[1653] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA MUJER COMO EDUCADORA DE LA PAZ
Mensaje All’inizio, para la Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 1994
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1. Al comienzo de 1995, con la mirada puesta en el nuevo milenio ya cercano, dirijo una vez más a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, mi llamada angustiada por la paz en el mundo.
La violencia que tantas personas y pueblos continúan sufriendo, las guerras que todavía ensangrientan numerosas partes del mundo, la injusticia que pesa sobre la vida de continentes enteros, no pueden ser toleradas por más tiempo.
Es hora de pasar de las palabras a los hechos: los ciudadanos y las familias, los creyentes y las Iglesias, los Estados y los organismos internacionales, ¡todos se sientan llamados a colaborar con renovado empeño en la promoción de la paz!
Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea eficaz y duradera, no puede limitarse a los aspectos exteriores de la convivencia, sino que debe incidir sobre todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de la dignidad humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no es posible si no se promueve, a todos los niveles, el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, ofreciendo a cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo con esta dignidad. “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo ser humano es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (1).
Esta verdad sobre el hombre es la clave para la solución de todos los problemas que se refieren a la promoción de la paz. Educar en esta verdad es uno de los caminos más fecundos y duraderos para consolidar el valor de la paz.
1. Giovanni XXIII, Lett. enc. Pacem in terris [11 aprile 1963], 1: AAS 55 [1963] 259.
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2. Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para acoger los valores indicados por el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris como básicos para una sociedad pacífica: la verdad, la justicia, el amor, la libertad (2). Se trata de un proyecto educativo que abarca toda la vida y dura toda la vida. Hace de la persona un ser responsable de sí mismo y de los demás, capaz de promover, con valentía e inteligencia, el bien de todo el hombre y de todos los hombres, como señaló también el Papa Pablo VI en la encíclica Populorum progressio3. Esta formación para la paz será tanto más eficaz, cuanto más convergente sea la acción de quienes, por razones diversas, comparten responsabilidades educativas y sociales. El tiempo dedicado a la educación es el mejor empleado, porque es decisivo para el futuro de la persona y, por consiguiente, de la familia y de la sociedad entera.
En este sentido, deseo dirigir mi Mensaje para esta Jornada de la Paz especialmente a las mujeres, pidiéndoles que sean educadoras para la paz con todo su ser y en todas sus actuaciones: que sean testigos, mensajeras, maestras de paz en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de las naciones, de modo particular en las situaciones de conflicto y de guerra. ¡Que puedan continuar el camino hacia la paz ya emprendido antes de ellas por otras muchas mujeres valientes y clarividentes!
2. cf. l. c., 259-264.
3. AAS 59 [1967] 264.
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3. Esta llamada dirigida particularmente a la mujer para que sea educadora de paz se basa en la consideración de que “Dios le confía de modo especial el hombre, es decir, el ser humano” (4). Esto, sin embargo, no ha de entenderse en sentido exclusivo, sino más bien según la lógica de funciones complementarias en la común vocación al amor, que llama a los hombres y a las mujeres a aspirar concordemente a la paz y a construirla juntos. En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado admirablemente el proyecto de Dios: Él ha querido que entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don (5). El hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23). ¡Es la primera exclamación de amor que resonó sobre la tierra!
Si el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no quiere decir que Dios los haya creado incompletos. Dios “los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser ‘ayuda’ para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (‘hueso de mis huesos...’) y complementarios en cuanto masculino y femenino” (6). Reciprocidad y complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja humana.
4. Giovanni Paolo II, Lett. ap. Mulieris dignitatem, 30: AAS 80 [1988], 1725. [1988 08 15/30]
5. cf. Catechismo della Chiesa Cattolica, 371. [1992 10 11b/371]
7. Ivi, 372. [1992 10 11b/372]
8. Mulieris dignitatem, 29. [1988 08 15/29]
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4. Lamentablemente, una larga historia de pecado ha perturbado y continúa perturbando el designio original de Dios sobre la pareja, sobre el “ser-hombre” y el “ser-mujer”, impidiéndoles su plena realización. Es preciso volver a este designio, anunciándolo con fuerza, para que sobre todo las mujeres, que han sufrido más por esta realización frustrada, puedan finalmente mostrar en plenitud su femineidad y su dignidad.
