[1627] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL “CREDO” DEL MATRIMONIO, DE LA FAMILIA, DE LA VIDA
Homilía de la Misa con ocasión del Encuentro Mundial de las Familias, 9 octubre 1994
1994 10 09 0001
1. “Creo en Dios, Padre todopoderoso. Creador...”.
¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Familias peregrinas! El Obispo de Roma os saluda hoy en la Plaza de San Pedro, con ocasión de la solemne Eucaristía que estamos celebrando. Ésta es la Eucaristía del Año de la Familia. Nos unimos espiritualmente a todos los que han acogido la llamada de este año y están hoy aquí con nosotros presentes en espíritu. Con ellos profesamos nuestra fe en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
La liturgia de este domingo en la primera lectura, tomada del libro del Génesis, expone la verdad sobre la creación. En particular, recuerda la verdad sobre la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” (cfr. 1, 27). Como varón o mujer, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo: “macho y hembra los creó” (cfr. ibid.). En ellos tiene comienzo la comunión de las personas humanas. El hombre-varón “abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer, se hacen una sola carne” (cfr. Gn 2, 24). En esta unión trasmiten la vida a nuevos seres humanos. Llegan a ser padres. Participan de la potencia creadora del mismo Dios.
Hoy, todos los que mediante su maternidad o su paternidad se asocian al misterio de la creación, profesan a “Dios, Padre Todopoderoso, Creador...”.
Profesan a Dios como padre, porque a Él deben su maternidad o paternidad humana. Y profesando su fe, se confían a este Dios, “de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15), por la gran tarea que les corresponde personalmente como padres: la labor de educar a los hijos. “Ser padre, ser madre”, significa “comprometerse en educar”. Y educar quiere decir también “generar”: generar en el sentido espiritual.
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2. Creo en un solo Señor Jesucristo. “Hijo único de Dios... que por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de María la Virgen y se hizo hombre”.
Creemos en Cristo que es el verbo eterno: “Dios de Dios, Luz de Luz”, Él, en cuanto consustancial al Padre, es Aquel por quien todo fue creado. Se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Como Hijo del hombre santificó la familia de Nazaret, que lo había acogido en la noche de Belén y lo había salvado de la crueldad de Herodes. Esta familia –en la que José, esposo de la purísima Virgen María, hacía para el Hijo las veces del Padre celestial– ha llegado a ser don de Dios mismo a todas las familias: La Sagrada Familia.
Creemos en Jesucristo, que, viviendo durante treinta años en la casa de Nazaret, santificó la vida familiar. Santificó también el trabajo humano, ayudando a José en el esfuerzo por mantener la Sagrada Familia.
Creemos en Jesucristo, el cual ha confirmado y renovado el sacramento primordial del matrimonio y de la familia, como nos recuerda el pasaje evangélico que hemos escuchado (cfr. Mc 10, 2-16). En él vemos cómo Cristo en su coloquio con los fariseos, hace referencia al “principio”, cuando Dios “creó al hombre –varón y mujer los creó–” para que, llegando a ser “una sola carne” (cfr. Mc 10, 6-8), transmitieran la vida a nuevos seres humanos. Cristo dice: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mc 10, 8-9). Cristo, testigo del Padre y de su amor, construye la familia humana sobre un matrimonio indisoluble.
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3. Creo –creemos– en Jesucristo, que fue crucificado, condenado a muerte de cruz por Poncio Pilato. Aceptando libremente la pasión y la muerte de cruz redimió el mundo. Resucitando al tercer día, confirmó su potencia divina y anunció la victoria de la vida sobre la muerte.
De este modo Cristo ha entrado en la historia de todas las familias, porque su vocación es servir a la vida. La historia de la vida y de la muerte de cada ser humano está injertada en la vocación de cada familia humana, que da la vida, pero que también participa de un modo muy particular en la experiencia de la muerte. En esta experiencia está presente Cristo que afirma: “¡Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá!” (Jn 11, 25-26).
Creemos en Jesucristo, que, en cuanto Redentor, es el Esposo de la Iglesia, como nos enseña San Pablo en la Carta a los Efesios. Sobre este amor esponsal se fundamenta el sacramento del matrimonio y de la familia en la nueva alianza. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (...). Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos” (Ef 5, 25-28). En el mismo espíritu San Juan exhorta a todos (y en particular a los esposos y a las familias) al amor recíproco: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1 Jn 4, 12).
