[1519] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA, FUNDAMENTO DE LA PAZ DE LA FAMILIA HUMANA
Mensaje Il mondo, con motivo de la Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 1993
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1. El mundo anhela la paz, tiene urgente necesidad de paz. Y sin embargo, guerras, conflictos, creciente violencia, situaciones de inestabilidad social y de pobreza endémica continúan cosechando víctimas inocentes y generando divisiones entre los individuos y los pueblos. ¡La paz parece, a veces, una meta verdaderamente inalcanzable! En un clima hostil por la indiferencia y envenenado frecuentemente por el odio, ¿cómo esperar que venga una era de paz, que sólo los sentimientos de solidaridad y amor pueden hacer posible?
No obstante, no debemos resignarnos. Sabemos que, a pesar de todo, la paz es posible porque está inscrita en el proyecto divino originario.
Dios quiere que la humanidad viva en armonía y paz, cuyo fundamento está en la naturaleza misma del ser humano, creado “a su imagen”. Esta imagen divina se realiza no solamente en el individuo, sino también en aquella singular comunión de personas que se establece entre un hombre y una mujer, unidos hasta tal punto en el amor, que vienen a ser “una sola carne” (Gn 2, 24). En efecto, está escrito: “A imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (ibid. 1, 27). A esta específica comunidad de personas el Señor ha confiado la misión de dar la vida y cuidarla, formando una familia y contribuyendo así de modo decisivo a la tarea de administrar la creación y de proveer al futuro mismo de la humanidad.
La armonía inicial fue rota por el pecado, pero el plan originario de Dios continúa vigente. La familia sigue siendo, por ello, el verdadero fundamento de la sociedad y constituye –como se afirma en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre– “el núcleo natural y fundamental”.
La contribución que ella puede ofrecer también para la salvaguardia y promoción de la paz es de tal manera determinante que deseo aprovechar la ocasión que me ofrece el Año Internacional de la Familia para dedicar este Mensaje, en la Jornada Mundial de la Paz, a reflexionar sobre la estrecha relación que existe entre la familia y la paz. Hago votos para que dicho Año constituya para cuantos desean contribuir a la búsqueda de la verdadera paz –Iglesias, Organismos religiosos, Asociaciones, Gobiernos, Instancias internacionales– una ocasión propicia para estudiar juntos cómo ayudar a la familia a fin de que realice en plenitud su función insustituible de constructora de paz.
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2. La familia, como comunidad educadora fundamental e insustituible, es el vehículo privilegiado para la transmisión de aquellos valores religiosos y culturales que ayudan a la persona a adquirir la propia identidad. Fundada en el amor y abierta al don de la vida, la familia lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad; su papel especialísimo es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz.
Esto lo podrá conseguir la familia, en primer lugar, mediante el recíproco amor de los cónyuges, llamados a una comunión de vida total y plena por el significado natural del matrimonio y más aún, si son cristianos, por su elevación a sacramento; lo podrá conseguir además mediante el adecuado cumplimiento de la tarea educativa, que obliga a los padres a formar a los hijos en el respeto de la dignidad de cada persona y en los valores de la paz. Tales valores, más que “enseñados”, han de ser testimoniados en un ambiente familiar en el que se viva aquel amor oblativo que es capaz de acoger al otro en su diversidad, sintiendo como propias las necesidades y exigencias, y haciéndolo partícipe de los propios bienes. Las virtudes domésticas, basadas en el respeto profundo de la vida y de la dignidad del ser humano, y concretadas en la comprensión, la paciencia, el mutuo estímulo y el perdón recíproco, dan a la comunidad familiar la posibilidad de vivir la primera y fundamental experiencia de paz. Fuera de este contexto de relaciones de afecto y solidaridad recíproca y activa, el ser humano “permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio”. Tal amor, por lo demás, no es una emoción pasajera sino una fuerza moral intensa y duradera que busca el bien del otro, incluso a costa del propio sacrificio. Además, el verdadero amor va acompañado siempre de la justicia, tan necesaria para la paz. El amor se proyecta hacia quienes se encuentran en dificultad: aquellos que no tienen familia, los niños privados de protección y afecto, las personas solas y marginadas.
