[1375] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA CUESTIÓN DE LA VIDA Y DE LA MUERTE, PROBLEMA ESENCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN Y PASTORAL DE LA IGLESIA
Del Discurso Una volta ancora, a los participantes en el VII Simposio de Obispos de Europa, 17 octubre 1989
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2. El tema del simposio plantea un problema esencial a la evangelización y a la pastoral de la Iglesia. Ésta, en efecto, se encuentra hoy ante un verdadero y propio desafío, más que en cualquier otro tiempo, constituido por el nacimiento y por la muerte.
Si el nacer y el morir del hombre han sido siempre, en cierto sentido, un desafío para la Iglesia, a causa de las incógnitas y de los riesgos que llevan consigo, hoy lo son también incluso en mayor medida. En otras épocas, el hombre se situaba frente a la muerte y a la vida con un sentimiento de arcano estupor, de reverente temor, de respeto que, en el fondo, nacía del sentimiento de lo sagrado, innato en el hombre. Hoy el desafío de siempre es contemplado de forma más intensa y radical a causa del contexto cultural creado por el progreso científico tecnológico de este nuestro siglo. La civilización unilateral –tecnocéntrica– en la cual vivimos, impulsa al hombre a una visión reducida del nacimiento y de la muerte, en la cual la dimensión trascendente de la persona aparece oscurecida, cuando no propiamente ignorada o negada.
A lo largo de vuestros trabajos, venerables hermanos, habéis analizado atentamente las actitudes con las que la Europa de hoy vive los acontecimientos del nacimiento y de la muerte, y habéis descubierto profundas diferencias respecto al pasado. La creciente “medicalización” de las etapas iniciales y terminales de la vida, su desplazamiento del hogar a la institución hospitalaria, la entrega de su gestión a la decisión de los expertos, han conducido a muchos europeos a perder la dimensión de misterio que desde siempre rodea tales momentos y a captar casi solamente la dimensión científicamente controlable. “La experiencia de la vida –habéis dicho– no es ya ontológica, sino tecnológica”. Si el diagnóstico es exacto, es necesario entonces decir que muchas personas hoy se mueven dentro de un horizonte cognoscitivo carente de aquellas espirales hacia la trascendencia que abren el camino a la fe.
Además, a este aspecto preocupante que está constituido por la creciente tecnificación de los momentos fundamentales de la vida humana, se añade el peso que ante la opinión pública adquiere la legislación vigente en varios países y que se intenta introducir en otros todavía inmunes, relativa a la práctica del aborto, hasta tal punto que en varias capas de la población ya de por sí atraída por el hedonismo consumista y permisivo se consolida la opinión de que, ahora ya, es lícito lo que es posible y autorizado por la ley.
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3. Es evidente que todo esto constituye un grave problema para la acción pastoral de la Iglesia, cuya misión consiste en anunciar la presencia amorosa de Dios en la vida del hombre, una presencia que no solamente crea la vida en su comienzo, sino que también la recrea a lo largo de su curso con la gracia redentora, para acogerla al final en el abrazo beatificante de la comunión trinitaria. Se impone, por tanto, también y, sobre todo desde este punto de vista, la urgente necesidad de una labor de profunda reevangelización de esta nuestra Europa que, a veces, parece haber perdido el contacto con sus mismos orígenes cristianos.
En verdad no faltan, en el actual contexto socio-cultural, señales concretas de reflexión sobre la forma en que nacimiento y muerte son concebidos y vividos. En círculos cada vez más amplios de la opinión pública se observan perplejidades sobre la reciente tecnificación a la que es sometido el alborear de la vida, y se registran reacciones a una intromisión de la medicina en su última fase, que termina por arrebatar al moribundo su misma muerte.
El hombre, en efecto, haga lo que haga, jamás conseguirá desprenderse “fundamentalmente” de la realidad óntica de su naturaleza de ser creado; así no podrá anular el hecho de la Redención efectuada por Cristo y de la posterior invitación a participar con Él en la plenitud de la vida después de la muerte. Aquél, sin embargo, puede intentar vivir y comportarse como si no hubiera sido creado y redimido (o, justamente, como si Dios no existiera). Ésta es, precisamente, la situación con la que la Iglesia debe enfrentarse en el ámbito de la civilización occidental, éste es el contexto humano en el que la Iglesia debe contemplar el compromiso del anuncio evangélico.
