[1661] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL NACIMIENTO DEL SEÑOR, FIESTA DE LA FAMILIA Y REVELACIÓN DEL AMOR
De la Homilía en la Misa para los Estudiantes de las Universidades de Roma, 15 diciembre 1994
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4. La Navidad del Señor es la fiesta de la familia. Así sucede cada año. Sin embargo, en éste que, como sabemos, es el Año de la familia, la Navidad cobra un significado particular. Mientras lo digo a vosotros, apreciados profesores de los ateneos romanos, tengo ante mis ojos a vuestras familias y les deseo la gracia y la serenidad de las fiestas de la Navidad del Señor.
Por el contrario, cuando pienso en vosotros, queridos jóvenes, caigo en la cuenta de que cada uno de vosotros no sólo se prepara para completar sus estudios, sino también para fundar su propia familia. El hombre y la mujer abandonan a su padre y a su madre, y se unen a su esposa o a su marido, para dar origen a una nueva familia (cf. Gn 2, 24). El libro del Génesis, con palabras muy sencillas pero muy sugestivas, presenta esta vocación de la criatura humana. En cierto momento de su vida, el joven, chico o chica, percibe y cobra conciencia de esta llamada. Ciertamente, se trata de una llamada diferente a la vocación sacerdotal o religiosa, para la que es decisiva una invitación especial de Cristo, un llamamiento personal a seguirlo: “¡Sígueme!” (cf. Mt 4, 19). Con todo, también la conciencia del camino que lleva a la fundación de una familia es una vocación, con respecto a la cual es preciso llevar a cabo un claro discernimiento. Hay que acogerla conscientemente y, con este fin, es necesario hacerla objeto de una prolongada oración.
Todo ello pone de manifiesto una espera, que es ante todo espera de una persona: él o ella; y, al mismo tiempo, es espera del amor. En efecto, sólo el amor puede dar a entender realmente a dos jóvenes que están llamados a caminar juntos por la vida.
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5. Os debo confesar que, especialmente hace muchos años, me tocó a menudo no sólo ser testigo de estas importantes vicisitudes personales, sino incluso ser la persona elegida por muchos jóvenes para confiarme los secretos de su corazón, para hablarme de buen grado de su vocación al matrimonio y a la vida familiar. Aprendí entonces la gran verdad sobre el amor y la responsabilidad, y a ella dediqué incluso un libro. Ese texto surgió en el clima de múltiples esperas del amor y también de muchos esfuerzos por conferir al amor una forma madura, para poder apoyar en él toda la existencia en la comunidad familiar.
Al contrario de lo que, tal vez, se quiere hacer creer y de lo que muchas veces y de varias maneras se suele incluso proclamar, el amor es una llamada particular a la responsabilidad. Ante todo, una llamada a la responsabilidad con respecto a otra persona, a la que no se debe defraudar. Pero es asimismo una llamada a la responsabilidad hacia el futuro común de los esposos, y no sólo hacia su futuro personal, sino también hacia el de los hijos, a los que van a dar vida: es decir, el futuro de una familia como comunión de vida y de amor. La experiencia enseña que la familia puede realizar las expectativas de los jóvenes, pero también puede defraudarlas. ¿Es la familia la que defrauda las expectativas de los jóvenes? ¿No son, más bien, ellos quienes se defraudan a sí mismos? Estas preguntas, de por sí, bastan para caer en la cuenta de que el amor está unido a la responsabilidad, y para deducir de qué tipo de responsabilidad se trata.
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6. La lectura del libro del profeta Isaías nos presenta hoy a Dios que, además de ser Creador y Redentor del hombre, es también el Esposo: “Porque tu esposo es tu Creador (...). Tu redentor es el Santo de Israel” (Is 54, 5). Encontramos esta imagen del Antiguo Testamento en el evangelio y en las cartas de san Pablo, donde aparece de modo claro cómo la vocación al matrimonio y a la vida en familia está profundamente arraigada en el misterio de Dios. El pasaje de Isaías, al igual que el de la lectura del apóstol san Pablo a los Efesios, habla del amor esponsal de Dios. Ésa es la característica del amor sobre la que se basan el matrimonio y la familia: hace de dos jóvenes un esposo y una esposa.
El amor esponsal se manifiesta en la entrega total. La persona humana puede entregarse totalmente y sin reservas a Dios en la vocación religiosa o sacerdotal. Y puede entregarse sin reservas también a otra persona –el hombre, a la mujer; y la mujer, al hombre– y la disponibilidad a esa entrega decide la vocación al matrimonio y a la vida familiar. Todos los textos de la sagrada Escritura que hablan de amor esponsal, hablan al mismo tiempo de la vocación al matrimonio.
