[1400] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL RESPETO A LA DIGNIDAD PERSONAL Y EL DERECHO A LA VIDA DESDE LA CONCEPCIÓN
Mensaje These simple words, al Secretario General de la O.N.U., 22 septiembre 1990
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A su excelencia Javier Pérez de Cuéllar, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, con ocasión de la Cumbre Mundial para los Niños.
[1.–] “Tus hijos serán como renuevos de olivo alrededor de tu mesa” (Sal 128, 3).
Estas sencillas palabras del salmista se refieren a los niños como una gran bendición de Dios y una fuente de gran alegría para la familia.
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[2.–] Inspirada por esta visión de la vida humana, la Santa Sede apoya la Cumbre Mundial para los Niños como una importante expresión y consolidación del creciente interés que la opinión pública y los Estados han mostrado sobre la necesidad de hacer mucho más aún para salvaguardar el bienestar de los niños del mundo, proclamar los derechos del niño y proteger estos mismos derechos mediante acciones culturales y legislativas que respeten la vida humana como un valor en sí, independientemente del sexo, origen étnico, nivel social o cultural, de la convicción política o religiosa. No pudiendo participar personalmente en la Cumbre, deseo hacer llegar un saludo caluroso a usted, señor secretario general, y a los distinguidos jefes de Estado y de Gobierno presentes. Con la convicción de que los avances de la raza humana son signo de la grandeza de Dios y de la realización de su designio misterioso, invoco ardientemente el auxilio divino sobre sus deliberaciones.
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[3.–] Me complace manifestar el aprecio de la Iglesia Católica por todo lo que se ha hecho y se hace bajo los auspicios de las Naciones Unidas y sus agencias especializadas para garantizar la supervivencia, la salud, la protección y el desarrollo integral de los niños, los más indefensos de nuestros hermanos y hermanas, los más inocentes y dignos hijos e hijas de nuestro único Padre celestial. La pronta adhesión de la Santa Sede a la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, concuerda con la tradición bimilenaria de la Iglesia Católica de servicio a los necesitados, material o espiritualmente, en particular a los miembros más débiles de la familia humana, entre los cuales los niños han recibido siempre una atención especial. En el Niño de Belén los cristianos contemplan la unicidad, la dignidad y el anhelo de amor de cada niño. En el ejemplo y la enseñanza de su Fundador, la Iglesia percibe el mandato de dedicar un cuidado especial a las necesidades de los niños (cfr. Mc 10, 14); además, en la visión cristiana, nuestro modo de tratar a los niños viene a ser como una medida de nuestra fidelidad a Dios mismo (cfr. Mt 18, 5).
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[4.–] La Iglesia tiene una viva percepción de la enorme carga de sufrimiento e injusticia que pesa sobre los niños del mundo. En el desempeño de mi ministerio y durante mis peregrinaciones pastorales, he sido testigo de la desgarradora tragedia de millones de niños en los diversos continentes. Ellos son los más vulnerables, porque son los que menos pueden hacer oír su voz. Mi contribución a esta Cumbre, señor secretario general, se propone reforzar, ante esa magna asamblea, la insistente súplica, con frecuencia sin palabras, pero no menos legítima, que los niños del mundo dirigen a quienes tienen los medios y la responsabilidad de proporcionarles un futuro mejor.
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[5.–] Los niños del mundo piden amor. En este caso, el amor representa la verdadera preocupación de un ser humano por el otro, por el bien que cada uno le debe al otro en el vínculo de nuestra común humanidad. Un niño no puede sobrevivir física, psicológica y espiritualmente sin la solidaridad que nos hace responsables de todos, una responsabilidad que asume una intensidad particular en el amor abnegado de los padres para con sus hijos. La Santa Sede atribuye un significado particular al hecho de que la Convención reconoce el papel insustituible de la familia en fomentar el desarrollo y el bienestar de sus miembros. La familia es la célula primera y vital de la sociedad por su servicio a la vida y porque es la primera escuela de las virtudes sociales, que son el principio animador de la existencia y el desarrollo de la sociedad misma. El bienestar de los niños del mundo, por lo tanto, depende mucho de las medidas que tomen los Estados para apoyar y ayudar a las familias a cumplir sus funciones de transmitir la vida y dar información.
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[6.–] Los niños del mundo piden un mayor respeto hacia su inalienable dignidad individual y su derecho a la vida desde el primer momento de su concepción, incluso ante circunstancias difíciles o taras personales. Cada individuo prescindiendo de que sea pequeño o aparentemente insignificante en términos utilitarios lleva la huella de la imagen y semejanza del Creador (cfr. Gn 1, 26). Las políticas y las acciones que no reconocen esa condición única de dignidad innata no pueden conducir a un mundo más justo y humano, ya que se oponen a los verdaderos valores que determinan las categorías morales objetivas y que forman la base de razonables juicios morales y de acciones correctas. La Convención Internacional sobre los Derechos del Niño constituye una declaración de prioridades y obligaciones que pueden servir como punto de referencia y estímulo para una acción en pro de los niños en todas partes. La Santa Sede, complacida, se adhirió a la Convención y la apoya en el supuesto de que los fines, los programas y las acciones que resulten de ella respetarán las convicciones morales y religiosas de aquéllos a quienes están dirigidas, en particular las convicciones morales de los padres respecto a la transmisión de la vida, sin forzarles a recurrir a medios moralmente inaceptables, así como su libertad en lo referente a la vida religiosa y a la formación de sus hijos. Los niños, que deberán aprender a ayudar al prójimo, deben aprender la realidad de las relaciones de ayuda mutua en la familia misma, en donde ha de haber un respeto profundo por toda vida humana, tanto no nacida como nacida, y donde ambos, la madre y el padre, tomen conjuntamente decisiones responsables en el ejercicio de su paternidad. Durante el Año Internacional del Niño en 1979 tuve la oportunidad de dirigirme a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Hoy repito, con mayor énfasis, la convicción y la esperanza que manifesté en aquella ocasión: “Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro de modo diverso, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud, es la verificación primera y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Por esto, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la Humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los derechos del hombre llegue a ser una realidad plena?” (Discurso ante las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, núm. 21).
