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[1384] • JUAN PABLO II (1978-2005) • PROTECTORES, NO DESTRUCTORES, DE LA VIDA

Homilía en la Misa, con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Paz, 1  enero 1990

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1. “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

El día 1 de enero la Iglesia concluye la octava de Navidad, venerando la maternidad de la Virgen María. Las palabras del Evangelio de Lucas ponen especialmente de relieve la dimensión interior de su maternidad. Esas palabras son hoy muy importantes para la Iglesia. A lo largo de la octava, la Iglesia ha meditado el misterio del nacimiento del Hijo de Dios en Belén. Hoy recuerda a Aquella que fue la primera en meditar en su corazón este misterio. Pues, como enseña el Concilio Vaticano II, “María avanzó”, precediendo a todo el Pueblo de Dios, “en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo” (cfr. Lumen gentium, 58). Y este avanzar de María comenzó en Belén.

Comienza en el corazón de la Madre, y allí continúa sin pausa. Toda madre vive, de modo especial, del recuerdo de haber dado a luz un niño. Este nacimiento vive en ella; ella lo conserva en su corazón. Y ¿qué pensar, entonces, de este nacimiento, único, en el que vino al mundo el Hijo de Dios?

La Iglesia recuerda hoy la dimensión interior de la maternidad, y así venera al mismo tiempo el misterio de la Encarnación y la extraordinaria dignidad de la Madre-Virgen.

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2. El misterio de la Encarnación es un nuevo principio en la historia de la salvación. Y es también un nuevo principio en la historia del hombre y de la creación. El Apóstol Pablo define este nuevo principio como “la plenitud de los tiempos”. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4, 4-5).

Lo que permanece en el vivo recuerdo de María –y al mismo tiempo en el vivo recuerdo de la Iglesia–no es el acontecimiento de una sola vez, un acontecimiento “cerrado”. El nacimiento de Dios está abierto al hombre de todos los tiempos. En él se revela y se plasma la adopción como hijos de Dios, que pasa a todos los seres humanos: “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 14, 12). Las palabras del prólogo de Juan, recordadas a lo largo de la octava de Navidad, dan testimonio de la continua duración del misterio iniciado la noche de Belén.

¡Sí! El Hijo de Dios se ha hecho hombre solamente una vez; solamente una vez nació de María la Virgen, y, sin embargo, la filiación divina es una herencia continua del hombre.

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3. De esta herencia habla también el Apóstol Pablo. Es la obra incesante del Espíritu Santo: el fruto de su acción en nosotros. “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4, 6-7).

La Iglesia conserva esta herencia, es su guardiana y administradora en la tierra. Por eso, fija constantemente los ojos en el misterio de la Encarnación. Y desea contemplarlo con los ojos de María, participar en su recuerdo. En ninguna otra creatura el Nacimiento está inscrito tan profundamente como en Ella, pues se identifica con su maternidad. La maternidad humana de esta “Mujer” es, al mismo tiempo, la maternidad divina. Aquél que fue dado a luz por Ella es, en realidad, el Hombre-Dios.

María “creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre... dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno”, como dice el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 63).

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4. Este día de la octava es, por tanto, la fiesta de la herencia divina, en la que participan todos los hombres. La filiación divina, como don del Espíritu Santo en el hombre, penetra toda la herencia de la humanidad, de la naturaleza humana; más aún, toda la herencia de la misma creación, pues el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y ha sido puesto en el mundo visible en medio de todas las creaturas.

Si la Iglesia celebra hoy, en la octava de Navidad, la Jornada mundial de la Paz es porque existe en este hecho una profunda lógica de fe. En efecto, la paz exige una especial responsabilidad del hombre respecto a toda la creación.

El mensaje pontificio para el Año Nuevo pone de relieve en particular esta responsabilidad: “Paz con Dios Creador, paz con toda la creación”. El mensaje del Evangelio de la paz hace referencia de forma constante, y siempre de nuevo, al mandamiento “no matarás”. No matarás a otro hombre, no matarás desde el momento de su concepción en el seno de la madre. ¡No matarás! No limitarás la existencia humana sobre la tierra con el método de la lucha: de la violencia, del terrorismo, de la guerra, de los medios de exterminio de masas. No matarás, porque toda vida humana es herencia común de todos los hombres.

Y además: no matarás, destruyendo de diversas maneras tu ambiente natural. Este ambiente pertenece, asimismo, a la común herencia de todos los hombres, no sólo a las generaciones pasadas y contemporáneas sino también a las futuras. ¡Has de favorecer la vida, no destruirla! El primer día del año nuevo exige una referencia especial a esta herencia. La herencia de los hijos de Dios por adopción está estrechamente ligada al imperativo de la paz.

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5. Hoy no sólo es el primer día del año nuevo 1990, sino que también es el primer día del nuevo decenio. Ésta es la última década de los años del siglo veinte, y al mismo tiempo la última del segundo milenio del nacimiento de Cristo.

La Iglesia vuelve a Belén, a donde los pastores “fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16). A lo largo de los años sucesivos, la Iglesia no cesa de pedir a la Madre de Dios que se mantenga especialmente cercana para recordar el misterio que Ella conservaba meditándolo en su corazón (cfr. Lc 2, 19).

En el umbral del último decenio de nuestro siglo y del segundo milenio, deseamos participar de modo especial en este recogimiento materno de María sobre el misterio de su Hijo nacido, crucificado y resucitado. En Él se renueva constantemente la “adopción como hijos” de Dios de todos los hombres. Toda la creación la espera como herencia terrena del hombre, llamado a la gloria eterna en Cristo.

[E 50 (1990), 112-113 ]