¡Queridos hermanos y hermanas! Hoy damos gracias de manera particular por este amor que Cristo nos ha mostrado: él “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5); el amor que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio y que desde entonces no ha cesado de alimentar vuestra relación, impulsándoos a la donación recíproca. Con el pasar de los años este amor también ha alcanzado a vuestros hijos, que os deben el don de la vida. Cuánta alegría suscita en nosotros el amor que, según el Evangelio de hoy, Jesús manifestaba a los niños: “Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios” (Mc 10, 14).
Hoy pedimos a Cristo que todos los padres y educadores del mundo participen de este amor con el que Él abraza a los niños y jóvenes. Él mira sus corazones con el amor de un padre y al mismo tiempo de una madre.
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4. “Creo en el Espíritu Santo”. Creemos en el Espíritu Paráclito, en Aquel que da vida, y es “Señor y dador de vida”(“Dominum et vivificantem”). ¿No es acaso Él quien ha injertado en vuestros corazones ese amor que os permite estar juntos como marido y mujer, como padre y madre, para el bien de esta comunidad fundamental que es la familia? En el día en que los esposos se prometieron recíprocamente “fidelidad, amor y respeto para toda la vida”, la Iglesia invocó al Espíritu Santo con esta conmovedora oración: “Infunde sobre ellos la gracia del Espíritu Santo para que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, perseveren fieles en la alianza conyugal” (Rituale romanum, Ordo celebrandi matrimonium, n. 74).
¡Palabras verdaderamente conmovedoras! Aquí están los corazones humanos que, invadidos de recíproco amor esponsal, gritan para que su amor pueda alcanzar siempre la “fuerza de lo alto” (cfr. Act 1, 8). Sólo gracias a esa fuerza que brota de la unidad de la Santísima Trinidad, pueden formar una unión, unión hasta la muerte. Sólo gracias al Espíritu Santo su amor logrará afrontar los deberes, tanto de marido y mujer, como de padres. Precisamente el Espíritu Santo “infunde” este amor en los corazones humanos. Es un amor noble y puro. Es un amor fecundo. Es un amor que da la vida. Un amor bello. Todo lo que San Pablo ha incluido en su “Himno al amor” (cfr. 1 Cor 13, 1-13) constituye el fundamento más profundo de la vida familiar.
Por este motivo hoy, en presencia de tantas familias de todo el mundo, renovamos nuestra fe en el Espíritu Santo, pidiendo que todos sus dones permanezcan siempre en las familias: el don de sabiduría y de inteligencia, el don de consejo y de ciencia, el don de fortaleza y de piedad. Y también el don de temor de Dios, que es “principio de la sabiduría” (Sal 111, 10).
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5. ¡Hermanos y hermanas! Familias aquí reunidas! ¡Familias cristianas del mundo entero, construid vuestra existencia sobre el fundamento de aquel sacramento que el apóstol llama “grande” (cfr. Ef 5, 32)! ¿Acaso no veis cómo estáis inscritos en el misterio del Dios vivo, de aquel Dios que profesamos en nuestro “Credo” apostólico?
“Creo en el Espíritu Santo [...]. Creo en la Iglesia santa” (“unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”). Vosotros sois “Iglesia doméstica” (cfr. LG, 11), como ya enseñaron los padres y escritores de los primeros siglos. La Iglesia construida sobre el fundamento de los apóstoles tiene en vosotros su inicio: “Ecclesiola-iglesia doméstica”. Así, pues, la Iglesia es la familia de las familias. La fe en la Iglesia vivifica nuestra fe en la familia. El misterio de la Iglesia, este misterio fascinante presentado de modo profundo por la doctrina del Concilio Vaticano II, halla precisamente su reflejo en las familias.
¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Vivid en esta luz! Que la Iglesia, extendida por todo el mundo, madure como unidad viva de Iglesias: communio Ecclesiarum, también de aquellas “Iglesias domésticas” que sois vosotros.
Y cuando pronunciéis las palabras del “Credo” que se refieren a la Iglesia, sabed que ellas os atañen a vosotros.
