[1419] • JUAN PABLO II (1978-2005) • VALOR E INTANGIBILIDAD DE LA VIDA HUMANA INOCENTE
Carta Il recente Concistoro, a los Obispos de la Iglesia, 19 mayo 1991
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[1.–] El reciente Consistorio extraordinario de los cardenales, que ha tenido lugar del 4 al 7 de abril en la Ciudad del Vaticano, ha desarrollado una discusión amplia y profunda sobre las amenazas a la vida humana, y se ha concluido con un voto unánime: los cardenales se han dirigido al Papa pidiendo que “reafirme solemnemente en un documento (la mayoría de los cardenales ha propuesto una encíclica) el valor de la vida humana y su intangibilidad, con relación a las actuales circunstancias y a los atentados que la amenazan”. Como usted podrá comprobar en la síntesis que le enviará el excelentísimo pro-secretario de Estado, de las ponencias y de los trabajos del Consistorio ha surgido un panorama impresionante: en el contexto de la multiforme agresividad de los actuales ataques a la vida humana sobre todo cuando ésta es más débil e indefensa, los datos estadísticos presentan una verdadera y auténtica “matanza de los inocentes” a nivel mundial; pero, sobre todo, es preocupante el hecho de que la conciencia moral parece ofuscarse terriblemente y encontrar cada vez mayor dificultad para darse cuenta de la distinción clara y precisa entre el bien y el mal en lo que se refiere al valor fundamental de la vida humana.
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[2.–] En realidad, si es muy grave e inquietante el fenómeno tan extendido de la eliminación de muchas vidas humanas nacientes o cercanas a su final, no menos grave e inquietante es el apagarse de la sensibilidad moral en las conciencias. Las leyes y las normativas civiles no sólo ponen de manifiesto este oscurecimiento, sino que contribuyen a reforzarlo. En efecto, cuando unos Parlamentos votan leyes que autorizan el matar a inocentes y unos Estados ponen sus recursos y estructuras al servicio de estos crímenes, las conciencias individuales con frecuencia poco formadas, son inducidas más fácilmente a error. Para romper este círculo vicioso, parece más urgente que nunca el reafirmar con fuerza nuestro común magisterio, fundamentado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, sobre la intangibilidad de la vida humana inocente. El centenario de la Encíclica Rerum novarum, que la Iglesia celebra este año, me sugiere una analogía sobre la que quisiera llamar la atención de todos.
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[3.–] Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos. La Iglesia no sólo quiere reafirmar el derecho a la vida, cuya violación ofende al mismo tiempo a la persona humana y a Dios Creador, fuente amorosa de toda vida, sino que quiere ponerse cada vez con mayor entrega al servicio concreto de la defensa y promoción de tal derecho. A esto la Iglesia se siente llamada por su Señor. Ella recibe de Cristo el “Evangelio de la vida” y se siente responsable de su anuncio a toda criatura.
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[4.–] Lo debe anunciar valientemente y sin ningún miedo incluso con el riesgo de ir contracorriente con las palabras y con las obras, a cada persona, a los pueblos y los Estados. Precisamente esta fidelidad a nuestro Señor Jesucristo es la ley y la fuerza de la Iglesia, incluso en este campo. La nueva evangelización, que es una exigencia pastoral fundamental en el mundo actual, no puede prescindir del anuncio del derecho inviolable a la vida, cuyo titular es cada hombre desde su concepción hasta su término natural. Al mismo tiempo, la Iglesia, con este anuncio y con este testimonio de las obras, quiere expresar su estima y su amor al hombre. Ella se dirige al corazón de cada persona, creyente y también no creyente, porque es consciente de que el don de la vida es un bien tan fundamental que puede ser comprendido y apreciado en su significado por cualquiera, incluso a la luz de la sola razón. En la reciente Encíclica Centesimus annus he recordado el aprecio de la Iglesia por el sistema democrático, que permite la participación de todos los ciudadanos en la vida política, pero también he recordado que una verdadera democracia sólo puede fundamentarse sobre el reconocimiento coherente de los derechos de cada uno (cfr. núms. 46-47).