El Señor Jesús, desde el inicio de su actividad mesiánica, anunció, mediante su presencia en Caná de Galilea, el carácter sacramental de esta vocación. Y cuando respondió a la pregunta de los fariseos sobre la indisolubilidad del matrimonio, expresó con otras palabras el plan inicial de Dios sobre el amor esponsal (cf. Mt 19, 3-9). En efecto, sólo el amor esponsal puede hacer que el hombre abandone a su madre y a su padre, y se una a su mujer tan íntimamente que ambos se convierten en una sola carne (cf. Gn 2, 24). Y, desde luego, lo mismo se puede decir de la mujer. Esta unidad, de la que habla el libro del Génesis, y que es confirmada por Cristo, el cual la elevará a la dignidad de sacramento, es fruto del recíproco amor esponsal y de la gracia divina. Entregándose mutuamente en la alianza conyugal, el hombre y la mujer se juran fidelidad, amor y honestidad “durante toda la vida”, y en su consentimiento se halla incluida la perspectiva de la paternidad y la maternidad. Los esposos se reconocen como futuros padres, como padre y madre, manifestando la voluntad de perseverar en la unidad conyugal incluso por el bien de la prole que Dios les dé. Las palabras del consentimiento manifiestan la responsabilidad que atestigua, del modo más completo, el amor. Al entregarse y aceptarse recíprocamente, los esposos confirman, ante Dios y ante los hombres, que su amor es maduro para ese compromiso. Cuando el Señor Jesús plantea a la muchedumbre la pregunta referida a la persona de Juan Bautista: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?” (Lc 7, 24), dice algo que puede aplicarse también a la madurez interior que se exige a los esposos cuando toman una decisión que los unirá para toda la vida. No pueden ser “cañas agitadas por el viento”.
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7. Al comienzo del Año de la familia dirigí una carta personal a todas las familias de la Iglesia y del mundo. Ciertamente, habrá llegado a las manos de muchos de vosotros, y creo que podría ser útil a los jóvenes que se preparan para el matrimonio, pues a ese paso tan comprometedor debe llevarlos un amor que, en sí mismo, es algo hermoso. La Carta a las familias explica ampliamente el significado del amor hermoso.
Hoy, en este encuentro durante el período de Adviento, quiero desearos a todos el amor hermoso: a los esposos, que viven el matrimonio, y a los jóvenes que se preparan para contraerlo. El amor es hermoso cuando es verdadero, cuando es capaz de afrontar las experiencias y las pruebas de la vida. En el “amor hermoso” se halla presente Dios. En efecto, Él mismo es amor, en el sentido más pleno de la palabra (cf. 1 Jn 4, 8). Cristo nos enseña el “amor hermoso” en todas las páginas del evangelio y, de manera especial, en el sacrificio de la cruz, con el que se ofrece a sí mismo. Esta interpretación de la cruz con el “amor hermoso”, esta interpretación del amor con la cruz, es un misterio, es una realidad. Tratad de profundizar en ella.
En la primera carta de san Pablo a los Corintios encontramos una admirable exposición del “amor hermoso”. Os quiero citar aquí un pasaje: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Co 13, 4-7).
Antes de hacer este himno a la caridad, san Pablo dice a los destinatarios: “Aspirad a los carismas superiores” (1 Co 12, 31). Y el carisma superior es el amor. Quisiera formular con estas palabras del Apóstol de los gentiles mis mejores deseos para vosotros, queridos amigos: “Aemulamini autem charismata maiora!”. Os deseo el amor que merece el calificativo de grande, verdadero, hermoso. Cristo Señor, en el misterio de su Navidad, abra ante vosotros las perspectivas de ese amor, que colma y realiza las más profundas expectativas del espíritu humano.
Para terminar, junto con el cardenal vicario, con los obispos y colaboradores de la diócesis de Roma, con todos los sacerdotes, con los párrocos romanos, con vuestros capellanes que concelebran la eucaristía conmigo, quisiera desearos a todos vosotros, a toda la gran comunidad universitaria de Roma, ¡Feliz Navidad!
Alabado sea Jesucristo.
[DP-159 (1994), 259]
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4. Il Natale del Signore è la festa della famiglia. È così ogni anno. Tuttavia in quest’anno, che, come sappiamo, è l’Anno della Famiglia,
il Natale acquista un particolare significato. Mentre lo dico a voi, sti mati Professori degli Atenei Romani, ho davanti agli occhi le vostre famiglie ed auguro ad esse la grazia e la serenità delle feste del Natale del Signore.