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6. Profesamos la fe en la Iglesia y esta fe permanece estrechamente unida al principio de la “vida nueva”, a la que Dios nos ha llamado en Cristo. Profesamos esta vida. Y profesándola, recordamos tantos baptisterios del mundo en los que fuimos engendrados a esta vida. Y además a estos baptisterios habéis llevado a vuestros hijos y vuestras familias. Profesamos que el bautismo es un sacramento de regeneración “por el agua y el Espíritu” (Jn 3, 5). En este sacramento se nos perdona el pecado original así como cualquier otro pecado, y llegamos a ser hijos adoptivos de Dios a semejanza de Cristo, que es el único hijo “Unigénito” y “Eterno” del Padre.
¡Hermanos y hermanas! ¡Familias! Qué inmenso es el misterio del que habéis llegado a participar! ¡Qué profundamente se une mediante la Iglesia vuestra paternidad y vuestra maternidad –queridos padres y queridas madres– con la eterna paternidad del mismo Dios!
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7. ¡Creemos en la Santa Iglesia! Creemos en la Comunión de los Santos. Creemos en la remisión de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro.
¿Acaso no es necesario ya en la vigilia del tercer milenio, que nos esforcemos en vivir este año particular, el Año de la Familia, en semejante perspectiva de salvación? Del misterio de la creación del hombre como communio personarum hemos pasado así al misterio de la communio sanctorum. La vida humana que tiene su principio en Dios mismo encuentra allí su meta y su cumplimiento. La Iglesia vive en continua comunión con todos los santos y beatos, los cuales viven en Dios. En Dios se da también la eterna “comunión” de todos los que, aquí en la tierra, fueron padres y madres, hijos e hijas. Todos ellos no están separados de nosotros. Están unidos a la común historia de salvación, que mediante la victoria sobre el pecado y sobre la muerte conduce a la vida eterna, donde Dios “enjugará toda lágrima de los ojos humanos” (cfr. Ap 21, 4), donde nosotros lo reconoceremos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y donde Él, a su vez, nos reconocerá a nosotros. Él morará en nosotros, porque entonces se manifestará que “Él –sólo Él, que es ‘el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo’ (Ap 22, 13)– será todo en todos” (1 Cor 15, 28).
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8. ¡Queridas familias aquí reunidas! ¡Familias de todo el mundo! Deseo que, mediante la Eucaristía de hoy, mediante nuestra oración común, sepáis siempre descubrir vuestra vocación, vuestra gran vocación en la Iglesia y en el mundo. Esta vocación la habéis recibido de Cristo que “nos santifica” y que “no se avergüenza de llamarnos hermanos y hermanas”, como hemos leído en el pasaje de la Carta a los Hebreos (Hb 2, 11). He aquí que Cristo os dice hoy a todos vosotros: “Id, pues, por todo el mundo y enseñad a todas las familias” (cfr Mt 28, 19). Anunciándoles el Evangelio de la salvación eterna, que es el “Evangelio de las familias”. El Evangelio –la buena nueva– es Cristo, “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Act 4, 12). ¡Y Cristo es “el mismo ayer, hoy y siempre”! (Hb 13, 8).
¡Amén!
[E 54 (1994), 1594-1595]
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1. “Credo in Dio, Padre onnipotente, Creatore...”.
Carissimi Fratelli e Sorelle! Famiglie pellegrine! Il Vescovo di Roma vi saluta oggi in Piazza San Pietro, in occasione della solenne Eucaristia che stiamo celebrando. Questa è l’Eucaristia dell’Anno della Famiglia. Ci uniamo spiritualmente a tutti coloro che hanno accolto il richiamo di quest’Anno, e sono oggi qui con noi, presenti nello spirito. Con loro professiamo la nostra fede in Dio, Padre onnipotente, Creatore del cielo e della terra.
La liturgia dell’odierna domenica nella prima lettura, tratta dal Libro della Genesi, richiama alla verità sulla creazione. In particolare, ricorda la verità sulla creazione dell’uomo “ad immagine e somiglianza di Dio”1. Come maschio e femmina, l’uomo è stato creato ad immagine e somiglianza di Dio stesso: “maschio e femmina li creò” (2). In essi prende inizio la comunione delle persone umane. L’uomo - maschio, “abbandona suo padre e sua madre e si unisce a sua moglie così che i due diventano una sola carne” (3). In tale unità essi trasmettono la vita ai nuovi esseri umani: diventano genitori. Partecipano alla potenza creatrice di Dio stesso.