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[5.–] Después de haber meditado y rezado ante el Señor, he decidido escribirle de manera personal, querido hermano en el episcopado, para compartir con usted la preocupación que surge de un problema tan fundamental y, sobre todo, para solicitar su ayuda y su colaboración, en el espíritu de la colegialidad episcopal, ante el grave desafío planteado por las actuales amenazas y atentados contra la vida humana. En realidad, es una grave responsabilidad para cada uno de nosotros, pastores de la grey del Señor, promover en nuestras diócesis el respeto por la vida humana. Después de haber aprovechado todas las ocasiones para manifestar públicamente el magisterio de la Iglesia, deberemos ejercer una particular vigilancia sobre la enseñanza que se imparte al respecto en nuestros seminarios, escuelas y universidades católicas. Debemos ser pastores vigilantes, a fin de que las intervenciones en los hospitales y clínicas católicas sean conforme a su propia condición. En la medida de nuestras posibilidades deberemos apoyar también las iniciativas de ayuda concreta a las mujeres y a las familias en dificultad, así como las iniciativas de cercanía a quienes sufren y sobre todo a los moribundos, etc.
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[6.–] Además, deberemos fomentar las reflexiones científicas, las iniciativas legislativas y políticas, que van contracorriente por lo que se refiere a la “mentalidad de muerte”. Con la acción conjunta de todos los obispos y con el renovado esfuerzo pastoral sucesivo, la Iglesia desea contribuir, mediante la civilización de la verdad y del amor, a la instauración cada vez más amplia y radical de aquella “cultura de la vida” que constituye el presupuesto esencial para la humanización de nuestra sociedad. Que el Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”, nos colme con sus dones, y que en esta responsabilidad nuestra sintamos también muy cercana a María, la Virgen Madre que engendró al Autor de la Vida.
[E 51 (1991), 1148]
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[1.–] Il recente Concistoro straordinario dei Cardinali, che si è svolto dal 4 al 7 aprile nella Città del Vaticano, ha sviluppato un’ampia e approfondita discussione sulle minacce alla vita umana e si è concluso con un voto unanime: i Cardinali si sono rivolti al Papa chiedendo che “riaffermi solennemente in un documento (la maggior parte dei Cardinali ha proposto un’Enciclica) il valore della vita umana e la sua intangibilità, in riferimento alle attuali circostanze ed agli attentati che oggi la minacciano”. Come Ella potrà rilevare nella sintesi che Le sarà inviata dall’Ecc.mo Pro-Segretario di Stato, dalle relazioni e dai lavori del Concistoro è emerso un quadro impressionante: nel contesto della multiforme aggressività degli odierni attacchi alla vita umana, soprattutto quando essa è più debole e indifesa, il dato statistico registra una vera e propria “strage degli innocenti” a livello mondiale; ma soprattutto è preoccupante il fatto che la coscienza morale sembra offuscarsi paurosamente e faticare sempre più ad avvertire la chiara e netta distinzione tra il bene e il male in ciò che tocca lo stesso fondamentale valore della vita umana.
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[2.–] In realtà, se è quanto mai grave e inquietante il fenomeno, così esteso, dell’eliminazione di tante vite umane nascenti o sulla via del tramonto, non meno grave e inquietante è lo spegnersi della sensibilità morale nelle coscienze. Le leggi e le normative civili non solo rendono manifesto questo oscuramento, ma altresì contribuiscono a rafforzarlo. Infatti, quando dei parlamenti votano leggi che autorizzano la messa a morte di innocenti e degli Stati pongono le loro risorse e le loro strutture al servizio di questi crimini, le coscienze individuali, spesso poco formate, sono più facilmente indotte in errore. Per spezzare un tale circolo vizioso, sembra più urgente che mai riaffermare con forza il nostro magistero comune, fondato sulla Sacra Scrittura e sulla Tradizione, a proposito dell’intangibilità della vita umana innocente. La ricorrenza centenaria che quest’anno la Chiesa celebra dell’Enciclica Rerum novarum mi suggerisce un’analogia sulla quale vorrei attirare l’attenzione di tutti.