Es verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos importantes en esta dirección, logrando estar presentes en niveles relevantes de la vida cultural, social, económica, política y, obviamente, en la vida familiar. Ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad (7). En efecto, la construcción de la paz no puede prescindir del reconocimiento y de la promoción de la dignidad personal de las mujeres, llamadas a desempeñar una misión verdaderamente insustituible en la educación para la paz. Por esto dirijo a todos una apremiante invitación a reflexionar sobre la importancia decisiva del papel de las mujeres en la familia y en la sociedad, y a escuchar las aspiraciones de paz que ellas expresan con palabras y gestos y, en los momentos más dramáticos, con la elocuencia callada de su dolor.
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5. Para educar a la paz, la mujer debe cultivarla ante todo en sí misma. La paz interior viene del saberse amados por Dios y de la voluntad de corresponder a su amor. La historia es rica en admirables ejemplos de mujeres que, conscientes de ello, han sabido afrontar con éxito difíciles situaciones de explotación, de discriminación, de violencia y de guerra.
Muchas mujeres, debido especialmente a condicionamientos sociales y culturales, no alcanzan una plena conciencia de su dignidad. Otras son víctimas de una mentalidad materialista y hedonista que las considera un puro instrumento de placer y no duda en organizar su explotación a través de un infame comercio, incluso a una edad muy temprana. A ellas se ha de prestar una atención especial sobre todo por parte de aquellas mujeres que, por educación y sensibilidad, son capaces de ayudarlas a descubrir la propia riqueza interior. Que las mujeres ayuden a las mujeres, sirviéndose de la preciosa y eficaz aportación que asociaciones, movimientos y grupos, muchos de ellos de inspiración religiosa, han sabido ofrecer para este fin.
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6. En la educación de los hijos la madre juega un papel de primerísimo rango. Por la especial relación que la une al niño sobre todo en los primeros años de vida, ella le ofrece aquel sentimiento de seguridad y confianza sin el cual le sería difícil desarrollar correctamente su propia identidad personal y, posteriormente, establecer relaciones positivas y fecundas con los demás. Esta relación originaria entre madre e hijo tiene también un valor educativo muy particular a nivel religioso, ya que permite orientar hacia Dios la mente y el corazón del niño mucho antes de que reciba una educación religiosa formal.
En esta tarea, decisiva y delicada, no se debe dejar sola a ninguna madre. Los hijos tienen necesidad de la presencia y del cuidado de ambos padres, quienes realizan su misión educativa principalmente a través del influjo de su comportamiento. La calidad de la relación que se establece entre los esposos influye profundamente sobre la psicología del hijo y condiciona no poco sus relaciones con el ambiente circundante, como también las que irá estableciendo a lo largo de su existencia.
Esta primera educación es de capital importancia. Si las relaciones con los padres y con los demás miembros de la familia están marcadas por un trato afectuoso y positivo, los niños aprenden por experiencia directa los valores que favorecen la paz: el amor por la verdad y la justicia, el sentido de una libertad responsable, la estima y respeto del otro. Al mismo tiempo, creciendo en un ambiente acogedor y cálido, tienen la posibilidad de percibir, reflejado en sus relaciones familiares, el amor mismo de Dios y esto les hace madurar en un clima espiritual capaz de orientarlos a la apertura hacia los demás y al don de sí mismos al prójimo. La educación para la paz, naturalmente, continúa en cada período del desarrollo y se debe cultivar particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, en la que el paso de la infancia a la edad adulta no está exento de riesgos para los adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.
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7. Frente al desafío de la educación, la familia se presenta como “la primera y fundamental escuela de sociedad” (8), la primera y fundamental escuela de paz. Por tanto, no es difícil intuir las dramáticas consecuencias que surgen cuando la familia está marcada por crisis profundas que minan o incluso destruyen su equilibrio interno. Con frecuencia, en estas circunstancias, las mujeres son abandonadas. Es necesario que, justo entonces, sean ayudadas adecuadamente no sólo por la solidaridad concreta de otras familias, comunidades de carácter religioso, grupos de voluntariado, sino también por el Estado y las organizaciones internacionales mediante apropiadas estructuras de apoyo humano, social y económico que les permitan hacer frente a las necesidades de los hijos, sin ser forzadas a privarlos excesivamente de su presencia indispensable.