La cuestión del nacimiento y de la muerte tiene aquí una importancia clave. Justamente por esto el “desafío” a la evangelización que dicha cuestión contiene, debe considerarse decisivo. La forma en que hoy es vivida la realidad del nacimiento y de la muerte se proyecta, en efecto, sobre todo el conjunto de la vida del hombre, sobre su misma concepción del ser y del obrar en relación con una norma moral cierta y objetiva.
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4. En consecuencia, al enfrentarse con dicho “desafío”, la evangelización no podrá plantearse sino en el seno de la perspectiva global de la peripecia humana. Ciertamente, el nacimiento y la muerte tienen siempre una dimensión propia concreta e irrepetible, pero se insertan en todo el conjunto de la existencia del hombre y en dicho contexto, más amplio, deben ser entendidos y evaluados.
La Iglesia tiene a su disposición la única medida válida para interpretar dichos momentos decisivos de la vida humana y abordar su evangelización de forma global. Y esta medida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado: En Cristo nacido, muerto y resucitado la Iglesia puede leer el verdadero sentido, el sentido pleno del nacer y del morir de todo ser humano.
Ya Pascal observaba: “No solamente conocemos a Dios a través de Jesucristo, es que no nos conocemos a nosotros mismos, sino por medio de Jesucristo y, sólo mediante Él, la vida y la muerte. Fuera de Jesucristo no sabemos qué son vida y muerte, Dios, nosotros mismos” (Pensieri, n. 548). Es una intuición que el Concilio Vaticano II ha expresado con palabras merecidamente famosas: “Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre... Cristo, que es el nuevo Adán, justamente revelando el misterio del Padre y de su amor desvela plenamente el hombre al hombre y le da a conocer su altísima vocación” (Gaudium et spes, 22).
Instruida por Cristo, la Iglesia tiene la misión de llevar al hombre de hoy a descubrir la plena verdad sobre sí mismo, para recuperar, de esta forma, la justa actitud respecto al nacimiento y a la muerte, los dos acontecimientos dentro de los cuales gira toda su peripecia sobre la tierra. De la recta interpretación de tales acontecimientos depende, en efecto, la orientación que se imprimirá a la vida concreta de cada hombre y, en definitiva, su éxito o su fracaso.
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5. La Iglesia debe, en primer lugar, repetir al hombre de hoy la plena verdad sobre su ser creatura, venida a la existencia como fruto de un regalo de amor. Por parte de Dios, sobre todo. El ingreso de un nuevo ser humano en el mundo no se produce, en efecto, sin que Dios se implique en él directamente mediante la creación del alma espiritual. Y es el amor solamente lo que le impulsa a situar en el mundo un nuevo sujeto personal, al cual Él, de hecho, pretende ofrecer la posibilidad de compartir la misma vida. A la misma conclusión se llega mirando las cosas desde el punto de vista humano. El despuntar de la nueva vida, en efecto, depende de la unión sexual del hombre y de la mujer, la cual tiene su plena verdad en la entrega interpersonal que los cónyuges hacen de sí recíprocamente. El nuevo ser se asoma al escenario de la vida gracias a un acto de donación interpersonal, del cual es coronación; una coronación posible, pero no garantizada. El eco psicológico de esto se tiene en el sentimiento de esperanza de los padres que saben que pueden esperar, pero no pretender el hijo. Éste, si es fruto de su recíproca entrega de amor, es, a su vez, un regalo para ambos; un regalo que brota de la entrega.
Mirándolo bien, éste, y solamente éste, es el contexto adecuado a la dignidad de la persona, la cual jamás puede ser reducida a objeto del que se dispone. Sólo la lógica del amor que se entrega, no la de la técnica que fabrica un producto, sintoniza con la persona, porque sólo la primera respeta su superior dignidad. La lógica de la producción en efecto, presenta un esencial salto de calidad entre el que preside el proceso productivo y lo que de dicho proceso resulta. Si el “resultado” es, de hecho, una persona, no una cosa, es necesario concluir que la persona misma no es, bajo dicha forma, reconocida en su específica e irreductible dignidad personal.