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[3.–] Come un secolo fa ad essere oppressa nei suoi fondamentali diritti era la classe operaia, e la Chiesa con grande coraggio ne prese le difese, proclamando i sacrosanti diritti della persona del lavoratore, così ora, quando un’altra categoria di persone è oppressa nel diritto fondamentale alla vita, la Chiesa sente di dover dare voce con immutato coraggio a chi non ha voce. Il suo è sempre il grido evangelico in difesa dei poveri del mondo, di quanti sono minacciati, disprezzati e oppressi nei loro diritti umani. La Chiesa non solo intende riaffermare il diritto alla vita, la cui violazione offende insieme la persona umana e Dio Creatore e Padre, fonte amorosa di ogni vita, ma intende altresì porsi con dedizione sempre maggiore al servizio concreto della difesa e della promozione di tale diritto. A questo la Chiesa si sente chiamata dal suo Signore. Essa riceve da Cristo il “Vangelo della vita” e si sente responsabile dell’annuncio di questo Vangelo ad ogni creatura.
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[4.–] Lo deve coraggiosamente annunciare, anche a costo di andare contro corrente, con le parole e con le opere, davanti ai singoli, ai popoli e agli Stati, senza alcuna paura. Proprio questa fedeltà a Cristo Signore è la legge e la forza della Chiesa, anche in questo campo. La nuova evangelizzazione, che è istanza pastorale fondamentale nel mondo attuale, non può prescindere dall’annuncio del diritto inviolabile alla vita, di cui ogni uomo è titolare dal concepimento al suo termine naturale. Nello stesso tempo la Chiesa sente di esprimere, con questo annuncio e con questa testimonianza operosa, la sua stima e il suo amore all’uomo. Essa si rivolge al cuore di ogni persona, credente e anche non credente, perchè è consapevole che il dono della vita è bene così fondamentale da poter essere compreso ed apprezzato nel suo significato da chiunque, anche alla luce della semplice ragione. Nella recente Enciclica Centesimus annus ho ricordato l’apprezzamento della Chiesa per il sistema democratico, che permette la partecipazione di tutti i cittadini alla vita politica, ma ho anche richiamato che una vera democrazia può fondarsi solo sul coerente riconoscimento dei diritti di ciascuno (Centesimus annus, 46-47).
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[5.–] Dopo aver meditato e pregato davanti al Signore, ho pensato di scriverLe in forma personale, caro fratello nell’Episcopato, per condividere con Lei la preoccupazione che nasce da un problema così capitale e, soprattutto, per sollecitare il suo aiuto e la sua collaborazione, nello spirito della collegialità episcopale, di fronte alla grave sfida costituita dalle attuali minacce e attentati contro la vita umana. In realtà è una grave responsabilità per ciascuno di noi, Pastori del gregge del Signore, promuovere nelle nostre diocesi il rispetto della vita umana. Dopo di aver colto tutte le occasioni per dichiarazioni pubbliche, dovremo esercitare una particolare vigilanza sull’insegnamento che viene impartito al riguardo nei nostri seminari, nelle scuole e nelle università cattoliche. Dobbiamo essere Pastori vigilanti affinchè la pratica negli ospedali e cliniche cattoliche si mantenga conforme alla loro natura. Nella misura dei nostri mezzi, dovremo, poi, sostenere le iniziative di aiuto concreto alle donne o alle famiglie in difficoltà, di accompagnamento a coloro che soffrono e soprattutto ai morenti, ecc.
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[6.–] Dovremo, inoltre, incoraggiare le riflessioni scientifiche, le iniziative legislative o politiche, che vanno controcorrente nei confronti della “mentalità di morte”. Con l’azione concorde di tutti i Vescovi e col rinnovato impegno pastorale che ne seguirà, la Chiesa intende contribuire, mediante la civiltà della verità e dell’amore, all’instaurarsi sempre più ampio e radicale di quella “cultura della vita” che costituisce il presupposto essenziale per la umanizzazione della nostra società. Lo Spirito Santo, “che è Signore e dà la vita”, ci colmi dei suoi doni e sia pure al nostro fianco in questa responsabilità Maria, la Vergine Madre che ha generato l’Autore della vita.
[AAS 84 (1992), 318-321]