9. Familiaris consortio, 37. [1981 11 22/37]
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8. Otro serio problema se detecta allí donde perdura la intolerable costumbre de discriminar, desde los primeros años, niños y niñas. Si las niñas, ya en la más tierna edad, son marginadas o consideradas de menor valor, sufrirá un grave menoscabo la conciencia de su dignidad y se verá comprometido inevitablemente su desarrollo armónico. La discriminación inicial repercutirá en toda su existencia, impidiéndoles su plena inserción en la vida social.
¿Cómo no reconocer, pues, y alentar la obra inestimable de tantas mujeres, como también de tantas Congregaciones religiosas femeninas, que en los distintos continentes y en cada contexto cultural hacen de la educación de las niñas y de las mujeres el objetivo principal de su servicio? ¿Cómo no recordar además con agradecimiento a todas las mujeres que han trabajado y continúan trabajando en el campo de la salud, con frecuencia en circunstancias muy precarias, logrando a menudo asegurar la supervivencia misma de innumerables niñas?
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9. Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el modo mismo de comprenderse y organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la unidad sustancial de la familia humana. Ésta es la premisa más valiosa para la consolidación de una paz auténtica. Supone, por tanto, un progreso beneficioso la creciente presencia de las mujeres en la vida social, económica y política a nivel local, nacional e internacional. Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario,
Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe disminuir su función insustituible dentro de la familia: aquí su aportación al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor verdaderamente inestimable. A este respecto, nunca me cansaré de pedir que se den pasos decisivos hacia adelante de cara al reconocimiento y a la promoción de tan importante realidad.
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10. Asistimos hoy, atónitos y preocupados, al dramático “crecimiento”, de todo tipo de violencia; no sólo individuos aislados, sino grupos enteros parecen haber perdido toda forma de respeto a la vida humana. Las mujeres e incluso los niños están, desgraciadamente, entre las víctimas más frecuentes de esta violencia ciega. Se trata de formas execrables de barbarie que repugnan profundamente a la conciencia humana.
A todos se nos pide que hagamos lo posible por alejar de la sociedad no sólo la tragedia de la guerra, sino también toda violación de los derechos humanos, a partir del derecho indiscutible a la vida, del que la persona es depositaria desde su concepción. En la violación del derecho a la vida de los seres humanos está contenido también en germen la extrema violencia de la guerra. Pido por tanto a las mujeres que se unan todas y siempre en favor de la vida; y al mismo tiempo pido a todos que ayuden a las mujeres que sufren y, en particular, a los niños, especialmente a los marcados por el trauma doloroso de experiencias bélicas desgarradoras: sólo la atención amorosa y solícita podrá lograr que vuelvan a mirar el futuro con confianza y esperanza.
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11. Cuando mi amado predecesor, el Papa Juan XXIII, vio en la participación de las mujeres en la vida pública uno de los signos de nuestro tiempo, no dejó de anunciar que ellas, conscientes de su dignidad, no habrían ya tolerado ser tratadas de un modo instrumental (9).
Las mujeres tienen el derecho de exigir que se respete su dignidad. Al mismo tiempo, tienen el deber de trabajar por la promoción de la dignidad de todas las personas, tanto de los hombres como de las mujeres.
En este sentido, hago votos para que las numerosas iniciativas internacionales previstas para el año 1995 –algunas de las cuales se dedicarán específicamente a la mujer, como la Conferencia Mundial promovida por las Naciones Unidas en Pekín sobre el tema de la acción para la igualdad, el desarrollo y la paz– constituyan una ocasión importante para humanizar las relaciones interpersonales y sociales en el signo de la paz.
10. cf. Giovanni XXIII, Lett. enc. Pacem in terris [11 aprile 1963], I: AAS 55 [1963] 267-268.
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12. María, Reina de la paz, con su maternidad, con el ejemplo de su disponibilidad a las necesidades de los demás, con el testimonio de su dolor está cercana a las mujeres de nuestro tiempo. Vivió con profundo sentido de responsabilidad el proyecto que Dios quería realizar en ella para la salvación de toda la Humanidad. Consciente del prodigio que Dios había obrado en ella, haciéndola Madre de su Hijo hecho hombre, tuvo como primer pensamiento el de ir a visitar a su anciana prima Isabel para prestarle sus servicios. El encuentro le ofreció la ocasión de manifestar, con el admirable canto del Magnificat (Lc 1, 46-55), su gratitud a Dios que, con ella y a través de ella, había dado comienzo a una nueva creación, a una historia nueva.