Quando invece penso a voi, cari giovani, mi rendo conto che ognuno di voi non si prepara soltanto a completare gli studi, ma anche a fondare la propria famiglia. L’uomo e la donna abbandonano il padre e la madre e si uniscono alla propria moglie o al proprio marito per dare inizio ad una nuova famiglia (1). Il libro della Genesi con parole semplicissime ma molto suggestive presenta questa vocazione della creatura umana. Ad un certo momento della vita il giovane, ragazzo o ragazza, percepisce e prende consapevolezza di questa chiamata. Certo, è chiamata diversa dalla vocazione sacerdotale o religiosa, per la quale è decisivo uno speciale invito da parte di Cristo, un personale appello a seguirlo: “Seguimi!” (2). Tuttavia, anche la consapevolezza della via che porta alla fondazione di una famiglia è una vocazione, nei confronti della quale va operato un chiaro discernimento. Bisogna accoglierla consapevolmente e, a questo fine, occorre farla oggetto di prolungata preghiera.
Tutto ciò mette in evidenza un’attesa, che è anzitutto attesa di una persona: lui o lei; e contemporaneamente è attesa dell’amore. Soltanto l’amore, infatti, può realmente far capire a due giovani che sono chiamati a camminare insieme nella vita.
1. cf. Gen 2, 24.
2. cf. Mt 4, 19.
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5. Vi devo confessare che, specialmente in anni lontani, mi è capitato spesso di essere non soltanto testimone di queste importanti vicende personali, ma qualcosa di più: di essere, cioè, colui al quale i giovani confidavano i segreti dei loro cuori, colui con il quale volentieri parlavano della loro vocazione al matrimonio e alla vita familiare. Appresi allora la grande verità sull’amore e sulla responsabilità, e ad essa dedicai anche un libro. Quel testo nacque nel clima di molteplici attese dell’amore ed anche di molteplici sforzi per conferire all’amore una forma matura, sì da poter poggiare su di esso l’intera esistenza nella comunità familiare.
Al contrario di quanto forse si vuol far credere e di quanto più volte e in vari modi viene perfino propagandato, l’amore è una particolare chiamata alla responsabilità. Prima di tutto, alla responsabilità verso un’altra persona, che mai va delusa. Ma chiamata anche alla respon sabilità verso il “comune futuro dei coniugi” e non soltanto verso il loro personale futuro, bensì anche verso quello dei figli, ai quali daranno la vita: il futuro, cioè, di una famiglia come comunione di vita e d’amore. L’esperienza insegna che la famiglia può realizzare le attese dei giovani, ma può anche deluderle. È la famiglia a deludere le attese dei giovani o non sono piuttosto loro a deludere se stessi? Questa domanda da sola è sufficiente per rendersi conto di quanto l’amore sia unito alla responsabilità, e di quale tipo di responsabilità si tratti.
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6. La lettura del libro del profeta Isaia ci presenta oggi Dio che, Creatore e Redentore dell’uomo, è allo stesso tempo lo Sposo: “Poichè tuo sposo è il tuo Creatore... tuo Redentore è il Santo di Israele” (3). Ritroviamo questa immagine dell’Antico Testamento nel Vangelo e nelle Lettere di san Paolo, dove emerge in modo chiaro quanto profondamente la vocazione al matrimonio e alla vita in famiglia sia radicata nel mistero di Dio. Il brano di Isaia come pure quello della Lettera di san Paolo apostolo agli Efesini parlano dell’amore sponsale di Dio. Ecco la caratteristica dell’amore su cui si basa il matrimonio e la famiglia: fa di due giovani uno sposo e una sposa.
L’amore sponsale s’esprime nella donazione totale. La persona umana può donarsi totalmente e senza riserve a Dio nella vocazione religiosa o sacerdotale. Essa può donarsi senza riserve anche ad un’altra persona –l’uomo alla donna, e la donna all’uomo– e la disponibilità ad un tale dono di sè decide della vocazione al matrimonio e alla vita familiare. Tutti i testi della Sacra Scrittura che parlano di amore sponsale, parlano allo stesso tempo della vocazione al matrimonio.