La Iglesia debe recordar al hombre de hoy esta verdad con maternal solicitud. Los sorprendentes progresos científicos de la genética y de la biogenética, en efecto, los tientan con la perspectiva de resultados extraordinarios por perfección técnica, pero viciados en la raíz por su colocación dentro de la lógica de la fabricación de un producto y no de la procreación de una persona.
Y esto debe recordar la Iglesia al hombre moderno con interés tanto mayor por el hecho de que ella sabe que Dios llama al nuevo ser no solamente a nacer a la dignidad de hombre, sino a renacer a aquella otra de hijo suyo en el Hijo unigénito. La perspectiva de la adopción divina que en la actual economía de salvación está reservada a todo ser humano, subraya de forma particularmente elocuente la altísima dignidad de la persona, prohibiendo cualquier instrumentalización de la misma que la degradaría a simple objeto, contraviniendo a su trascendente destino.
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6. Y también en lo que concierne a la muerte, la Iglesia tiene su palabra, capaz de proyectar luz sobre el abismo oscuro, que tanta aprehensión suscita en el hombre. Y esto porque ella tiene la Palabra, el Verbo de Dios Encarnado, el cual ha asumido sobre sí, no sólo la vida, sino también la muerte del hombre. Cristo ha traspasado aquel abismo y ya está, con su cuerpo vivo de resucitado, en la otra orilla, la orilla de la eternidad. Mirándole a Él, la Iglesia puede proclamar con gozosa certeza: “El hijo de Dios, uniendo a sí la naturaleza humana y venciendo la muerte con su muerte y resurrección, ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva criatura” (Lumen gentium, 7).
Hasta el final de los siglos la muerte de Cristo, juntamente con su resurrección, estará siempre en el centro del anuncio misionero, transmitido de boca en boca a partir de la primera generación cristiana: “Os he transmitido –son palabras de Pablo– lo que yo mismo he recibido, es decir, que Cristo ha muerto por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó...” (1 Cor 15, 3-4). La muerte de Jesús ha sido una muerte libremente asumida en un acto de suprema oblación de sí al Padre, para la redención del mundo (cfr. Jn 15, 13; 1 Jn 3, 16).
A la luz del misterio pascual, el cristiano está ya en condiciones de interpretar y de vivir su muerte con perspectiva de esperanza: la muerte de Cristo ha cambiado el significado incluso de su muerte. Ésta, a pesar de ser fruto del pecado, puede ser aceptada por Él con actitud de amorosa –y, como tal, libre– adhesión a la voluntad del Padre y, por tanto, como prueba suprema de obediencia en conformidad con la obediencia misma de Cristo: un acto capaz de expiar, en unión con Su muerte, las múltiples formas de rebelión que se suscitan durante la vida.
El cristiano, que acepta de esta forma la propia muerte y, reconociendo la propia condición de criatura como también las propias responsabilidades de pecador, se entrega confiadamente en las manos misericordiosas del Padre (In manus tuas, Domine), alcanza la cima de la propia identidad cristiana y realiza el cumplimiento definitivo del propio destino.
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7. Venerables hermanos: La Iglesia, llamada a dar testimonio de Cristo en Europa en los umbrales del tercer milenio, debe encontrar las formas concretas para llevar esta buena nueva a todos los que, en el Viejo Continente, parecen haberla perdido. Las enseñanzas de San Pablo sobre el bautismo, y sobre el misterio de muerte y de vida que en él se realiza, ofrecen principios ilustrativos para una acción evangelizadora, sobre cuya urgencia no es necesario insistir. Es necesario volver a la explicación de aquella doctrina, hacerla comprender y vivir, sobre todo, a las nuevas generaciones y sacar de ella las consecuencias para la vida cristiana de todos los días, como en los primeros siglos hicieron los Padres de la Iglesia en catequesis siempre ricas y siempre actuales.
Al mismo tiempo, será importante hacer comprender a todos que si la Iglesia defiende la vida humana desde su primer comienzo hasta su término natural, no lo hace solamente por obedecer a las exigencias de la fe cristiana, sino porque se considera intérprete de una obligación que encuentra eco en la conciencia moral de toda la humanidad. Justamente por esto la sociedad civil, que es responsable del bien común, tiene el deber de garantizar mediante la ley, el derecho a la vida para todos y el respeto de toda vida humana hasta su último instante.
