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[1392] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA CRISTIANA EN LOS PLANES DE DIOS

Discurso Una mujer, a los Esposos cristianos, durante la celebración de la  Palabra en Chihuahua (México), 10 mayo 1990

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“Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron” (1).

1. Una mujer de la muchedumbre que seguía a Jesús de Nazaret, una de aquellas que escuchaban sus enseñanzas, expresó con estas palabras su veneración hacia el Maestro y su Madre.

No es posible separar al Hijo de la Madre ni a la Madre del Hijo. También en las nuevas generaciones de discípulos seguidores de Cristo, van juntos el amor a Él y la veneración y amor a su Madre Santísima. Lo estamos viendo y comprobando en esta noble tierra, que tiene en el amor a Santa María de Guadalupe su centro espiritual, donde todos los mexicanos se sienten miembros de una gran familia.

Esta misma Madre, María, es la que ha traído al mundo a Cristo, el cual se hizo hombre para que nosotros, hijos e hijas del género humano, recibiésemos la adopción de hijos de Dios. Por eso, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., para que recibiéramos la filiación adoptiva” (2). Ante este admirable e irrepetible acontecimiento, en verdad podemos repetir con el salmista: “Se alegra mi corazón, el Señor es la parte de mi herencia” (3).

1. Lc. 11, 27

2. Gal. 4,4-5.

3. Sal 16 (15), 5.

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2. Al nacer de mujer y en una familia, el Hijo de Dios ha santificado la familia humana. Por eso, nosotros veneramos como santa a la Familia de Nazaret, en cuyo seno “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (4).

Esta familia a la que veneramos y llamamos Sagrada Familia, permanecerá para siempre como modelo eximio para ser imitado por todas las familias cristianas, aquí y en todas partes, pues el núcleo familiar es aquel espacio en el que se despliega la abundante gracia de Dios, que nos hace renacer en el bautismo.

Queridos hermanos y hermanas: es para mí motivo de gran alegría celebrar esta liturgia de la Palabra con las familias de la comunidad cristiana de Chihuahua, junto con su arzobispo, monseñor Adalberto Almeida Merino, su coadjutor, monseñor José Fernández Arteaga, el presbiterio, los religiosos, religiosas y fieles todos. Mi cordial saludo se dirige igualmente a cuantos, junto con sus pastores, han venido aquí desde las diócesis vecinas: Ciudad Juárez, Torreón, Ciudad Madera, Nuevo Casas Grandes, Tarahumara, Hermosillo, Tijuana y de otros lugares del norte del país.

De modo especial, mi saludo y felicitación en el Día de las Madres se dirige a todas y a cada una de las madres mexicanas. La maternidad es un don sublime que la Iglesia exalta. ¿Cómo no habría de hacerlo si cree y reconoce el inicio de la salvación, de su propia existencia, en la maternidad virginal de María Santísima, que engendró a Cristo?

4. Lc. 2,52.

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3. Queremos contemplar ahora el profundo significado que asume la familia cristiana en los planes de Dios. A ello nos impulsa una vez más la preocupación que sentimos todos en nuestra mente y en nuestro corazón por el mundo de hoy en el que, con frecuencia, la familia está siendo atacada de mil formas diversas. Sabemos de sobra que a medida que se va debilitando el verdadero amor se oscurece también la misma identidad del ser humano. Por ello, siento personalmente la necesidad de repetir lo que ya dije con sincero convencimiento al comienzo de mi pontificado: “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (5).

La grandeza y la responsabilidad de la familia está en ser la primera comunidad de vida y amor; el primer ambiente donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios. Por ello, a los padres cristianos os toca formar y mantener un hogar en el que germine y madure la profunda identidad cristiana de vuestros hijos: el ser hijos de Dios. Pero vuestro amor de padres podrá hablar de Dios a vuestros hijos sólo si antes vuestro amor de esposos es vivido, en la santidad y en la apertura a la fecundidad de la unión matrimonial.

5. Redemptor hominis, 10.

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4. El amor existente entre los esposos cristianos es una realidad santa y noble. La acción del Espíritu Santo en vuestras personas cuando estáis en gracia os ayudará a entregaros mutuamente, con aquella generosidad sin medida con que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (6).

Al hablar hoy a las familias católicas de Chihuahua y de México, en este “Día de las Madres” deseo rendir homenaje a la madre, a las mujeres mexicanas y a las de toda América Latina. Con razón se ha dicho que la mujer ha desempeñado un papel providencial en la conservación de la fe de este querido continente.