La familia que vive este amor, aunque sea de modo imperfecto, al abrirse generosamente al resto de la sociedad, se convierte en el agente primario de un futuro de paz. Una civilización de paz no es posible si falta el amor.
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3. En contraste con su vocación originaria de paz, la familia resulta, por desgracia y no raramente, lugar de tensiones y prepotencias, o bien víctima indefensa de las numerosas formas de violencia que marcan a nuestra sociedad.
A veces, se detectan tensiones en sus relaciones internas. Éstas se deben con frecuencia a la dificultad de compaginar la vida familiar cuando los cónyuges están lejos uno de otro por exigencias del trabajo, o cuando la escasez o falta de trabajo los somete al agobio de la supervivencia o a la pesadilla de un porvenir inseguro. No faltan tampoco tensiones producidas por modelos de comportamiento inspirados en el hedonismo y el consumismo, los cuales empujan a los miembros de la familia a satisfacer sus apetencias personales más que a una serena y fructífera vida en común. Riñas frecuentes entre los esposos, exclusión de la prole, abandono y malos tratos de menores, son tristes síntomas de una paz familiar seriamente comprometida, la cual no puede ser subsanada ciertamente con la dolorosa solución de la separación de los cónyuges y mucho menos recurriendo al divorcio, verdadera “plaga” de la sociedad actual.
Además, en muchas partes del mundo, naciones enteras se hallan envueltas en la espiral de conflictos cruentos, de los que a menudo las familias son las primeras víctimas: o son privadas del principal –cuando no único– miembro que la mantiene, o son obligadas a abandonar casa, tierra y bienes para huir hacia lo desconocido; o bien se ven sometidas a penosos desplazamientos que carecen de toda seguridad. A este propósito, ¿cómo no recordar el sangriento conflicto entre grupos étnicos que todavía perdura en Bosnia-Herzegovina? Y esto, por citar sólo uno de tantos conflictos bélicos que hay en el mundo.
Ante realidades tan dolorosas, la sociedad se ve frecuentemente incapaz de ofrecer una ayuda válida, o incluso se muestra culpablemente indiferente. Las necesidades espirituales y psicológicas de quienes han sufrido los efectos de un conflicto armado son urgentes y graves por la falta de alimentos o de cobijo. Serán necesarias unas estructuras específicas, predispuestas para realizar una labor de apoyo a las familias afectadas por inesperadas y graves adversidades, a fin de que, frente a todo ello, no se dejen llevar por la tentación de la desesperación y la venganza, sino que sean capaces de inspirar sus comportamientos hacia el perdón y la reconciliación. ¡Con cuánta frecuencia no se ve, por desgracia, indicio alguno de todo esto!
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4. Tampoco se debe olvidar que la guerra y la violencia constituyen no solamente fuerzas disgregadoras que debilitan y destruyen las estructuras familiares, sino que ejercen también un influjo nefasto sobre el ánimo de las personas, llegando a proponer y casi a imponer modelos de comportamiento diametralmente opuestos a la paz. A este propósito, hay que denunciar un hecho muy triste: desgraciadamente muchachos y muchachas, e incluso niños, toman hoy parte activa, cada vez en mayor número, en conflictos armados. Son obligados a enrolarse en las milicias armadas y les hacen combatir por unas causas que no siempre comprenden. En otros casos, son implicados en una verdadera cultura de la violencia, según la cual la vida cuenta muy poco y matar no parece inmoral. Toda la sociedad debe interesarse para que estos jóvenes renuncien a la violencia y se encaminen por el sendero de la paz, pero esto presupone una paciente educación llevada a cabo por personas que crean sinceramente en la paz.
A este respecto, no puedo dejar de mencionar otro grave obstáculo para el desarrollo de la paz en nuestra sociedad: muchos, demasiados niños están privados del calor de una familia. A veces ésta falta de hecho: los padres, movidos por otros intereses, abandonan a los hijos. Otras veces, la familia ni siquiera existe: hay millares de niños que no tienen más casa que la calle y no pueden contar con ningún otro recurso fuera de sí mismos. Algunos de estos niños de la calle encuentran la muerte de modo trágico. Otros son inducidos al consumo y al tráfico de drogas, a la prostitución, y a menudo terminan en las organizaciones del crimen. ¡No es posible ignorar situaciones tan escandalosas y difundidas! Está en juego el futuro mismo de la sociedad. Una comunidad que rechaza a los niños, los margina o los reduce a situaciones sin esperanza, nunca podrá conocer la paz.