Oggi, tutti coloro che mediante la loro maternità e paternità hanno parte al mistero della creazione, professano “Dio - Padre onnipotente, Creatore...”.
Professano Dio come Padre, perchè a Lui devono la loro umana maternità e paternità. E, professando la loro fede, s’affidano a questo Dio, “dal quale ogni paternità nei cieli e sulla terra prende nome” (4), per il grande compito che li tocca personalmente in quanto genitori: l’opera dell’educazione dei figli. “Essere padre - essere madre”, significa “essere impegnati ad educare”. Ed educare vuol dire anche “generare”: generare nel senso spirituale.
1. Cfr. Gen. 1, 27.
2. Cfr. Ivi.
3. Cfr. Gen. 2, 24.
4. Ef. 3, 15.
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2. “Credo in un solo Signore Gesù Cristo, unigenito Figlio di Dio... per opera dello Spirito Santo si è incarnato nel seno della Vergine Maria e si è fatto uomo”.
Crediamo in Cristo che è Verbo eterno: “Dio da Dio, Luce da Luce”. Egli, in quanto consustanziale al Padre, è Colui nel quale tutto è stato creato. Si è fatto uomo per noi e per la nostra salvezza. Come Figlio dell’uomo ha santificato la Famiglia di Nazaret, che Lo aveva accolto nella notte di Betlemme e che Lo aveva salvato di fronte alla crudeltà di Erode. Questa Famiglia –nella quale Giuseppe, sposo
della purissima Vergine Maria, faceva le veci, per il Figlio, del Padre celeste– è diventata dono di Dio stesso a tutte le famiglie: la Sacra Famiglia.
Crediamo in Gesù Cristo, che, vivendo per trent’anni nella casa di Nazaret, santificò la vita familiare. Santificò anche il lavoro umano, aiutando Giuseppe nella fatica di mantenere la Sacra Famiglia.
Crediamo in Gesù Cristo, il quale ha confermato e rinnovato il sacramento primordiale del matrimonio e della famiglia, come ci ricorda il brano evangelico poc’anzi proclamato (5). In esso abbiamo ascoltato Cristo che nel suo colloquio con i farisei, fa riferimento all’“inizio”, quando Dio “creò l’uomo - maschio e femmina li creò”, perchè, divenendo “una sola carne” (6), trasmettessero la vita ai nuovi esseri umani. Cristo dice: “Sicchè non sono più due, ma una sola carne. L’uomo dunque non separi ciò che Dio ha congiunto” (7). Cristo, Testimone del Padre e del suo Amore, costruisce la famiglia umana su un matrimonio indissolubile.
5. Cfr. Mc. 10, 2-16.
6. Cfr. Mc. 10, 6-8.
7. Mc. 10, 8-9.
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3. Credo –crediamo– in Gesù Cristo, che fu crocifisso –condannato alla morte di croce da Ponzio Pilato. Accettando liberamente la passione e la morte di croce, egli redense il mondo. Risorgendo il terzo giorno, confermò la sua Potenza divina ed annunziò la vittoria della vita sulla morte.
In tal modo Cristo è entrato nella storia di tutte le famiglie, perchè la loro vocazione è servire la vita. La storia della vita e della morte di ogni essere umano è innestata nella vocazione di ogni umana famiglia, la quale dà la vita, ma anche partecipa in modo tutto particolare all’esperienza della sofferenza e della morte. In questa esperienza è presente Cristo che dice: “Io sono la risurrezione e la vita; chi crede in me... non morirà in eterno!” (8).
Crediamo in Gesù Cristo, che, quale Redentore, è lo Sposo della Chiesa, come ci insegna san Paolo nella Lettera agli Efesini. Su quest’amore sponsale si basa il sacramento del matrimonio e della famiglia nella Nuova Alleanza. “Cristo ha amato la Chiesa e ha dato se stesso per lei [...]. Così anche i mariti hanno il dovere di amare le mogli come il proprio corpo” (9). Nello stesso spirito san Giovanni esorta tutti (e in particolare gli sposi e le famiglie)– all’amore scambievole: “Se ci amiamo gli uni gli altri, Dio rimane in noi e l’amore di lui è perfetto in noi” (10).