Il Signore Gesù, sin dall’inizio della sua attività messianica, preannunciò, mediante la sua presenza a Cana di Galilea, il carattere sacramentale di questa vocazione. E quando rispose alla domanda dei farisei sull’indissolubilità del matrimonio, espresse con altre parole il disegno iniziale di Dio sull’amore sponsale (4). Infatti solo l’amore sponsale può far sì che l’uomo abbandoni la propria madre ed il proprio padre e si unisca a sua moglie così strettamente da diventare una sola carne (5). E lo stesso, ovviamente, avviene per la donna. Questa unità, di cui parla il libro della Genesi e che viene confermata da Cristo, il quale la eleverà alla dignità di sacramento, è frutto del reciproco amore sponsale e della grazia divina. Donandosi reciprocamente nell’alleanza coniugale, l’uomo e la donna si giurano l’un l’altro fedeltà, amore ed onestà per “tutti i giorni della loro vita”, e nel loro consenso è contenuta la prospettiva della paternità e della maternità. Gli sposi si riconoscono come futuri genitori, come padre e madre, manifestando la volontà di perseverare nell’unità coniugale anche in considerazione della prole che Dio darà loro. Le parole del consenso matrimoniale esprimono la responsabilità che testimonia nel modo più completo l’amore. Donandosi ed accettandosi reciprocamente, gli sposi confermano, davanti a Dio e agli uomini, che il loro amore è maturo per un simile impegno. Quando il Signore Gesù pone alla folla la domanda riguardante la persona di Giovanni Battista: “Che cosa siete andati a vedere nel deserto? Una canna agitata dal vento?” (6), dice una cosa che può essere riferita anche alla maturità interiore richiesta agli sposi quando prendono una decisione che li vincolerà per tutta la vita. Non possono essere come “canne agitate dal vento”.
3. Is 54, 5.
4. cf. Mt 19, 3-9.
5. cf. Gen 2, 24.
6. Lc 7, 24.
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7. All’inizio dell’Anno della Famiglia ho indirizzato una Lettera personale a tutte le famiglie della Chiesa e del mondo. Certamente è arrivata tra le mani di molti di voi qui presenti e penso che essa potrebbe essere utile ai giovani che si preparano al matrimonio: essi devono essere condotti a tale impegnativo passo da un amore che è in se stesso qualcosa di bello. La Lettera alle famiglie si sofferma ampiamente sul significato del “bell’amore”.
Oggi, in quest’incontro nel periodo d’Avvento, desidero augurare a tutti voi il bell’amore: ai coniugi che vivono il matrimonio ed ai gio vani che vi si preparano. L’amore è bello quando è vero, quando è capace di far fronte alle esperienze e alle prove della vita. Nel “bell’amore” è presente Dio. Lui stesso, infatti, è amore nel senso più pieno della parola (7). Cristo ci insegna il “bell’amore” in ogni pagina del Vangelo e specialmente nel sacrificio della Croce, col quale offre se stesso. Questa interpretazione della Croce con il “bell’amore”, questa interpretazione dell’amore con la Croce: è un mistero, è una realtà: cercate di approfondirla.
Una meravigliosa esposizione del “bell’amore” la troviamo nella prima lettera di san Paolo ai Corinzi, della quale voglio riportare qui un passo: “La carità è paziente, è benigna la carità; non è invidiosa la carità, non vi vanta, non si gonfia, non manca di rispetto, non cerca il suo interesse, non si adira, non tiene conto del male ricevuto, non gode dell’ingiustizia, ma si compiace della verità. Tutto copre, tutto crede, tutto spera, tutto sopporta” (8).
Prima di tessere quest’inno alla carità, san Paolo dice ai destinatari: “Aspirate ai carismi più grandi!”9. E il “carisma più grande” è l’amore. Vorrei formulare con queste parole dell’Apostolo delle Genti gli auguri per voi, cari amici: “Aemulamini autem charismata maiora!”. Vi auguro l’amore che merita il nome di grande, di vero, di bello! Cristo Signore, nel mistero del suo Natale, schiuda davanti a voi la prospettiva di tale amore, che colma e realizza le più profonde attese dell’animo umano.
Vorrei alla fine, insieme con il Cardinale Vicario, i Vescovi ed i collaboratori della Diocesi di Roma, con tutti i sacerdoti, i parroci romani, con i vostri cappellani che concelebrano l’Eucaristia con me, augurare a tutti i presenti, a tutta la grande comunità universitaria di Roma, Buon Natale!
Sia lodato Gesù Cristo.
[Insegnamenti GP II, 17/2, 1094-1097]
7. cf. 1 Gv 4, 8.
8. 1 Cor 13, 4-7.
9. 1 Cor 12, 31.