La experiencia diaria nos muestra que a una esposa cristiana corresponde de ordinario una familia en la que permanece vivo el amor a Dios, la práctica de la vida sacramental y del amor del prójimo. Asimismo la armonía, serenidad y alegría de la vida de familia dependen en gran medida de la mujer, esposa y madre quien, con su intuición, su tacto, su afecto, su paciencia, su generosidad, suaviza asperezas y tensiones. Ella levanta los ánimos decaídos y ofrece un puerto acogedor en el cual refugiarse cuando afloran los problemas en cualquier edad de la vida.

No ignoro el papel a veces heroico que las esposas mexicanas han representado en la vida familiar. Por ello, quiero recordar también a los esposos el grave deber que les incumbe de colaborar en las cargas del hogar con su trabajo, no dilapidando el salario, que es un bien para toda la familia, siendo al mismo tiempo fieles a su esposa con un amor único e indiviso, mostrando verdadero afecto y dedicación en la educación de los hijos. ¡La familia se conserva y fortalece gracias al amor!

6. Ef 5,25.

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5. En una sociedad tantas veces marcada por signos de muerte y desamor como la violencia, el aborto, la eutanasia, la marginación de minusválidos y personas pobres y no útiles, la mujer está llamada a mantener viva la llama de la vida, el respeto al misterio de toda nueva vida. Por esto he querido poner de relieve, en la Carta Apostólica “Mulieris Dignitatem”, que a la mujer “Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano”; en virtud de su vocación al amor, “la mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás”.

Esta perspectiva adquiere más amplias dimensiones a la luz de la primera lectura bíblica que hemos escuchado y que alude a aquella mujer, María, de la cual nació Jesús (7). En efecto, “la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el hecho mismo de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su femineidad y para llevar a cabo su verdadera promoción” (8).

7. Cfr. Gal 4,4.

8. Redemptoris Mater, 46.

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6. Aunque rico en bienes y promesas, el matrimonio cristiano es una realidad exigente. Requiere, sobre todo, fidelidad en el amor, generosidad y abnegación. Al mismo tiempo, debe haber siempre una apertura al don de la vida. En este sentido, queridos esposos y esposas que me escucháis, habéis de pensar que si en la unión conyugal se elimina artificialmente la posibilidad de concebir el hijo, los esposos se cierran a Dios y se oponen a su voluntad. Además, el esposo y la esposa se cierran el uno al otro, ya que rechazan la mutua entrega en la paternidad y la maternidad, reduciendo la unión conyugal en ocasión de satisfacer el egoísmo de cada uno.

Los hijos, en efecto, mantienen vivo el sentido de vuestra unión matrimonial; rejuvenecen a la vez el matrimonio y el amor mutuo de los padres. El hijo, en la familia, es una bendición de Dios. Así lo entiende la sana tradición de vuestras familias, que se abren generosamente al don de la vida. A este respecto, deseo recordar también a los padres, el deber moral que tienen de cuidar y velar por sus hijos, sobre todo cuando son pequeños y débiles.

La sociedad es cada día más sensible sobre los derechos del niño. Incluso se ha elaborado una Carta de los Derechos del Niño. Sin embargo, el niño está expuesto todavía a no pocos males: el egoísmo de una parte de la sociedad que atenta contra su vida antes de nacer, con la práctica del aborto; la insuficiente alimentación, que puede afectar todo su futuro desarrollo; la falta de afecto, los malos tratos con diversas formas de violencia; cuando no el delito de abuso de menores y el crimen de introducirlos en la espiral de la droga. A quienes se comportan así va dirigida la advertencia de Cristo: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino, y lo hundan en lo profundo del mar” (9).

Cuando la Iglesia os recuerda a vosotros, padres y madres de familia, así como a los responsables de la sociedad, los deberes morales respecto al niño, está aplicando el precepto del maestro: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los cielos” (10).

La misma Iglesia os recuerda en tantas ocasiones el deber que tenéis de educar a vuestros hijos, no sólo en lo cultural y social, sino también en la fe y en la vida cristiana, en las virtudes humanas y cívicas (11).

Es cierto que en la educación de los hijos contáis con la colaboración de otras personas: los maestros en las escuelas, los sacerdotes de vuestras parroquias, los catequistas. Pero no olvidéis nunca que vuestros hijos dependen primordialmente de vosotros. No olvidéis que su felicidad temporal, y no pocas veces, hasta su felicidad eterna, dependerán de vuestro ejemplo y de vuestras enseñanzas. Rezando con vuestros hijos, meditando con ellos la Palabra de Dios, acompañándolos en la Eucaristía y en los demás sacramentos, llegaréis a ser plenamente padres: habréis conseguido engendrarles no sólo a la vida corporal, sino también a la vida eterna en Cristo.