Cari Fratelli e Sorelle! Oggi ringraziamo in maniera particolare per quell’amore che Cristo ci ha insegnato: l’amore che “è stato riversato nei vostri cuori per mezzo dello Spirito Santo che ci è stato dato” (11), l’amore che è stato dato a voi nel sacramento del matrimonio e che da allora non ha cessato di alimentare il vostro rapporto, spingendovi al reciproco dono. Col passare degli anni esso ha abbracciato anche i vostri figli, che a voi devono il dono della vita. Quanta gioia suscita in noi l’amore che, secondo il Vangelo di oggi, Gesù manifestava ai bambini: “Lasciate che i bambini vengano a me e non glielo impedite, perchè a chi è come loro appartiene il regno di Dio” (12).
Oggi chiediamo a Cristo che tutti i genitori e gli educatori nel mondo abbiano la loro parte in quell’amore con cui Egli abbraccia i bambini e i giovani al modo loro proprio. Egli guarda nei loro cuori con l’a more e con la sollecitudine di un padre e al tempo stesso di una madre.
8. Gv. 11, 25-26.
9. Ef. 5, 25.28.
10. 1 Gv. 4, 12.
11. Rm. 5, 5.
12. Mc. 10, 14.
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4. “Credo nello Spirito Santo”. Crediamo nello Spirito Paraclito, in Colui che dà la Vita, ed è “Signore e Datore di Vita” (“Dominum et vivificantem”). Non è forse Lui, che ha innestato nei vostri cuori quell’amore che vi permette di stare insieme come mariti e come mogli, come padri e come madri, per il bene di quella comunità fondamentale che è la famiglia? Nel giorno in cui gli sposi si giuravano vicendevolmente “fedeltà, amore e rispetto per tutta la vita”, la Chiesa invocava lo Spirito Santo con questa preghiera commovente: “Effondi su di loro la grazia dello Spirito Santo affinchè, in virtù del tuo amore riversato nei loro cuori, perseverino fedeli nell’alleanza coniugale” (13).
Parole davvero commoventi! Ecco i cuori umani, invasi da vicendevole amore sponsale, gridano, perchè il loro amore possa sempre attingere alla “potenza dall’alto”14. Solo grazie a quella potenza che scaturisce dall’unità della Santissima Trinità, possono formare l’unità –l’unità
fino alla morte. Solo grazie allo Spirito Santo il loro amore riuscirà ad affrontare i compiti, sia quelli di marito e moglie, che quelli di genitori. Proprio tale amore lo Spirito Santo “effonde” nei cuori umani. È un amore nobile e puro. È un amore fecondo. È un amore che dà la vita. Un amore bello. Tutto ciò che san Paolo ha incluso nel suo “Inno all’amore” (15) costituisce il fondamento più profondo della vita familiare.
Per questa ragione oggi, in presenza di tante famiglie di tutto il mondo, rinnoviamo la nostra fede nello Spirito Santo, pregando, perchè nelle famiglie rimangano sempre tutti i suoi doni: il dono della sapienza e dell’intelletto, il dono del consiglio e della scienza, il dono della fortezza e della pietà. E anche il dono del timore di Dio, che è “principio della saggezza” (16).
13. Rituale Romanum, Ordo celebrandi matrimonium, 74.
14. Cfr. At. 1, 8.
15. Cfr. 1 Cor. 13, 1-13.
16. Sal. 111, 10.
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5. O Fratelli e Sorelle! O voi tutte Famiglie qui riunite! O voi tutte Famiglie cristiane del mondo intero, costruite la vostra esistenza sul fondamento di quel sacramento che l’Apostolo chiama “grande”17! Non vedete, forse, quanto siete inscritte nel mistero del Dio Vivente –di quel Dio che professiamo nel nostro “Credo” apostolico?
“Credo nello Spirito Santo [...]. Credo la Chiesa santa” (“unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”). Voi siete “Chiesa domestica”18, come hanno insegnato già i Padri e gli scrittori dei primi secoli. La Chiesa costruita sul fondamento degli Apostoli prende in voi il suo inizio: “Ecclesiola - Chiesa domestica”. Dunque, la Chiesa è la Famiglia delle famiglie. La fede nella Chiesa ravviva la nostra fede nella famiglia. Il mistero della Chiesa –questo mistero affascinante–, così profondamente presentato nell’insegnamento del Concilio Vaticano II, trova il suo riflesso appunto nelle famiglie.
