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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1655] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL DERECHO DE LA PERSONA HUMANA A LA FAMILIA

Discurso Sono lieto, a las Familias y Simpatizantes del Movimiento Apostólico de los Ciegos, 9 diciembre 1994

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1. Me siento feliz de recibimos con ocasión del encuentro que el Movimiento Apostólico de los Ciegos ha organizado para las familias de miembros y simpatizantes sobre el tema: “Unidos por la Familia”. Con esta cita habéis querido reclamaros a vosotros mismos y a la comunidad civil y eclesial la exigencia de la solidaridad en la familia y entre las familias, para que todos puedan disfrutar de un bien tan grande como es la comunidad familiar. Os doy las gracias por esta visita, que me ofrece la posibilidad de unir mi voz a la vuestra en apoyo de una causa tan importante.

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2. Con vosotros, queridísimos, deseo ante todo reafirmar un derecho inseparable del don de la vida humana: el derecho a la familia. Es éste un derecho que no se puede negar a nadie. No se trata tanto de una reivindicación social como de un principio humano, de una verdad sobre el hombre y sobre la mujer. En la Carta a las Familias he recordado que “Dios ‘ama’ al hombre como un ser semejante a Él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios ‘por sí mismo’. Esto es válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones... Dios entrega el hombre a sí mismo, confiándolo contemporáneamente a la familia y a la sociedad, como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen, o deberían tener, plena conciencia de que Dios ‘ama’ a este hombre ‘por sí mismo’” (n. 9).

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3. Cuando en la familia nace un discapacitado o alguno de los componentes es golpeado por una grave minusvalía, se desencadena un conjunto de emociones en el corazón de todos: angustia, miedo, vergüenza, pudor, impotencia, dolor... La familia tiene el riesgo de encerrarse en sí misma, temerosa frecuentemente de que los demás no sean capaces de comprender. Puede entonces predominar un sentido de rebelión contra todo y contra todos, también contra Dios. Es necesario en tales circunstancias un suplemento de valor y de fe: sólo la fe ilumina la oscuridad de misteriosas condiciones ante las cuales la razón no sabe dar respuesta.

Las personas con minusvalía –vosotros lo sabéis bien– llegan a la aceptación responsable de su situación gracias al encuentro con Cristo sufriente y resucitado, cuya presencia se realiza en cierto modo experimental en el testimonio de comunidades creyentes que, compartiendo generosamente el problema, lo abren a una perspectiva de solución, iluminada por el anuncio gozoso de la salvación definitiva. Se reavivan entonces acontecimientos similares a aquellos que leemos en los pasajes evangélicos.

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4. En el camino de Jericó, por ejemplo, se levanta el grito de Bartimeo, ciego de nacimiento. Jesús se da cuenta de su presencia, lo llama, le dirige una palabra amiga, dándole la fuerza para volver a empezar, para seguir esperando. Liberar al hombre del mal, de la marginación causada por sus dificultades requiere la capacidad de estar con el otro para compartir su condición.

En el camino de Betania, Marta corre al encuentro de Jesús y le reprocha el haber llegado cuando su hermano Lázaro estaba ya muerto. Jesús la exhorta a creer y afirma: “Yo soy la resurrección y la vida”. También la hermana María llora a los pies del Señor y repite las palabras que son también las nuestras frente al dolor inocente: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn 11, 32). Jesús se conmueve profundamente y llora. Después va al sepulcro y resucita a Lázaro.

Cristo es el Señor de la vida: salva al hombre en su integridad, responde a sus inquietantes interrogantes proponiéndose como el que acoge, el que ama, el que salva. Lo hace habitualmente a través del testimonio de la comunidad que vive activamente el Evangelio de la solidaridad y de la acogida. Los obispos italianos, en las orientaciones pastorales para los años noventa, han reclamado este valor fundamental: “Puede ser fácil, afirman, ayudar a alguien sin acogerlo plenamente. Acoger al pobre, al enfermo, al extranjero, al presidiario, al discapacitado es, en realidad, hacerle espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias amistades, en la propia ciudad y en las propias leyes” (Evangelización y testimonio de la caridad, n. 39).

Mi deseo, queridísimos, es que estas palabras encuentren en vuestra Asociación, y en particular en las familias, la disponibilidad necesaria para un compromiso tan exigente. Os confío a la protección de María Santísima y de San José, al mismo tiempo que os imparto a vosotros, a vuestros seres queridos y a todos los grupos del Movimiento de Ciegos mi bendición apostólica.

[E 55 (1995), 79]