Para poder lograr un futuro de paz es necesario que cada pequeño ser humano experimente el calor de un afecto cercano y constante, no la traición o la explotación. Y aunque el Estado puede hacer mucho facilitando medios y estructuras de ayuda, sigue siendo insustituible la contribución de la familia, que garantice aquel clima de seguridad y confianza que tanta importancia tiene para que los pequeños miren serenamente hacia el futuro y les prepare para que, cuando sean mayores, participen responsablemente en la construcción de una sociedad de auténtico progreso y de paz. Los niños son el futuro ya presente en medio de nosotros, es, pues, necesario que puedan experimentar lo que significa la paz, para que sean capaces de crear un futuro de paz.
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5. Una situación duradera de paz necesita instituciones que expresen y consoliden los valores de la paz. La institución más inmediata a la naturaleza del ser humano es la familia. Solamente ella asegura la continuidad y el futuro de la sociedad. Por tanto, la familia está llamada a ser protagonista activa de la paz gracias a los valores que encierra y transmite hacia dentro, y mediante la participación de cada uno de sus miembros en la vida de la sociedad.
Como núcleo originario de la sociedad, la familia tiene derecho a todo el apoyo del Estado para realizar plenamente su peculiar misión. Por tanto las leyes estatales deben estar orientadas a promover su bienestar, ayudándola a realizar los cometidos que le competen. Frente a la tendencia cada vez más difundida a legitimar, como sucedáneos de la unión conyugal, formas de unión que por su naturaleza intrínseca o por su intención transitoria no pueden expresar de ningún modo el significado de la familia y garantizar su bien, es deber del Estado reforzar y proteger la genuina institución familiar, respetando su configuración natural y sus derechos innatos e inalienables. Entre éstos, es fundamental el derecho de los padres a decidir libre y responsablemente en base a sus convicciones morales y religiosas y a su conciencia adecuadamente formada cuándo tener un hijo, para después educarlo en conformidad con tales convicciones.
El Estado tiene también el importante cometido de crear unas condiciones mediante las cuales las familias puedan satisfacer sus necesidades primarias de acuerdo con la dignidad humana. La pobreza, más aún la miseria –que es una amenaza constante para la estabilidad social, el desarrollo de los pueblos y la paz– afecta hoy a muchas familias. A veces sucede que, por falta de medios, las parejas jóvenes tardan en formar una familia o incluso se ven impedidas de hacerlo; por otra parte, las familias que se encuentran en necesidad no pueden participar plenamente en la vida social o se ven sometidas a condiciones de total marginación.
Sin embargo, los deberes del Estado no eximen a cada ciudadano de sus propias obligaciones; en efecto, la verdadera respuesta a las necesidades más apremiantes de toda sociedad viene de la solidaridad concorde de todos. Efectivamente, nadie puede sentirse tranquilo mientras el problema de la pobreza, que afecta a familias e individuos, no haya encontrado una solución adecuada. La indigencia es siempre una amenaza para la estabilidad social, para el desarrollo económico y, en último término, para la paz. La paz estará siempre en peligro mientras haya personas y familias que se vean obligadas a luchar por su misma supervivencia.
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6. Ahora quisiera dirigirme directamente a las familias; en particular a las cristianas.
“Familia, ¡‘sé’ lo que ‘eres’!”, he escrito en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio. Es decir, ¡sé “una íntima comunidad de vida y amor conyugal”, llamada a dar amor y a transmitir la vida!
Familia, tú tienes una misión de importancia primordial: contribuir a la construcción de la paz, que es un bien indispensable para el respeto y el desarrollo de la misma vida humana. Consciente de que la paz no se obtiene de una vez para siempre, ¡nunca debes cansarte de buscarla! Jesús, con su muerte en la cruz, ha dejado su paz a la humanidad, asegurando su presencia perenne. ¡Exige esta paz, reza por esta paz, trabaja por ella!
Vosotros, padres, tenéis la responsabilidad de formar y educar a los hijos para que sean personas de paz: para ello, sed vosotros los primeros constructores de paz.