Pido a la Virgen Santísima que proteja a los hombres y mujeres que, sirviendo a la vida, se esfuerzan por construir la paz. ¡Que con su ayuda puedan testimoniar a todos, especialmente a quienes viviendo en la oscuridad y en el sufrimiento tienen hambre y sed de justicia, la presencia amorosa del Dios de la paz!
[E 54 (1994), 1954-1956]
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1. All’inizio del 1995, con lo sguardo proteso verso il nuovo millennio ormai vicino, rivolgo ancora una volta a voi tutti, uomini e donne di buona volontà, il mio appello accorato per la pace nel mondo.
La violenza che tante persone e popoli continuano a subire, le guerre che tuttora insanguinano numerose parti del mondo, l’ingiustizia che grava sulla vita di interi continenti non sono più tollerabili.
È tempo di passare dalle parole ai fatti: i singoli cittadini e le famiglie, i credenti e le Chiese, gli Stati e gli Organismi Internazionali, tutti si sentano chiamati a porre mano con rinnovato impegno alla promozione della pace!
Ben sappiamo quanto quest’opera sia difficile. Essa infatti, per essere efficace e duratura, non può limitarsi agli aspetti esteriori della convivenza, ma deve piuttosto incidere sugli animi e far leva su una rinnovata coscienza della dignità umana. Bisogna riaffermarlo con forza: una vera pace non è possibile se non si promuove, a tutti i livelli, il riconoscimento della dignità della persona umana, offrendo ad ogni individuo la possibilità di vivere in conformità con questa dignità. “In una convivenza ordinata e feconda, va posto come fondamento il principio che ogni essere umano è persona, cioè una natura dotata di intelligenza e di volontà libera; e quindi è soggetto di diritti e di doveri che scaturiscono immediatamente e simultaneamente dalla sua stessa natura; diritti e doveri che sono perciò universali, inviolabili, inalienabili” (1).
Questa verità sull’uomo è la chiave di volta per la soluzione di tutti i problemi che riguardano la promozione della pace. Educare a questa verità è una delle più feconde e durevoli vie per affermare il valore della pace.
1. Giovanni XXIII, Lett. enc. Pacem in terris [11 aprile 1963], 1: AAS 55 [1963] 259.
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2. Educare alla pace significa far dischiudere le menti e i cuori all’accoglienza dei valori indicati da Papa Giovanni XXIII nell’Enciclica Pacem in terris come basilari per una società pacifica: la verità, la giustizia, l’amore, la libertà (2). Si tratta di un progetto educativo che coinvolge tutta la vita e dura per tutta la vita. Esso fa della persona un essere responsabile di sè e degli altri, capace di promuovere, con coraggio e intelligenza, il bene di tutto l’uomo e di tutti gli uomini, come ebbe a sottolineare anche il Papa Paolo VI nell’Enciclica Populorum progressio3. Questa formazione alla pace sarà tanto più efficace, quanto più convergente risulterà l’azione di coloro che, a diverso titolo, condividono responsabilità educative e sociali. Il tempo dedicato all’educazione è il meglio impiegato, perchè decide del futuro della persona e, conseguentemente, della famiglia e dell’intera società.
In questa prospettiva desidero rivolgere il Messaggio per la presente Giornata della Pace soprattutto alle donne, chiedendo loro di farsi educatrici di pace con tutto il loro essere e con tutto il loro operare: siano testimoni, messaggere, maestre di pace nei rapporti tra le persone e le generazioni, nella famiglia, nella vita culturale, sociale e politica delle nazioni, in modo particolare nelle situazioni di conflitto e di guerra. Possano continuare il cammino verso la pace già intrapreso prima di loro da molte donne coraggiose e lungimiranti!
2. cf. l. c., 259-264.