Una ayuda eficaz en este campo podrá venir de los “Movimientos por la vida”, que se van multiplicando providencialmente en todas partes de Europa y del mundo. Su contribución, ya tan benemérita, podrá ser ulteriormente valorada por nosotros, pastores, si saben hacer objeto de su actividad de animación y de ilustración no sólo el momento inicial, sino también el terminal de la vida. Esto permitirá encontrar en estos movimientos un precioso aliado en condiciones de responder cada vez más incisivamente a aquel “desafío” que el nacimiento y la muerte presentan hoy a la evangelización.
Como muy bien veis, venerables hermanos, el compromiso que tenemos delante en estos tiempos del milenio es arduo, pero también sublime. La Iglesia tiene la misión histórica de ayudar al hombre moderno a recuperar el sentido del vivir y del morir, que en muchos parece hoy que se difumina. Una vez más, el esfuerzo por la evangelización con miras a la salvación eterna se revela determinante para la auténtica promoción del hombre sobre la tierra. El cristianismo, que en un tiempo ha ofrecido a la Europa en formación los valores ideales sobre cuya base debía construir la propia unidad, tiene hoy la responsabilidad de revitalizar desde dentro una civilización que muestra síntomas de preocupante decrepitud.
A nosotros obispos, antes que a nadie, corresponde la misión de convertirnos en animadores y guías de esta reanimación espiritual: anunciando a Cristo, Señor de la vida, combatimos por el hombre, por la defensa de su dignidad, por la salvaguardia de sus derechos. Nuestra batalla es una batalla no solamente en favor de la fe, sino en favor de la civilización.
Confortados por esta conciencia, venerables hermanos, prosigamos con impulso renovado en nuestro compromiso apostólico. No dejará de estar a nuestro lado con su ayuda el Señor Jesús, a quien elevo mi oración constante por vosotros y por vuestras Iglesias, y en cuyo nombre os imparto, como señal de sincera comunión, mi afectuosa Bendición.
[DP-150 (1989), 264-266]
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2. Il tema del simposio pone un problema essenziale all’evangelizzazione e alla pastorale della Chiesa. Questa infatti si trova oggi dinanzi a una vera e propria sfida, più che in ogni altro tempo, costituita dalla nascita e dalla morte.
Se il nascere e il morire dell’uomo sono stati sempre, in un certo senso, una sfida per la Chiesa, a motivo delle incognite e dei rischi che essi portano con sè, oggi lo sono diventati anche maggiormente. In altre epoche, l’uomo si poneva davanti alla morte e alla vita con un senso di arcano stupore, di riverente timore, di rispetto che, in fondo, nasceva dal senso del sacro, insito nell’uomo. Oggi la sfida di sempre è avvertita in modo molto più vivo e radicale a causa del contesto culturale creato dal progresso scientifico tecnologico di questo nostro secolo. La civiltà unilaterale –tecnocentrica– nella quale viviamo, spinge l’uomo ad una visione riduttiva della nascita e della morte, nella quale la dimensione trascendente della persona appare offuscata, quando non addirittura ignorata o negata.
Nel corso dei vostri lavori, venerati fratelli, avete analizzato attentamente gli atteggiamenti con cui l’Europa di oggi vive gli eventi della nascita e della morte, ed avete rilevato profonde differenze rispetto al passato. La crescente “medicalizzazione” delle fasi iniziali e terminali della vita, il loro spostamento dalla casa all’istituzione ospedaliera, l’affidamento della loro questione alla decisione degli esperti, hanno portato molti europei a smarrire la dimensione di mistero che da sempre circonda tali momenti e a percepirne quasi soltanto la dimensione scientificamente controllabile. “La esperienza della vita –avete detto– non è più ontologica, ma tecnologica”. Se la diagnosi è esatta, bisogna allora dire che molte persone oggi si muovono entro un orizzonte conoscitivo privo di quegli spiragli verso la trascendenza che aprono la strada alla fede.
Inoltre, a questo aspetto preoccupante che è costituito dalla crescente tecnicizzazione dei momenti fondamentali della vita umana, si aggiunge il peso che davanti all’opinione pubblica acquista la legislazione vigente in vari paesi, e che si tenta di introdurre in altri ancora immuni, riguardante la pratica dell’aborto: talchè in vari strati della popolazione, già di per sè attratta dai falsi miraggi dell’edonismo consumistico e permissivo, si consolida l’opinione che, ormai, è lecito ciò che è possibile e autorizzato dalla legge.