Vosotros, hijos, abiertos hacia el futuro con el ardor de vuestra juventud, llena de proyectos e ilusiones, apreciad el don de la familia, preparaos para la responsabilidad de construirla y promoverla según las respectivas vocaciones que Dios os conceda. Fomentad el bien y el pensamiento de paz.
Vosotros, abuelos, que con los demás parientes representáis en la familia unos vínculos insustituibles y preciosos entre las generaciones, aportad generosamente vuestra experiencia y el testimonio para unir el pasado con el futuro en un presente de paz.
Familia, ¡vive de manera concorde y plena tu misión!
Y, finalmente, ¿cómo olvidar a tantas personas que por varios motivos, se sienten sin familia? A ellas quiero decir que tienen también una familia. La Iglesia es casa y familia para todos. La misma Iglesia abre de par en par las puertas y acoge a cuantos están solos o abandonados; en ellos ve a los hijos predilectos de Dios, cualquiera que sea su edad, cualesquiera que sean sus aspiraciones, dificultades y esperanzas.
¡Que la familia pueda vivir en paz, de tal manera que de ella brote la paz para toda la familia humana!
Ésta es la súplica que por intercesión de María, Madre de Cristo y de la Iglesia, elevo a Aquel “de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15), en el alba del Año Internacional de la Familia (Vaticano, 8-XII-93).
[E 53 (1993), 1912-1914]
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1. Il mondo anela alla pace, bisogno di pace. Eppure guerre, conflitti, violenza dilagante, situazioni di instabilità sociale e di endemica povertà continuano a mietere vittime innocenti e a generare divisioni tra gli individui e i popoli. La pace sembra a volte una meta davvero irraggiungibile! In un clima raggelato dall’indifferenza e talora avvelenato dall’odio, come sperare nell’avvento di un’era di pace, quale solo sentimenti di solidarietà e di amore possono propiziare?
Non dobbiamo tuttavia rassegnarci. Sappiamo che la pace, nonostante tutto, è possibile, perchè iscritta nell’originario progetto divino.
Dio volle per l’umanità una condizione di armonia e di pace, ponendone il fondamento nella natura stessa dell’essere umano, creato “a sua immagine”. Tale immagine divina si realizza non soltanto nell’individuo, ma anche in quella singolare comunione di persone che è formata da un uomo e da una donna, uniti a tal punto nell’amore da divenire “una sola carne” (1). È scritto infatti: “A immagine di Dio lo creò; maschio e femmina li creò” (2). A questa specifica comunità di persone il Signore ha affidato la missione di dare la vita e di prendersene cura formando una famiglia, e contribuendo così in modo decisivo al compito di amministrare la creazione e di provvedere al futuro stesso dell’umanità.
L’iniziale armonia fu spezzata dal peccato, ma l’originario piano di Dio permane. La famiglia resta, pertanto, il vero fondamento della società (3), costituendone, come è detto nella Dichiarazione Universale dei Diritti dell’Uomo, “il nucleo naturale e fondamentale” (4).
Il contributo che essa può offrire anche per la salvaguardia e la promozione della pace è talmente determinante che vorrei cogliere l’occasione offertami dall’Anno Internazionale della Famiglia per dedicare questo messaggio, nella Giornata Mondiale della Pace, alla riflessione sullo stretto rapporto esistente tra la famiglia e la pace. Confido infatti che detto Anno costituisca per tutti coloro che intendono contribuire alla ricerca della vera pace –Chiese, Organismi religiosi, Associazioni, Governi, Istanze internazionali– un’utile occasione per studiare insieme come aiutare la famiglia ad adempiere appieno il suo insostituibile compito di costruttrice di pace.
1. Gen 2,24.
2. Gen 1,27.
3. Gaudium et spes, 52 [1965 12 07c/ 52].
4. art. 16,3.
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La famiglia: comunità di vita e di amore
2. La famiglia, quale fondamentale e insostituibile comunità educante, è il veicolo privilegiato per la trasmissione di quei valori religiosi e culturali che aiutano la persona ad acquisire la propria identità. Fondata sull’amore e aperta al dono della vita, la famiglia porta in sè il futuro stesso della società; suo compito specialissimo è di contribuire efficacemente ad un avvenire di pace.
