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[1594] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DIGNIDAD Y MISIÓN DE LA MUJER CRISTIANA

Alocución Nelle catechesi, en la Audiencia General, 22 junio 1994

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1. En las catequesis sobre la dignidad y el apostolado de los laicos en la Iglesia, hemos expuesto el pensamiento y los proyectos de la Iglesia válidos para todos los fieles, tanto hombres como mujeres. Pero ahora queremos considerar más en particular el papel de la mujer cristiana, no sólo por la importancia que siempre han tenido las mujeres en la Iglesia, sino también por las esperanzas que en ellas se ponen y se deben poner para el presente y para el futuro. Muchas voces se han elevado en nuestro tiempo para pedir el respeto de la dignidad personal de la mujer y el reconocimiento de una efectiva igualdad de derechos con respecto al hombre, a fin de brindarle la plena posibilidad de desempeñar su misión en todos los sectores y en todos los niveles de la sociedad.

La Iglesia considera el movimiento, llamado de emancipación o liberación o promoción de la mujer, a la luz de la doctrina revelada sobre la dignidad de la persona humana, sobre el valor de las diversas personas, tanto mujeres como hombres, ante el Creador y sobre la misión que se atribuye a la mujer en la obra de la salvación. Así pues, la Iglesia piensa que, en realidad, el reconocimiento del valor de la mujer tiene como fuente última la conciencia cristiana del valor de toda persona. Esa conciencia, estimulada por el desarrollo de las condiciones socioculturales e iluminada por el Espíritu Santo, lleva a comprender cada vez mejor las intenciones del designio divino contenido en la Revelación. Y debemos esforzarnos por estudiar esas intenciones divinas, sobre todo en el Evangelio, tratando del valor de la vida de los laicos, y en particular del de las mujeres, a fin de favorecer su contribución a la obra de la Iglesia para la difusión del mensaje evangélico y para la llegada del reino de Dios.

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2. En la perspectiva de la antropología cristiana, toda persona humana tiene su dignidad; y la mujer, como persona, no tiene una dignidad menor que la del hombre. Ahora bien, con demasiada frecuencia la mujer es considerada como objeto a causa del egoísmo masculino, que se ha manifestado de muchas formas en el pasado y se sigue manifestando también en nuestros días. En la situación actual intervienen múltiples razones de índole cultural y social, que es preciso analizar con serena objetividad; pero no es difícil descubrir en ellas también el influjo de una tendencia al predominio y a la prepotencia, que ha encontrado y encuentra sus víctimas especialmente en las mujeres y en los niños. Por lo demás, el fenómeno ha sido y es también más general: tiene origen, como escribí en la Christifideles laici, en “aquella injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer” (n. 49).

Los laicos cristianos están llamados a luchar contra todas las formas que asuma esa mentalidad, incluso cuando se expresa en espectáculos y publicidad, encaminados a acentuar la carrera frenética al consumo. Pero también las mujeres deben contribuir a lograr el respeto a su persona, sin rebajarse a ninguna forma de complicidad con lo que va contra su dignidad.

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3. Siempre sobre la base de la misma antropología, la doctrina de la Iglesia enseña que es preciso sacar con coherencia todas las consecuencias que derivan del principio de la igualdad de la mujer con respecto al hombre, en la dignidad personal y en los derechos humanos fundamentales. La Biblia nos deja vislumbrar esa igualdad. A este respecto, puede ser interesante notar que en la redacción más antigua de la creación de Adán y Eva (cf. Gn 2, 4-25) la mujer es creada por Dios de la costilla del hombre, y está puesta al lado del hombre como otro yo con quien él, de manera diferente a la de cualquier otra realidad creada, pueda dialogar de igual a igual. En esta perspectiva se coloca el otro relato de la creación (cf. Gn 1, 26-28), en el que se afirma inmediatamente que el hombre creado a imagen de Dios es varón y mujer. “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27; cf. Mulieris dignitatem, 6). Así se manifiesta la diferencia de sexos, pero sobre todo su necesaria complementariedad. Se podría decir que al autor sagrado, en definitiva, le interesaba afirmar que la mujer, al igual que el hombre, lleva en sí la semejanza con Dios, y que fue creada a imagen de Dios en lo que es específico de su persona de mujer y no sólo en lo que tiene de común con el hombre. Se trata de una igualdad en la diversidad (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 369). Así pues, para la mujer la perfección no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer: su perfección, que es también un secreto de afirmación y de relativa autonomía, consiste en ser mujer, igual al hombre pero diferente. En la sociedad civil, y también en la Iglesia, se deben reconocer la igualdad y la diversidad de las mujeres.

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4. Diversidad no significa una oposición necesaria y casi implacable. En el mismo relato bíblico de la creación, se afirma la cooperación del hombre y de la mujer como condición del desarrollo de la Humanidad y de su obra de dominación sobre el universo: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla” (Gn 1, 28). A la luz de este mandato del Creador, la Iglesia sostiene que “el matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos” (Christifideles laici, 40). En un plano más general, digamos que la instauración del orden temporal debe brotar de la cooperación del hombre y de la mujer.

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5. Pero el texto siguiente del Génesis muestra asimismo que en el designio divino la cooperación del hombre y de la mujer debía realizarse, en un nivel superior, en la perspectiva de la asociación del nuevo Adán y de la nueva Eva. En efecto, en el protoevangelio (cf. Gn 3, 15) la enemistad se establece entre el demonio y la mujer. Como primera enemiga del maligno, la mujer es la primera aliada de Dios (cf. Mulieris dignitatem, 11). En esa mujer podemos reconocer, a la luz del Evangelio, a la Virgen María. Pero en ese texto podemos leer también una verdad que atañe a las mujeres en general: por una elección gratuita de Dios, han sido llamadas a desempeñar un papel de primer plano en la alianza divina. De hecho eso se puede apreciar en las figuras de tantas santas, verdaderas heroínas del reino de Dios; pero también la historia y la cultura humana muestran la obra de la mujer al servicio del bien.

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6. En María se revela plenamente el valor atribuido en el plan divino a la persona y a la misión de la mujer. Para convencerse de ello, basta reflexionar en el valor antropológico de los aspectos fundamentales de la mariología. María está tan llena de gracia desde el primer instante de su existencia, que fue preservada del pecado. Resulta evidente que el favor divino se concedió con abundancia a la bendita entre todas las mujeres, y de María se refleja también en la condición de la mujer, excluyendo cualquier inferioridad (cf. Redemptoris Mater, 7-11).

Además, María está implicada en la alianza definitiva de Dios con la Humanidad. Tiene la misión de dar su consentimiento, en nombre de la Humanidad, a la venida del Salvador. Esta misión supera todas las reivindicaciones de los derechos de la mujer, incluso las más recientes: María intervino de modo excelso y humanamente impensable en la historia de la Humanidad, y con su consentimiento contribuyó a la transformación de todo el destino humano.

Es más: María cooperó al desarrollo de la misión de Jesús, tanto al darlo a luz, al educarlo y acompañarlo en sus años de vida oculta, como después, durante los años de su ministerio público, al apoyar de modo discreto su acción, comenzando en Caná, donde obtuvo la primera manifestación del poder milagroso del Salvador: como dice el Concilio, fue María quien “suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías” (Lumen gentium, 58).

Sobre todo, María cooperó con Cristo a la obra redentora, no sólo preparando a Jesús para su misión, sino también uniéndose a su sacrificio para la salvación de todos (cf. Mulieris dignitatem, 3-5).

[E 54 (1994), 1047-1048]