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3. È evidente che tutto ciò costituisce un grave problema per l’azione pastorale della Chiesa, il cui compito è di annunziare la presenza amorosa di Dio nella vita dell’uomo, una presenza che non solo crea la vita al suo inizio, ma anche la ricrea lungo il suo corso con la grazia redentrice, per accoglierla alla fine nell’abbraccio beatificante della comunione trinitaria. S’impone pertanto, anche e soprattutto da questo punto di vista, l’urgente necessità di un’opera di profonda rievangelizzazione di questa nostra Europa, che a volte sembra aver perso il contatto con le sue stesse origini cristiane.
Per la verità non mancano, nell’odierno contesto socio-culturale, precisi segni di ripensamento circa il modo in cui nascita e morte vengono percepite e vissute: in cerchi sempre più larghi dell’opinione pubblica si notano perplessità circa la crescente tecnicizzazione a cui è sottoposto lo sbocciare della vita, e si registrano reazioni a un’invadenza della medicina nell’ultima sua fase, che finisce per sottrarre al morente la sua stessa morte.
L’uomo infatti, per quanto faccia, non riuscirà mai a staccarsi “fondamentalmente” dalla realtà ontica della sua natura di essere creato: così non potrà annullare il fatto della Redenzione operata da Cristo e della conseguente chiamata a partecipare con lui alla pienezza della vita dopo la morte. Egli, tuttavia, può cercare di vivere e comportarsi come se non fosse stato creato e redento (o, addirittura, come se Dio non esistesse). Questa è, precisamente, la situazione con la quale la Chiesa si deve misurare nell’ambito della civiltà occidentale; questo il contesto umano, nel quale essa deve affrontare ldell’annuncio evangelico.
La questione della nascita e della morte ha, qui, un’importanza-chiave. Proprio per questo la “sfida” all’evangelizzazione, che essa contiene, deve ritenersi decisiva. Il modo in cui oggi è vissuta la realtà della nascita e della morte si proietta, infatti, su tutto l’insieme della vita dell’uomo, sulla sua stessa concezione dell’essere e dell’agire in relazione a una norma morale certa e oggettiva.
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4. Di conseguenza, nell’affrontare tale “sfida”, l’evangelizzazione non potrà che porsi nella prospettiva globale della vicenda umana. Certo, la nascita e la morte hanno sempre una loro dimensione concreta e irrepetibile: l’esistenza dell’uomo e in tale contesto più ampio devono essere capite e valutate.
La Chiesa ha a sua disposizione l’unica misura valida per interpretare tali momenti decisivi della vita umana ed affrontarne l’evangelizzazione in modo globale. E questa misura è Cristo, il Verbo di Dio incarnato: in Cristo nato, morto e risorto la Chiesa può leggere il vero senso, il senso pieno, del nascere e del morire di ogni essere umano.
Già Pascal annotava: “Non soltanto noi conosciamo Dio attraverso Gesù Cristo, ma non conosciamo noi stessi che per mezzo di Gesù Cristo, e solo mediante Lui la vita e la morte. Fuori di Gesù Cristo non sappiamo che cosa siano vita e morte, Dio, noi stessi” (1). È un’intuizione che il Concilio Vaticano II ha espresso con parole meritatamente famose: “Solamente nel mistero del Verbo incarnato trova vera luce il mistero dell’uomo... Cristo, che è il nuovo Adamo, proprio rivelando il mistero del Padre e del suo amore svela anche pienamente l’uomo all’uomo e gli fa nota la sua altissima vocazione” (2).
Ammaestrata da Cristo, la Chiesa ha il compito di portare l’uomo di oggi a riscoprire la piena verità su se stesso, per ricuperare così il giusto atteggiamento nei confronti della nascita e della morte, i due eventi entro i quali si inscrive l’intera sua vicenda sulla terra. Dalla retta interpretazione di tali eventi dipende, infatti, l’orientamento che verrà impresso alla vita concreta di ogni uomo e, in definitiva, la sua riuscita o il suo fallimento.