Que Dios Todopoderoso guíe a esta Cumbre a establecer un sólido fundamento jurídico para el logro de esta realidad.
[E 50 (1990), 1917-1919]
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To His Excellency Javier Pérez de Cuéllar
Secretary General of the United Nations Organization
on the occasion of the World Summit for Children
[1.–] “Your children will be like olive shoots around your table” (1).
These simple words of the Psalmist speak of children as a great blessing from God and a source of intense joy for the family.
1. Sal 128, 3.
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[2.–] Inspired by this positive view of human life, the Holy See applauds the World Summit for Children as an important expression and consolidation of the increased awareness which has been shown by public opinion and States regarding the need to do much more to safeguard the well-being of the world’s children, to enunciate the rights of the child and to protect those rights through cultural and legislative actions imbued with respect for human life as a value in itself, independently of sex, ethnic origin, social or cultural status, or political or religious conviction. Not being able personally to take part in the Summit, I extend warmest greetings to you, Mr Secretary General, and to the distinguished Heads of State and of Government present. Confident that the achievements of the human race are a sign of God’s greatness and the fulfilment of his mysterious design, I ardenty invoke divine light and wisdom upon your deliberations.
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[3.–] I am pleased to express the appreciation of the Catholic Church for all that has been and is being done under the auspices of the United Nations and its Specialized Agencies to guarantee the survival, health, protection and integral development of children, the most defenceless of our brothers and sisters, the most innocent and deserving sons and daughters of our common Father in heaven. The Holy See’s prompt accession to the Convention on the Rights of the Child adopted by the United Nations General Assembly on November 20, 1989 accords with the Catholic Church’s bi-millenary tradition of service to those in material or spiritual need, especially the weaker members of the human family, among whom children have always received special attention. In the Child of Bethlehem, Christians contemplate the uniqueness, the dignity and the need for love of every child. In the example and teaching of her Founder, the Church perceives a mandate to devote special care to the needs of children (2); indeed, in the Christian view, our treatment of children becomes a measure of our fidelity to the Lord himself (3).
2. Cfr. Mc 10,14
3. Cfr. Mt 18,5.
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[4.–] The Church has a vivid perception of the immense burden of suffering and injustice borne by the children of the world. In my own ministry and pastoral journeys, I am a witness of the heartbreaking plight of millions of children on every continent. They are most vulnerable because they are least able to make their voice heard. My contribution to this Summit, Mr Secretary General, is meant to reinforce before this powerful Assembly the often wordless but no less legitimate and insistent appeal which the children of the world address to those who have the means and the responsibility to make better provision for them.
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[5.–] The children of the world cry out for love. In this case love stands for the real concern of one human being for another, for the good that each owes to the other in the bond of our common humanity. A child cannot survive physically, psychologically and spiritually without the solidarity which makes us all responsible for all, a responsibility which assumes particular intensity in the self-giving love of parents for their offspring. The Holy See attributes particular significance to the fact that the Convention recognizes the irreplaceable role of the family in fostering the growth and well-being of its members. The family is the first and vital cell of society because of its service to life and because it is the first school of the social virtues that are the animating principle of the existence and development of society itself. The well-being of the world’s children, therefore, depends greatly on the measures taken by States to support and help families to fulfil their natural life-giving and formative functions.
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[6.–] The children of the world cry out for greater respect for their inalienable individual dignity and for their right to life from the first moment of conception, even in the face of difficult circumstances or personal handicap. Every individual, no matter how small or how seemingly unimportant in utilitarian terms, bears the imprint of the Creator’s image and likeness. Policies and actions which do not recognize that unique condition of innate dignity cannot lead to a more just and humane world, for they go against the very values which determine objective moral categories and which form the basis of rational moral judgments and right actions. The International Convention on the Rights of the Child constitutes a statement of priorities and obligations which can serve as a reference point and stimulus for action on behalf of children everywhere. The Holy See gladly acceded to and endorses the Convention on the understanding that goals, programmes and actions stemming from it will respect the moral and religious convictions of those to whom they are directed, in particular the moral convictions of parents regarding the transmission of life, with no urging to resort to means which are morally unacceptable, as well as their freedom in relation to the religious life and education of their children. Children who are to learn to be supportive of their fellow man must learn the reality of mutually supportive relationships in the family itself, where there is profound respect for all human life, unborn as well as born, and where both mother and father jointly make responsible decisions regarding the exercise of their parenthood. During the International Year of the Child in 1979 I had the opportunity of addressing the UN General Assembly. I repeat today, with increased emphasis, the conviction and hope I manifested at that time: “No country on earth, no political system can think of its own future otherwise than through the image of these new generations that will receive from their parents the manifold heritage of values, duties and aspirations of the nation to which they belong and of the whole human family. Concern for the child, even before birth, from the first moment of conception and then throughout the years of infancy and youth, is the primary and fundamental test of the relationship of one human being to another. And so, what better wish can I express for every nation and for the whole of mankind, and for all the children of the world, than a better future in which respect for human rights will become a complete reality” (4).
May Almighty God lead this Summit to lay a solid juridical foundation for the achievement of such a reality!
[AAS 83 (1991), 358-361]
4. Discorso, 2 ottobre 1979, 21.