Ciò essa otterrà, innanzitutto, mediante il reciproco amore dei coniugi, chiamati alla piena e totale comunione di vita dal senso naturale del matrimonio e ancor più, se cristiani, dalla sua elevazione a sacramento; e, inoltre, attraverso l’adeguato svolgimento del compito educativo, che impegna i genitori a formare i figli al rispetto della dignità di ogni persona e ai valori della pace. Tali valori, più che essere “insegnati”, devono essere testimoniati in un ambiente familiare che viva al suo interno quell’amore oblativo capace di accogliere l’altro nella sua diversità, facendone propri i bisogni e le esigenze e rendendolo partecipe dei propri beni. Le virtù domestiche, basate sul rispetto profondo della vita e della dignità dell’essere umano, e concretizzate nella comprensione, nella pazienza, nell’incoraggiamento e nel perdono reciproco, danno alla comunità familiare la possibilità di vivere la prima e fondamentale esperienza di pace. Al di fuori di questo contesto di affettuose relazioni e di operosa e reciproca solidarietà, l’essere umano “rimane per se stesso un essere incomprensibile, la sua vita è priva di senso se non gli viene rivelato l’amore... se non lo sperimenta e non lo fa proprio” (5). Un tale amore, peraltro, non è fuggevole emozione, ma intensa e durevole forza morale che ricerca il bene altrui, anche a costo del proprio sacrificio. L’amore vero, inoltre, si accompagna sempre alla giustizia, tanto necessaria alla pace. Esso si protende verso quanti si trovano in difficoltà: coloro che non hanno famiglia, i bambini privi di assistenza e di affetto, le persone sole ed emarginate.
La famiglia che vive, anche se in modo imperfetto, questo amore, aprendosi generosamente al resto della società, costituisce l’agente primario di un futuro di pace. Una civiltà di pace non è possibile se manca l’amore.
5. Enciclica Redemptor hominis, 10.
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La famiglia: vittima dell’assenza di pace
3. In contrasto con la sua originaria vocazione di pace, la famiglia si rivela purtroppo, e non di rado, luogo di tensione e di sopraffazione, oppure vittima inerme delle numerose forme di violenza che segnano l’odierna società.
Tensioni si ritrovano, talora, nei rapporti al suo interno. Spesso sono dovute alla fatica di armonizzare la vita familiare quando il lavoro tiene i coniugi lontano l’uno dall’altro o la sua mancanza e precarietà li sottopone all’assillo della sopravvivenza e all’incubo di un incerto futuro. Non mancano tensioni originate da modelli di comportamento ispirati all’edonismo e al consumismo, che spingono i membri della famiglia alla ricerca di personali gratificazioni piuttosto che di una serena e operosa vita comune. Frequenti liti fra i genitori, rifiuto della prole, abbandono e maltrattamenti di minori sono i tristi sintomi di una pace familiare già seriamente compromessa, e che non può certo essere restituita dalla dolorosa soluzione della separazione tra i coniugi, meno che mai dal ricorso al divorzio, vera “piaga” dell’odierna società (6).
In molte parti del mondo, poi, nazioni intere sono prese nella spirale di cruenti conflitti, di cui spesso le famiglie sono le prime vittime: o sono private del principale, quando non unico, componente che guadagna, o sono costrette ad abbandonare casa, terra e beni per fuggire verso l’ignoto; o sono comunque sottoposte a traversie penose che pongono in forse ogni certezza. Come non ricordare, a tal proposito, il sanguinoso conflitto tra gruppi etnici ancora perdurante nella Bosnia-Erzegovina? E non è che un solo caso, tra i tanti scenari di guerra disseminati nel mondo!
Di fronte a tali dolorose realtà, la società si mostra spesso impari ad offrire un valido aiuto, o persino colpevolmente indifferente. I bisogni spirituali e psicologici di chi ha subito gli effetti di un conflitto armato sono urgenti e gravi quanto la necessità di cibo o di un tetto. Occorrerebbero specifiche strutture predisposte per svolgere un’azione di sostegno verso le famiglie colpite da improvvise e laceranti sventure, così che, nonostante tutto, esse non cedano alla tentazione dello scoraggiamento e della vendetta, ma siano capaci di ispirare i loro comportamenti al perdono e alla riconciliazione. Quanto spesso, purtroppo, di tutto ciò non v’è alcuna traccia!