1. Pensées, 548.
2. Gaudium et spes, 22.
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5. La Chiesa deve, in primo luogo, ridire all’uomo di oggi la piena verità sul suo essere creatura venuta all’esistenza come frutto di un dono di amore. Da parte di Dio, innanzitutto: l’ingresso di un nuovo essere umano nel mondo non avviene, infatti, senza che Dio vi si coinvolga direttamente mediante la creazione dell’anima spirituale: ed è l’amore soltanto che lo muove a porre nel mondo un nuovo soggetto personale, al quale egli di fatto intende offrire la possibilità di condividere la sua stessa vita. Alla medesima conclusione si giunge guardando le cose dal punto di vista umano: lo sbocciare della nuova vita, infatti, dipende dall’unione sessuale dell’uomo e della donna, la quale ha la sua piena verità nel dono interpersonale che i coniugi fanno reciprocamente di se stessi. Il nuovo essere si affaccia alla ribalta della vita grazie ad un atto di donazione interpersonale, di cui egli costituisce il coronamento: un coronamento possibile, ma non scontato. L’eco psicologica di ciò si ha nel sentimento di attesa dei genitori, che sanno di poter sperare, ma non pretendere il figlio. Questi, se è frutto della loro reciproca donazione di amore, è, a sua volta, un dono per ambedue: un dono che scaturisce dal dono!
A ben guardare, questo, e questo soltanto, è il contesto adeguato alla dignità della persona, la quale non può mai essere ridotta ad oggetto di cui si dispone. Solo la logica dell’amore che si dona, non quella della tecnica che fabbrica un prodotto, si addice alla persona, perchè solo la prima ne rispetta la superiore dignità. La logica della produzione, infatti, pone un essenziale salto di qualità tra colui che presiede al processo produttivo e ciò che da tale processo risulta: se il “risultato” è, di fatto, una persona, non una cosa, bisogna concludere che la persona stessa non è, in tal modo, riconosciuta nella sua specifica e irriducibile dignità personale.
Questa verità la Chiesa deve ricordare con materna sollecitudine all’uomo di oggi. I sorprendenti progressi scientifici della genetica e della biogenetica, infatti, lo tentano con la prospettiva di risultati straordinari per perfezione tecnica, ma viziati in radice dalla loro collocazione entro la logica della fabbricazione di un prodotto e non della procreazione di una persona.
E questo la Chiesa deve ricordare all’uomo contemporaneo con impegno tanto maggiore in quanto essa sa che Dio chiama il nuovo essere non solo a nascere alla dignità di uomo, ma anche a rinascere a quella di figlio suo nel Figlio unigenito. La prospettiva dell’adozione divina, che nell’attuale economia della salvezza è riservata ad ogni essere umano, sottolinea in modo singolarmente eloquente l’altissima dignità della persona, interdicendone qualsiasi strumentalizzazione, che la degraderebbe a semplice oggetto, contravvenendo a tale sua trascendente destinazione.
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6. E anche per quanto concerne la morte, la Chiesa ha la sua parola, capace di gettare luce sul valico oscuro, che tanta apprensione suscita nell’uomo: e questo, perchè essa ha la Parola, il Verbo di Dio incarnato, il quale ha assunto su di sè, non solo la vita, ma anche la morte dell’uomo. Cristo ha oltrepassato quel valico e già sta, col suo corpo vivo di risorto, sull’altra sponda, la sponda dell’eternità. Guardando a lui, la Chiesa può proclamare con gioiosa certezza: “Il Figlio di Dio, unendo a sè la natura umana e vincendo la morte con la sua morte e risurrezione, ha redento l’uomo e l’ha trasformato in una nuova creatura” (3).
Fino alla fine dei secoli la morte di Cristo, insieme con la sua Risurrezione, starà ormai al centro dell’annuncio missionario, tramandato di bocca in bocca a partire dalla prima generazione cristiana: “Vi ho trasmesso –sono parole di Paolo– quello che io stesso ho ricevuto, cioè che Cristo è morto per i nostri peccati, secondo le Scritture, che fu sepolto, che risuscitò...” (4). La morte di Gesù è stata una morte liberamente assunta, in un atto di suprema oblazione di sè al Padre, per la Redenzione del mondo (5).
