonica, senza per nulla voler competere col perito o sostituirsi a lui nel merito della scienza psicologica e psichiatrica.
Tuttavia, in forza del can. 1.435, che richiede da lui “prudenza e zelo per la giustizia”, deve saper riconoscere, sia nelle premesse sia nelle conclusioni peritali, gli elementi che occorre confrontare con la visione cristiana della natura umana e del matrimonio, vegliando che sia fatta salva la corretta metodologia del dialogo interdisciplinare con la dovuta osservanza dei rispettivi ruoli.
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13. La particolare collaborazione del difensore del vincolo nella dinamica processuale fa di lui un operatore indispensabile per evitare fraintendimenti nel pronunciamento delle sentenze, specialmente là dove la cultura dominante risulta contrastante con la salvaguardia del vincolo matrimoniale assunto dai contraenti al momento delle nozze.
Quando la sua partecipazione al processo si esaurisse nella presentazione di osservazioni soltanto rituali, ci sarebbe fondato motivo per dedurne una inammissibile ignoranza e/o una grave negligenza che peserebbe sulla coscienza di lui, rendendolo responsabile, nei confronti della giustizia amministrativa dei tribunali, giacchè, tale suo atteggiamento indebolirebbe la effettiva ricerca della verità, la quale deve essere sempre “fondamento, madre e legge della giustizia” (Allocuzione alla Rota Romana, 4 febbraio 1980, in AAS 72 [1980], 173).
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14. Mentre sono riconoscente per la sapiente e fedele opera dei difensori del vincolo di codesta Rota Romana e di molti altri Tribunali ecclesiastici, intendo incoraggiare la ripresa ed il rafforzamento di tale qualificato ruolo, che auguro sia sempre assolto con competenza, chiarezza, ed impegno specialmente perchè ci troviamo di fronte a una crescente mentalità poco rispettosa della sacralità dei vincoli assunti.
A voi, e a tutti gli operatori della giustizia nella Chiesa, imparto la mia Benedizione.
[OR, 25-26. I. 1988, 4-5]