6. Cfr. Gaudium et spes, 47 [1965 12 07c/ 47].
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4. Non si deve poi dimenticare che la guerra e la violenza non costituiscono soltanto forze disgregatrici atte ad indebolire e distruggere le strutture familiari; esse esercitano anche un influsso nefasto sugli animi, giungendo a proporre e quasi ad imporre modelli di comportamento diametralmente opposti alla pace. A questo proposito, occorre denunciare un dato ben triste: oggi purtroppo ragazzi e ragazze, e persino bambini, prendono effettivamente parte, in numero crescente, a conflitti armati. Sono costretti ad arruolarsi nelle milizie armate e debbono combattere per cause che non sempre comprendono. In altri casi, vengono coinvolti in una vera e propria cultura della violenza, secondo la quale la vita conta ben poco ed uccidere non sembra immorale. È nell’interesse di tutta la società far sì che questi giovani rinuncino alla violenza e s’incamminino sulla via della pace, ma questo presuppone una paziente educazione condotta da persone che alla pace credano sinceramente.
Non posso, a questo punto, non menzionare un altro serio ostacolo allo sviluppo della pace nella nostra società: molti, troppi bambini sono privi del calore di una famiglia. A volte essa è, di fatto, assente: presi da altri interessi, i genitori abbandonano i figli a se stessi. Altre volte la famiglia è addirittura inesistente: ci sono così migliaia di bambini che non hanno altra casa che la strada e non possono contare su alcuna risorsa all’infuori di se stessi. Alcuni di questi bambini di strada trovano la morte in modo tragico. Altri vengono avviati all’uso e persino allo spaccio della droga, alla prostituzione e non di rado finiscono nelle organizzazioni del crimine. Non è possibile ignorare situazioni tanto scandalose e pur così diffuse! È in gioco il futuro stesso della società. Una comunità che rifiuta i bambini, o li emargina, o li riduce in situazioni senza speranza, non potrà mai conoscere la pace.
Per poter contare su di un futuro di pace, occorre che ogni piccolo essere umano sperimenti il calore di un affetto premuroso e costante, non il tradimento o lo sfruttamento. E se molto può fare lo Stato fornendo mezzi e strutture di sostegno, insostituibile resta l’apporto della famiglia per garantire quel clima di sicurezza e di fiducia che tanto rilievo ha nell’indurre i piccoli a guardare con serenità verso l’avvenire e nel prepararli a partecipare responsabilmente, divenuti grandi, all’edificazione di una società di autentico progresso e di pace. I bambini sono il futuro già presente in mezzo a noi; è necessario che possano sperimentare che cosa vuol dire pace per essere in grado di creare un futuro di pace.
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La famiglia: protagonista della pace
5. Un ordine durevole di pace abbisogna di istituzioni che esprimano e consolidino i valori della pace. L’istituzione rispondente nel modo più immediato alla natura dell’essere umano è la famiglia. Essa soltanto assicura la continuità e il futuro della società. La famiglia è quindi chiamata a diventare attiva protagonista della pace grazie ai valori che esprime e trasmette al proprio interno e mediante la partecipazione di ogni suo membro alla vita della società.
Nucleo originario della società, la famiglia ha diritto a tutto il sostegno dello Stato per svolgere appieno la propria peculiare missione. Le leggi statali, pertanto, debbono essere orientate a promuoverne il benessere, aiutandola a realizzare i compiti che le spettano. Di fronte alla tendenza oggi sempre più incalzante a legittimare, quali surrogati dell’unione coniugale, forme di unione che per loro intrinseca natura o per la loro intenzionale transitorietà non possono in alcun modo esprimere il senso e assicurare il bene della famiglia, è dovere dello Stato incoraggiare e proteggere listituzione familiare, rispettandone la naturale fisionomia e i diritti innati ed inalienabili. Tra questi, fondamentale è il diritto dei genitori a decidere liberamente e responsabilmente, in base alle loro convinzioni morali e religiose e alla loro coscienza adeguatamente formata, quando dare vita ad un figlio, per poi educarlo conformemente a tali convinzioni.