Nella luce del mistero pasquale, il cristiano è in grado ormai di interpretare e di vivere la sua morte in prospettiva di speranza: la morte di Cristo ha rovesciato il significato anche della sua morte. Questa, pur essendo frutto del peccato, può essere da lui accolta in atteggiamento di amorosa –e, come tale, libera– adesione alla volontà del Padre, e quindi come prova suprema di obbedienza, in conformità con l’obbedienza stessa di Cristo: un atto capace di espiare, in unione con la morte di lui, le molteplici forme di ribellione poste in essere durante la vita.
Il cristiano, che accoglie in tal modo la propria morte e, riconoscendo la propria condizione di creatura come anche le proprie responsabilità di peccatore, si consegna fiduciosamente nelle mani misericordiose del Padre (In manus tuas, Domine...), raggiunge il culmine della propria identità umana e cristiana e realizza il compimento definitivo del proprio destino.
3. Lumen gentium, 7.
4. 1Cor. 15,3-4.
5. Cfr. Gv. 15,13; 1Gv 3,16.
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7. Venerati fratelli! La Chiesa, chiamata a testimoniare Cristo in Europa alle soglie del terzo millennio, deve trovare i modi concreti per portare questa buona Novella a quanti, nel vecchio continente, mostrano di averlo smarrito. Gli insegnamenti di san Paolo sul Battesimo, e sul mistero di morte e di vita che in esso si compie, offrono spunti illuminanti per un’azione evangelizzatrice, sulla cui urgenza non è necessario insistere. Occorre tornare alla spiegazione di quella dottrina, farla comprendere e vivere soprattutto alle nuove generazioni e trarne le conseguenze per la vita cristiana di ogni giorno, come nei primi secoli hanno fatto i padri della Chiesa in catechesi sempre ricche e sempre attuali.
Al tempo stesso, sarà importante far capire a tutti che, se la Chiesa difende la vita umana dal suo primo inizio sino al suo termine naturale, non lo fa soltanto per obbedire alle esigenze della fede cristiana, ma perchè si sa interprete di un obbligo che trova eco nella coscienza morale dell’umanità intera. Proprio per questo la società civile, che è responsabile del bene comune, ha il dovere di garantire, mediante la legge, il diritto alla vita per tutti e il rispetto di ogni vita umana fino al suo ultimo istante.
Un aiuto efficace in questo campo potrà venire dai “Movimenti per la vita”, che vanno provvidenzialmente moltiplicandosi in ogni parte d’Europa e del mondo. Il loro contributo, già tanto benemerito, potrà essere ulteriormente valorizzato da noi Pastori, se essi sapranno fare oggetto della loro attività di animazione e di illustrazione non solo il momento iniziale, ma anche quello terminale della vita. Ciò consentirà di trovare in questi movimenti un prezioso alleato in modo da rispondere sempre più incisivamente a quella “sfida”, che la nascita e la morte portano oggi all’evangelizzazione.
Come ben vedete, venerati fratelli, l’impegno che ci sta dinanzi in questo scorcio di millennio è arduo, ma anche esaltante. La Chiesa ha il compito storico di aiutare l’uomo contemporaneo a ricuperare il senso del vivere e del morire, che in molti casi sembra oggi sfuggirgli. Ancora una volta, lo sforzo per l’evangelizzazione in vista della salvezza eterna si rivela determinante per l’autentica promozione dell’uomo sulla terra. Il cristianesimo, che un tempo ha offerto all’Europa in formazione i valori ideali sulla cui base costruire la proprio unità, ha oggi la responsabilità di ri-vitalizzare dall’interno una civiltà che mostra sintomi di preoccupante decrepitezza.
A noi Vescovi, prima che ad ogni altro, spetta il compito di farci animatori e guide di questa ripresa spirituale: annunciando Cristo, Signore della vita, noi combattiamo per l’uomo, per la difesa della sua dignità, per la tutela dei suoi diritti. La nostra è una battaglia non solo per la fede, ma per la civiltà.
Confortati da questa consapevolezza, venerati fratelli, proseguiamo con slancio rinnovato nel nostro impegno apostolico. Non mancherà di esserci accanto con il suo aiuto il Signore Gesù, a cui elevo la mia costante preghiera per voi e per le vostre Chiese e nel nome del quale vi imparto, quale segno di sincera comunione, la mia affettuosa benedizione.
[Insegnamenti GP II, 12/2, 942-948]