3. AAS 59 [1967] 264.
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3. Questo invito particolarmente rivolto alla donna perchè si faccia educatrice di pace poggia sulla considerazione che ad essa Dio “affida in modo speciale l’uomo, l’essere umano” (4). Ciò non va tuttavia inteso in senso esclusivo, ma piuttosto secondo la logica di ruoli complementari nella comune vocazione all’amore, che chiama gli uomini e le donne ad aspirare concordemente alla pace e a costruirla insieme. Fin dalle prime pagine della Bibbia, infatti, è mirabilmente espresso il progetto di Dio: Egli ha voluto che tra l’uomo e la donna vigesse un rapporto di profonda comunione, nella perfetta reciprocità di conoscenza e di dono (5). Nella donna, l’uomo trova un’interlocutrice con cui dialogare sul piano della totale parità. Questa aspirazione, non soddisfatta da alcun altro essere vivente, spiega il grido di ammirazione che esce spontaneo dalla bocca dell’uomo quando la donna, secondo il suggestivo simbolismo biblico, fu plasmata da una sua costola. “Questa volta essa è carne dalla mia carne e osso dalle mie ossa” (6). È il primo grido di amore risuonato sulla terra!
Se l’uomo e la donna sono fatti l’uno per l’altro, ciò non significa che Dio li abbia creati incompleti. Dio “li ha creati per una comunione di persone, nella quale ognuno può essere “aiuto” per l’altro, perchè sono ad un tempo uguali in quanto persone (“osso dalle mie ossa...”) e complementari in quanto maschio e femmina” (7). Reciprocità e complementarità sono le due caratteristiche fondamentali della coppia umana.
4. Giovanni Paolo II, Lett. ap. Mulieris dignitatem, 30: AAS 80 [1988], 1725. [1988 08 15/30]
5. cf. Catechismo della Chiesa Cattolica, 371. [1992 10 11b/371]
6. Gen 2, 23.
7. Ivi, 372. [1992 10 11b/372]
8. Mulieris dignitatem, 29. [1988 08 15/29]
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4. Purtroppo, una lunga storia di peccato ha turbato e continua a turbare l’originario progetto di Dio sulla coppia, sull’“essere-uomo” e sull’“essere-donna”, impedendone la piena realizzazione. Bisogna ad esso ritornare, annunciandolo con vigore, perchè soprattutto le donne, che più hanno sofferto per tale mancata realizzazione, possano finalmente esprimere in pienezza la loro femminilità e la loro dignità.
Per la verità, nel nostro tempo le donne hanno compiuto passi importanti in questa direzione, giungendo ad esprimersi a livelli rilevanti nella vita culturale, sociale, economica e politica, oltre che, ovviamente, nella vita familiare. È stato un cammino difficile e complesso e, qualche volta, non privo di errori, ma sostanzialmente positivo, anche se ancora incompiuto per i tanti ostacoli che, in varie parti del mondo, si frappongono a che la donna sia riconosciuta, rispettata, valorizzata nella sua peculiare dignità (8). La costruzione della pace, in effetti, non può prescindere dal riconoscimento e dalla promozione della dignità personale delle donne, chiamate a svolgere un compito insostituibile proprio nell’educazione alla pace. Rivolgo perciò a tutti un pressante invito a riflettere sull’importanza decisiva del ruolo delle donne nella famiglia e nella società e ad ascoltare le aspirazioni di pace che esse esprimono con parole e gesti e, nei momenti più drammatici, con la muta eloquenza del loro dolore.
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5. Per educare alla pace, la donna deve innanzitutto coltivarla in se stessa. La pace interiore viene dal sapersi amati da Dio e dalla volontà di corrispondere al suo amore. La storia è ricca di mirabili esempi di donne che, sostenute da questa coscienza, hanno saputo affrontare con successo difficili situazioni di sfruttamento, di discriminazione, di violenza e di guerra.
Molte donne, specie a causa dei condizionamenti sociali e culturali, non giungono però ad una piena consapevolezza della loro dignità. Altre sono vittime di una mentalità materialistica ed edonistica che le considera un puro strumento di piacere e non esita ad organizzarne lo sfruttamento con ignobile commercio, persino in giovanissima età. Ad esse va rivolta un’attenzione speciale soprattutto da parte di quelle donne che, per educazione e sensibilità, sono in grado di aiutarle a scoprire la propria ricchezza interiore. Le donne aiutino le donne, traendo sostegno dal prezioso ed efficace contributo che associazioni, movimenti e gruppi, molti dei quali di ispirazione religiosa, hanno mostrato di saper offrire a questo fine.