9. Mt. 18,5-6.

10. Mt. 19,14.

11. Cfr. Lumen gentium,35 y 41 [1964 11 21ª/ 35 y 41].

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7. La familia ha de ser también el ámbito donde los jóvenes sean educados en la virtud de la castidad. Ella ha de ser la primera escuela de vida para los hijos, preparándolos para la responsabilidad personal en todos sus aspectos, incluidos los que se refieren a los problemas de la sexualidad. La educación para el amor, como don de sí mismo, es premisa indispensable para una educación sexual clara y delicada que los padres están llamados a realizar.

Dios ha querido que el don de la vida surja en esa comunidad de amor que es el matrimonio, y quiere que los hijos conozcan la naturaleza de ese don en el clima del amor familiar. Los padres cristianos tienen el derecho y el deber de formar a sus hijos también en este aspecto. Es lógico que, incluso en este campo, reciban la ayuda de otras personas. Pero la Iglesia recuerda la ley de la subsidiariedad, que la escuela o cualquier otra entidad debe observar también cuando coopera con los padres en la educación sexual, de modo que sea impartida de acuerdo con el espíritu querido por los padres (12).

Como señala la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”: “En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el ‘significado esponsal’ del cuerpo”. Una información sexual que prescindiera de los valores morales constituiría un empobrecimiento de la persona y contribuiría a oscurecer su dignidad.

12. Cfr. Familiaris consortio, 37 [1981 11 22/ 37].

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8. La familia ha recibido de Dios la misión de ser “la célula primaria y vital de la sociedad” (13). Como en un tejido vivo, la salud y la fuerza de la sociedad depende de la salud y fuerza de las familias que la integran. Por ello, la defensa y promoción de la familia es también defensa y promoción de la sociedad misma. Consiguientemente, ha de ser ésta la primera interesada en el desarrollo de una cultura que tenga como base la familia.

Son muchos los campos en que la sociedad civil puede favorecer la institución familiar, reforzando su estabilidad y tutelando sus derechos. En particular, desearía referirme al derecho de los padres a educar libremente a sus hijos, de acuerdo con sus propias convicciones y a poder contar con escuelas en que se imparta esa educación.

En contraste con este derecho humano natural reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la legislación de algunos países todavía existen serios límites a su ejercicio y aplicación. Frente a situaciones de este tipo, los padres de familia pueden pedir individualmente, e incluso asociadamente exigir a las autoridades, el respeto y la actuación de los propios derechos, como primeros y fundamentales responsables de la educación de sus hijos. No se trata de obtener privilegios; es algo debido en estricta justicia y que se debe reflejar en la legislación del país. Por tanto, es legítima la acción de las asociaciones de padres de familia que operan, a nivel nacional o internacional, cuando reclaman, dentro del orden establecido y en un diálogo respetuoso con las autoridades de la nación, el derecho a educar libremente a los hijos, según su propio credo religioso; a crear escuelas que correspondan a este derecho y a que las leyes del país reconozcan explícitamente tal derecho. Las familias cristianas serán así un potente foco de cultura cívica para los hijos y la comunidad nacional.

13. Apostolicam actuositatem, 11 [1965 11 18/ 11].

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9. “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (14), dice Jesús en el Evangelio que se ha proclamado. Una bendición semejante pedimos para todas las familias mexicanas. Para los padres, madres, hijos e hijas. Encomendemos todas las generaciones mexicanas a la Sagrada Familia de Nazaret.

Que cada familia llegue a ser “la Iglesia doméstica” en la cual, mediante el amor, maduren los nuevos hombres y mujeres en su dignidad de hijos por la adopción divina. Que en cada familia se verifique lo que el Apóstol Pablo dice en su Carta a los Gálatas: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (15).

Que cada familia de esta hermosa tierra esté abierta para acoger este Espíritu: el Espíritu de Cristo que es autor de la santificación del hombre, de los matrimonios y de las familias.

Que todos nosotros, junto con Cristo, podamos gritar con este Espíritu: ¡Abbá, Padre! Amén.

[AAS 82 (1990), 1428-1434]

14. Lc. 11,28.

15. Gal. 4,6.

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra