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[1512] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL DEBER DE AMAR A LOS NIÑOS

Del Discurso Saluto con gioia, en la Clausura de la Conferencia Internacional sobre la Infancia, 20 noviembre 1993

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2. Los años que vivimos, a pesar de la persistencia de gravísimos y urgentes problemas, brindan nuevas oportunidades para mejorar las condiciones de vida de los niños: baste recordar la creciente importancia dada a la cooperación internacional, los acuerdos para el desarme nuclear, la reducción de los gastos militares y la política para la defensa del ambiente. En este marco se sitúan la Convención Internacional sobre los derechos de la infancia, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, y la cumbre mundial para los niños que, con una Declaración firmada por los máximos representantes de 135 países, activó un plan de acción que se propone, para el año dos mil, reducir en un tercio la tasa actual de mortalidad de niños de menos de cinco años, y a la mitad la tasa de mortalidad de las madres; asegurar la alimentación necesaria; reducir el analfabetismo; y dar prioridad de asistencia a los niños que son víctimas de conflictos locales y de dolorosas emigraciones.

La Iglesia ha aceptado con prontitud la invitación a comprometer en este amplio programa a sus instituciones y desea que esa Convención Internacional llegue a ser en breve tiempo el primer “tratado universal” sobre los derechos humanos. A este fin, renuevo una apremiante invitación a los responsables de los Estados, a fin de que se acelere la ratificación de esa Convención, cuya puesta en práctica constituye una gran respuesta al problema del desequilibrio entre el norte y el sur del mundo, causa de tantos sufrimientos y de continua inestabilidad internacional.

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3. Los niños de hoy son los adultos de mañana. Si se olvida esta verdad elemental, no solamente se pone en peligro el futuro del niño, sino también el de la sociedad en cuanto tal.

Es necesario, por tanto, un compromiso eficaz para la defensa y la promoción de la infancia. Ello exige la aportación de la investigación y de la ciencia, el empleo de recursos adecuados, y sobre todo, a escala individual y social, la recuperación de los valores fundamentales que se encuentran en la base de una vida social recta y ordenada, comenzando –como subraya con vigor la recordada Convención Internacional– por el valor de la familia, célula originaria de la sociedad, para llegar luego a las otras numerosas garantías de maduración integral del niño.

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4. Desde Luego, los numerosos y beneméritos organismos nacionales e internacionales comprometidos en la asistencia a la infancia más débil y abandonada, por sí mismos, no pueden hacer frente a las crecientes necesidades que afligen a multitud de niños.

La solidaridad es la respuesta verdaderamente adecuada a esa solicitud de ayuda. Todos los hombres deben dar esa respuesta, pero de modo especial los que tienen una visión de la vida que les lleva a reconocer en cada persona humana la imagen de Dios y casi el reflejo del rostro de Cristo, un reflejo particularmente vivo y visible precisamente en los rasgos inocentes de los niños.

Es significativo que en la predicación de Cristo los niños aparezcan como modelo de comportamiento también para los adultos. Un día Jesús, para explicar la naturaleza y las exigencias de su reino, llamó a sí un niño, lo puso en medio de sus discípulos y dijo: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 3-5).

Por ello, la Iglesia, particularmente sensible a los derechos de los más débiles, desde sus orígenes hasta hoy ha estado siempre cercana a los niños por medio de instituciones benéficas, suscitadas por personas a las que el Espíritu movía con el carisma específico de la protección, la educación, el desarrollo y la formación del niño. Entre esas instituciones destaca la Obra Pontificia de la Santa Infancia, que este año celebra su 150º aniversario.

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5. La Conferencia Internacional, que hoy se clausura, ha recogido, en síntesis constructiva, muchas propuestas que indican otras tantas pistas por seguir en el campo de la asistencia al niño. Con todo, hay un elemento que hace que estas propuestas sean convergentes y que las reúne: el reconocimiento de que, como la vida es un don de amor, así, especialmente en el niño, la promoción, la defensa y la maduración armoniosa de la vida no pueden alimentarse sino con amor.

Los derechos del niño se resumen en el derecho a ser amado, y la comunidad no podrá decir que defiende, protege y acompaña al niño en su desarrollo si no pone como base de sus iniciativas una renovada conciencia del deber de amar al niño.

La misma ciencia, que es amor del conocimiento, tiene la misión de transformarse en servicio de amor hacia los más pequeños; y, con la ciencia, todas las instituciones, tanto públicas como privadas, deben moverse según criterios de auténtico amor, de tal manera que puedan programar y coordinar una acción que asegure protección y desarrollo a la infancia.

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6. Expreso mi gratitud a las innumerables formas de asociación que, promovidas y sostenidas por pastores, por institutos religiosos femeninos y masculinos, por grupos e instituciones seglares y por organizaciones de voluntariado, atienden a niños, en las formas más nobles y, a menudo incluso, más ocultas. Espero que se refuerce en todos la conciencia de que una sociedad de adultos más armoniosa y solidaria se prepara a través del cumplimiento de los deberes de justicia y amor hacia los niños.

La Santísima Virgen, que tuvo el gozo de dar a luz y estrechar entre sus brazos al Hijo de Dios hecho niño, viéndolo crecer en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres (cfr. Lc 2, 52), ayude a todos a que su compromiso en favor de los más pequeños se caracterice por la bondad operante, el ejemplo que arrastra, y el amor que se entrega.

Con estos deseos, invoco sobre todos la bendición de Dios, portadora de todas las ayudas y los consuelos que anheláis.

[E 53 (1993), 1830-1831]