[1682] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS DOLORES Y SUFRIMIENTOS DE LA SOCIEDAD, REFLEJO DE LOS DOLORES Y SUFRIMIENTOS DE LAS FAMILIAS
Del Discurso Ao darmos início, a un grupo de Obispos de Brasil, en la visita ad limina, 17 febrero 1995
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2. Demos gracias al Señor por las señales de dedicación de vuestras Iglesias al servicio de la evangelización, por las numerosas iniciativas de catequesis, que sigue siendo siempre el principal camino de la evangelización, especialmente la dirigida hacia los niños y hacia los adolescentes, ofreciendo, al mismo tiempo, a los adultos motivaciones válidas para su fe en el contexto de las condiciones sociales que imperan en vuestras diócesis.
En este sentido, el año 1994 ha adquirido un profundo significado eclesiológico puesto que ha sido proclamado el Año de la Familia. Vuelve otra vez a mi mente la movilización mundial que ha suscitado, con la ayuda de la Providencia divina, en todo núcleo familiar una nueva toma de conciencia de la propia misión civil y eclesial en la promoción del respeto del ser humano en cuanto tal; y no podría ser de otra forma cuando se comprueba, en todo su significado, que “el cristianismo es la religión de la Encarnación, es el anuncio gozoso de un Dios que viene al encuentro del hombre” (“Angelus” 30 enero 1994). De esta forma la Iglesia ha querido dar, a lo largo de todo el año, un testimonio particular, recordando que con la familia están vinculados los valores fundamentales del ser humano y los más sagrados derechos y deberes del cristiano. Por ello, necesariamente tengo que rendir homenaje a las innumerables parejas desposadas y familias brasileñas, que viviendo con alegría su fidelidad a la fe cristiana, continúan comprometiéndose para infundir en la cultura de vuestro país los grandes valores de la cordialidad, de la amistad, de la laboriosidad y de la solidaridad fundados sobre una sólida base cristiana.
Muchas veces, pensando en vosotros, mientras desarrolláis vuestra labor pastoral, he reflexionado sobre vuestras preocupaciones, que son también las mías, respecto a algunas situaciones que os afligen. Con frecuencia me he detenido sobre algunos problemas de la sociedad brasileña, puesto que sé que queda todavía mucho por hacer en vuestra realidad social tan diversificada. Pensaba, por ejemplo, en los niños de la calle, en la difusión de las drogas, en el bandidaje, en la violencia y en los asesinatos urbanos; y, en lo que concierne directamente a la familia, en la multiplicación de los divorcios, de las separaciones, de las situaciones irregulares, en el uso de los anticonceptivos, en la proliferación de la esterilización voluntaria o del aborto, en la delincuencia juvenil y en el exterminio de los menores transgresores y en tantos otros fenómenos que no es necesario mencionar.
Al evocar estos problemas, es natural que se plantee el siguiente interrogante: ¿cuál es la raíz y la causa de todos estos males? Si investigáramos a fondo, encontraríamos la siguiente respuesta: los sufrimientos de la sociedad son un reflejo de los sufrimientos familiares. Siendo la familia la célula fundamental y vital de la sociedad, cuando la familia está enferma, también toda la sociedad está enferma. Porque los ciudadanos que hacen propias las virtudes y los vicios de una familia, son ciudadanos que se sacrifican y se corrompen en el seno de una familia: “Como es la familia así es la nación, puesto que así es el ciudadano que construye la sociedad” (Homilía en Nowy Targ, 8 de junio de 1979).
Deseo recordaros una cosa que guardo en lo profundo del corazón: por mucho que nos esforcemos, jamás habremos hecho bastante para revitalizar la familia y para rescatar sus más antiguos y fundamentales valores; nuestra labor misionera jamás deberá ser tan ardiente como cuando nos comprometemos a fondo para poner en práctica aquel lema acuñado en la exhortación apostólica Familiaris consortio: “¡Familia, se “lo que” eres!” (n. 17).