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6. Nell’educazione dei figli ha un ruolo di primissimo piano la madre. Per il rapporto speciale che la lega al bambino soprattutto nei primi anni di vita, essa gli offre quel senso di sicurezza e di fiducia senza il quale gli sarebbe difficile sviluppare correttamente la propria identità personale e, successivamente, stabilire relazioni positive e feconde con gli altri. Questa originaria relazione tra madre e figlio ha inoltre una valenza educativa tutta particolare sul piano religioso, perchè permette di orientare a Dio la mente e il cuore del bambino molto prima che inizi una formale educazione religiosa.
In questo compito, decisivo e delicato, nessuna madre deve essere lasciata sola. I figli hanno bisogno della presenza e della cura di entrambi i genitori, i quali realizzano il loro compito educativo innanzitutto mediante l’influsso derivante dal loro comportamento. La qualità del rapporto che si stabilisce tra gli sposi incide profondamente sulla psicologia del figlio e condiziona non poco le relazioni che egli stabilisce con l’ambiente circostante, come anche quelle che intreccerà lungo l’arco della sua esistenza.
Questa prima educazione è di capitale importanza. Se i rapporti con i genitori e con gli altri familiari sono contrassegnati da una relazionalità affettuosa e positiva, i bambini imparano dalla viva esperienza i valori che promuovono la pace: l’amore per la verità e la giustizia, il senso di una libertà responsabile, la stima e il rispetto dell’altro. Al tempo stesso, crescendo in un ambiente accogliente e caldo, essi hanno la possibilità di percepire, riflesso nelle loro relazioni familiari, l’amore stesso di Dio e questo li fa maturare in un clima spirituale capace di orientarli all’apertura verso gli altri e al dono di sè al prossimo. L’educazione alla pace, naturalmente, continua in ogni periodo dello sviluppo ed è particolarmente da coltivare nella difficile fase dell’adolescenza, nella quale il passaggio dall’infanzia all’età adulta non è senza rischi per gli adolescenti, chiamati a scelte decisive per la vita.
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7. Di fronte alla sfida dell’educazione, la famiglia si presenta come “la prima e fondamentale scuola di socialità” (9), la prima e fondamentale scuola di pace. Non è pertanto difficile intuire le conseguenze drammatiche alle quali si va incontro quando la famiglia è segnata da crisi profonde che ne minano o addirittura ne sconvolgono gli interni equilibri. Spesso, in queste circostanze, le donne sono lasciate sole. È necessario invece che, proprio allora, esse siano adeguatamente aiutate non solo dalla concreta solidarietà di altre famiglie, di comunità a carattere religioso, di gruppi di volontariato, ma anche dallo Stato e dalle Organizzazioni Internazionali mediante appropriate strutture di supporto umano, sociale ed economico che consentano loro di far fronte alle necessità dei figli, senza essere costrette a privarli oltre misura della loro indispensabile presenza.
9. Familiaris consortio, 37. [1981 11 22/37]
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8. Un altro serio problema si registra là dove perdura la consuetudine intollerabile di discriminare, fin dai primissimi anni, bambini e bambine. Se le bambine, già nella più tenera età, vengono emarginate o considerate di minor valore, sarà gravemente intaccato il senso della loro dignità e inevitabilmente compromesso il loro armonioso sviluppo. L’iniziale discriminazione si ripercuoterà su tutta la loro esistenza, impedendo un pieno inserimento nella vita sociale.
Come dunque non riconoscere e incoraggiare l’opera inestimabile di tante donne, come pure di tante Congregazioni religiose femminili, che nei vari continenti e in ogni contesto culturale fanno dell’educazione delle bambine e delle donne lo scopo precipuo del loro servizio? Come non ricordare altresì con animo grato tutte le donne che hanno operato e continuano ad operare sul fronte della salute, spesso in circostanze assai precarie, riuscendo non di rado ad assicurare la sopravvivenza stessa di innumerevoli bambine?