Cari Fratelli e Sorelle! Vivete in questa luce! Che la Chiesa, dappertutto nel mondo, maturi come viva unità delle Chiese: communio Ecclesiarum –anche di quelle “chiese domestiche” che siete voi!
E quando pronunciate le parole del “Credo” che si riferiscono alla Chiesa, sappiate che esse riguardano voi!
17. Cfr. Ef. 5, 32.
18. Cfr. LG. 11.
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6. Professiamo la fede nella Chiesa e questa fede rimane strettamente unita al principio della “vita nuova”, alla quale Dio ci ha chiamati in Cristo. Professiamo questa Vita. E professandola, ricordiamo i tanti battisteri nel mondo, nei quali siamo stati generati a questa Vita. E poi a questi battisteri avete portato i vostri figli e le vostre figlie. Professiamo che il battesimo è un sacramento di rigenerazione “da acqua e da Spirito”19. In questo sacramento ci viene rimesso il peccato originale come ogni altro peccato e noi diventiamo figli adottivi di Dio a somiglianza di Cristo, che solo è Figlio “Unigenito” ed “Eterno” del Padre.
O Fratelli e Sorelle! O Famiglie! Quanto immenso è il mistero di cui siete diventati partecipi! Quanto profondamente la vostra paternità e
la vostra maternità –cari padri e care madri– si collega, mediante la Chiesa, con l’eterna paternità di Dio stesso!
19. Gv. 3, 5.
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7. Crediamo nella Santa Chiesa! Crediamo nella Comunione dei Santi. Crediamo nella remissione dei peccati, nella risurrezione dei morti e nella vita del mondo che verrà.
Non è forse necessario, alla vigilia ormai del terzo Millennio, che ci si impegni a vivere quest’Anno particolare, l’Anno della Famiglia, in una simile prospettiva di salvezza? Dal mistero della creazione dell’uomo come “communio personarum” siamo passati così al mistero della “communio sanctorum”. La vita umana, che prende inizio da Dio stesso, ha lì la sua mèta, il suo compimento. La Chiesa vive in continua comunione con tutti i santi e i beati, che vivono in Dio. In Dio c’è anche l’eterna “comunione” di tutti coloro che, qui sulla terra, sono stati padri e madri, figli e figlie. Tutti loro non sono separati da noi. Sono uniti con la comune storia della salvezza, che mediante la vittoria sul peccato e sulla morte conduce alla vita eterna, dove Dio “tergerà ogni lacrima dagli occhi umani” (20). Dove noi Lo ritroveremo come Padre, Figlio e Spirito Santo. Lui, a sua volta, ritroverà noi. Lui dimorerà in noi, perchè allora si manifesterà che Egli - Egli solo, che è “l’Alfa, l’Omega, il Primo e l’Ultimo” (21) sarà “tutto in tutti” (22).
20. Cfr. Ap. 21, 4.
21. Ap. 22, 13.
22. 1 Cor. 15, 28.
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8. Carissime Famiglie qui riunite! Famiglie di tutto il mondo! Auguro che mediante l’odierna Eucaristia, mediante la nostra comune preghiera, sappiate sempre riconoscere la vostra vocazione –la vostra grande vocazione nella Chiesa e nel mondo. Questa vocazione l’avete ricevuta da Cristo che “ci santifica” e che “non si vergogna di chiamarci fratelli e sorelle”, come abbiamo letto nel brano della Lettera agli Ebrei (23). Ecco, questo Cristo dice a tutti voi oggi: “Andate dunque in tutto il mondo e ammaestrate tutte le famiglie” (24). Annunziate loro il Vangelo della salvezza eterna, che è il “Vangelo delle famiglie”. Il Van gelo –la Buona Novella– è Cristo. “Non vi è infatti altro nome dato agli uomini sotto il cielo nel quale è stabilito che possiamo essere salvati” (25). E Cristo è sempre. Cristo è “lo stesso ieri, oggi e sempre!” (26).
Amen!
[Insegnamenti GP II, 17/2, 464-470]
23. Cfr. Eb. 2, 11.
24. Cfr. Mt. 28, 19.
25. At. 4, 12.
26. Eb. 13, 8.