Un ruolo rilevante riveste inoltre lo Stato nel creare le condizioni per le quali le famiglie possano provvedere ai loro bisogni primari in maniera conforme alla dignità umana. La povertà, anzi la miseria –minaccia perenne alla stabilità sociale, allo sviluppo dei popoli, alla pace– colpisce oggi troppe famiglie. Avviene talvolta che, per mancanza di mezzi, le giovani coppie tardino a costituire una famiglia o ne vengano addirittura impedite, mentre le famiglie, segnate dal bisogno, non possono partecipare pienamente alla vita sociale, o sono costrette ad una condizione di totale emarginazione.
Il dovere dello Stato non disimpegna, tuttavia, i singoli cittadini: la vera risposta alle domande più gravi di ogni società è infatti assicurata dalla concorde solidarietà di tutti. In effetti, nessuno può sentirsi tranquillo finchè il problema della povertà, che colpisce famiglie ed individui, non abbia trovato un’adeguata soluzione. L’indigenza è sempre una minaccia per la stabilità sociale, per lo sviluppo economico e quindi, ultimamente, per la pace. La pace sarà sempre insidiata, finchè persone e famiglie si vedranno costrette a combattere per la loro stessa sopravvivenza.
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La famiglia al servizio della pace
6. Vorrei ora rivolgermi direttamente alle famiglie; in particolare, a quelle cristiane.
“Famiglia diventa ciò che sei!”, ho scritto nella Esortazione apostolica Familiaris consortio7. Diventa cioè “intima comunità di vita e d’amore coniugale” (8), chiamata a donare amore e a trasmettere la vita!
Famiglia, tu hai una missione di primaria importanza: quella di contribuire alla costruzione della pace, bene indispensabile per il rispetto e lo sviluppo della stessa vita umana (9). Consapevole che la pace non si ottiene una volta per tutte (10) mai devi stancarti di cercarla! Gesù, con la sua morte in croce, ha lasciato all’umanità la sua pace, assicurando la sua perenne presenza (11). Chiedi questa pace, prega per questa pace, lavora per questa pace!
A voi, genitori, incombe la responsabilità di formare ed educare i figli ad essere persone di pace: a tal fine, siate voi, per primi, operatori di pace.
Voi, figli, proiettati verso il futuro con l’ardore della vostra giovane età, carica di progetti e di sogni, apprezzate il dono della famiglia, preparatevi alla responsabilità di costruirla o di promuoverla, a seconda delle rispettive vocazioni, nel domani che Dio vi concederà. Coltivate aspirazioni di bene e pensieri di pace.
Voi, nonni, che con gli altri membri della parentela rappresentate nella famiglia insostituibili e preziosi legami tra le generazioni, date generosamente il vostro contributo di esperienza e di testimonianza per saldare il passato al futuro in un presente di pace.
Famiglia, vivi concordemente ed appieno la tua missione!
Come dimenticare infine le molte persone che, per vari motivi, si sentono senza famiglia? Ad esse vorrei dire che una famiglia c’è anche per loro: la Chiesa è casa e famiglia per tutti 12. Essa spalanca le porte ed accoglie quanti sono soli o abbandonati; in essi vede i figli prediletti di Dio, qualunque età abbiano, quali che siano le loro aspirazioni, difficoltà e speranze.
Possa la famiglia vivere in pace così che da essa scaturisca la pace per l’intera famiglia umana!
Ecco la preghiera che per intercessione di Maria, Madre di Cristo e della Chiesa, elevo a Colui “dal quale ogni paternità nei cieli e sulla terra prende nome” (13), all’alba dell’Anno Internazionale della Famiglia.
Dal Vaticano, 8 dicembre dell’anno 1993.
IOANNES PAULUS PP. II
[Insegnamenti GP II, 16/2, 1413-1420]
7. n. 17 [1981 11 22/ 17].
8. Gaudium et spes, 48 [1965 12 07c/ 48].
9. Cfr. Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 2304.
10. Cfr. Gaudium et spes, 78.
11. Cfr. Gv 14,27; 20,19-21; Mt 28,20.
12. Cfr. Familiaris consortio, 85 [1981 11 22/ 85].
13. Ef 3,15.