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9. Quando le donne hanno la possibilità di trasmettere in pienezza i loro doni all’intera comunità, la stessa modalità con cui la società si comprende e si organizza ne risulta positivamente trasformata, giungendo a riflettere meglio la sostanziale unità della famiglia umana. Sta qui la premessa più valida per il consolidamento di un’autentica pace. È dunque un benefico processo quello della crescente presenza delle donne nella vita sociale, economica e politica a livello locale, nazionale e internazionale. Le donne hanno pieno diritto di inserirsi attivamente in tutti gli ambiti pubblici e il loro diritto va affermato e protetto anche attraverso strumenti legali laddove si rivelino necessari.
Il riconoscimento del ruolo pubblico delle donne non deve, tuttavia, sminuirne quello insostituibile all’interno della famiglia: qui il loro contributo al bene e al progresso sociale, anche se poco considerato, è di valore veramente inestimabile. In proposito, non mi stancherò mai di chiedere che si compiano decisivi passi in avanti in ordine al riconoscimento e alla promozione di così importante realtà.
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10. Assistiamo oggi, attoniti e preoccupati, al drammatico “crescendo” di ogni tipo di violenza: non solo singoli individui, ma interi gruppi sembrano aver smarrito ogni senso di rispetto nei confronti della vita umana. Le donne e perfino i bambini sono, purtroppo, tra le vittime più frequenti di tale cieca violenza. Si tratta di forme esecrabili di barbarie che ripugnano profondamente alla coscienza umana.
Tutti siamo interpellati a fare il possibile per allontanare dalla società non soltanto la tragedia della guerra, ma anche ogni violazione dei diritti umani, a partire da quello indiscutibile alla vita, di cui la persona è depositaria fin dal suo concepimento. Nella violazione del diritto alla vita del singolo essere umano è contenuta in germe anche l’estrema violenza della guerra. Chiedo pertanto alle donne di schierarsi tutte e sempre dalla parte della vita; e chiedo al tempo stesso a tutti di aiutare le donne che soffrono e in particolare, i bambini, specialmente quelli segnati dal trauma doloroso di esperienze belliche sconvolgenti: solo l’attenzione amorevole e premurosa potrà far sì che essi tornino a guardare al futuro con fiducia e speranza.
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11. Quando il mio amato predecessore Papa Giovanni XXIII individuò nella partecipazione delle donne alla vita pubblica uno dei segni del nostro tempo non mancò di annunciare che esse, consapevoli della loro dignità, non avrebbero più tollerato di essere trattate in maniera strumentale (10).
Le donne hanno il diritto di esigere che la loro dignità venga rispettata. Allo stesso tempo, esse hanno il dovere di lavorare per la promozione della dignità di tutte le persone, degli uomini come delle donne.
In questa prospettiva auspico che le numerose iniziative internazionali previste per il 1995 –di esse alcune saranno dedicate specificamente alla donna, come la Conferenza Mondiale promossa dalle Nazioni Unite a Pechino sul tema dell’azione per l’uguaglianza, lo sviluppo e la pace– costituiscano un’occasione importante per umanizzare i rapporti interpersonali e sociali nel segno della pace.
10. cf. Giovanni XXIII, Lett. enc. Pacem in terris [11 aprile 1963], I: AAS 55 [1963] 267-268.
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12. Maria, Regina della pace, con la sua maternità, con l’esempio della sua disponibilità ai bisogni degli altri, con la testimonianza del suo dolore è vicina alle donne del nostro tempo. Ella visse con profondo senso di responsabilità il progetto che Dio intendeva realizzare in lei per la salvezza dell’intera umanità. Consapevole del prodigio che Dio aveva operato in lei, rendendola Madre del suo Figlio fatto uomo, come primo pensiero ebbe quello di andare a visitare l’anziana cugina Elisabetta per prestarle i suoi servizi. L’incontro le offrì l’occasione di esprimere, col mirabile canto del Magnificat (11) la sua gratitudine a Dio che con lei e attraverso di lei aveva dato avvio ad una nuova creazione, ad una storia nuova.
Chiedo alla Vergine Santissima di sostenere gli uomini e le donne che, servendo la vita, s’impegnano a costruire la pace. Con il suo aiuto possano testimoniare a tutti, specialmente a coloro che vivendo nell’oscurità e nella sofferenza hanno fame e sete di giustizia, la presenza amorevole del Dio della pace!
[AAS 87 (1995), 359-365]
11. Lc 1, 46-55.