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3. El futuro de la Iglesia en el Brasil pasa, pues, a través de la familia. En ella debemos ver el centro de convergencia de la pastoral de la Iglesia. No fue sin una luz especial del Espíritu Santo cómo la Conferencia de Santo Domingo llegó a decir: “es necesario hacer de la Pastoral Familiar una prioridad fundamental, sentida, real y operante” (n. 64).
Hace algunos años recordé a los obispos del Brasil esta prioridad y esta centralidad de la Pastoral Familiar con palabras que hoy tienen una mayor actualidad e implican una necesidad más urgente de ser puestas en práctica: “En toda diócesis –grande o pequeña, rica o pobre, dotada o no de clero– el obispo actuará con sabiduría pastoral, hará una “inversión” altamente compensatoria, construirá a medio plazo su Iglesia particular y, al mismo tiempo, prestará su máximo apoyo a una Pastoral Familiar efectiva” (Directrices a los obispos del Brasil, n. 5). La Pastoral Familiar –a nivel parroquial, diocesano y nacional– no debe ser considerada sólo una opción entre las demás sino también una apremiante necesidad que se convierte como en un fuego que irradia los valores cristianos de la nueva evangelización, en el corazón mismo de la sociedad donde la familia está enraizada; es ella la que dará estabilidad en el tiempo al esfuerzo evangelizador.
Será necesario entonces convenir en el hecho de que las líneas más urgentes de esta Pastoral, enunciadas en el Documento de Santo Domingo, deberán basarse en el esfuerzo para la “formación de los futuros esposos” (n. 222) y en la promoción del cometido de “preparar agentes de Pastoral” (ibídem); promover la mentalidad “pro vida”; ofrecer los medios a fin de que se pueda vivir, con criterios cristianos, la paternidad responsable, y facilitar siempre la “transmisión clara de la doctrina de la Iglesia sobre la natalidad” (cfr. n. 226 y 222); “buscar, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, caminos y formas para conseguir una Pastoral dirigida a parejas en situación irregular” (n. 224); y, en particular, prodigarse a fin de que la familia termine siendo realmente una auténtica “Iglesia doméstica” “santuario donde se edifica la santidad a partir del cual la Iglesia y el mundo pueden ser santificados” (Conclusiones de Santo Domingo, n. 214, cfr. Familiaris consortio, n. 42 y 55).
Entre estos aspectos, deseo invitaros inicialmente a que os enfrentéis valientemente con los desafíos que presenta una opinión pública mal orientada que, por una parte, repite de forma monótona, diría con poca originalidad, las tesis pseudocientíficas del neo-maltusianismo, advirtiendo contra las consecuencias catastróficas de una inminente “explosión demográfica” y, por otra, simplifica las soluciones recurriendo a una cultura de la muerte que se opone a la civilización de la vida. La Iglesia ha promovido siempre el respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana: la vida del nascituro y de los enfermos terminales. La eutanasia legalizada profundiza y agrava el desprecio por la vida, que se inició con las leyes que permiten el aborto. Cuando se permite suprimir al nascituro, no deseado, se puede llegar a permitir eliminar al enfermo terminal, al anciano, y hasta al joven delincuente que amenaza la tranquilidad urbana.
El fenómeno de los así llamados “niños de la calle” y de su injustificable exterminio es un apéndice terminal de otro mal profundo que afecta a la estructura socioeconómica y educativa de vuestro país y, más todavía, a los valores humanos para una vida y una educación de base, indispensable para los niños y para los adolescentes. Tengo conocimiento de vuestros esfuerzos orientados a superar esta triste situación –sé del estimulante compromiso pastoral de algunas diócesis para acoger a tantos niños abandonados– y deseo reiterar mis palabras de aliento a todas las iniciativas que conforman la tradición humanitaria y cristiana del pueblo brasileño.
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4. Está claro, pues, que vuestra solicitud se dirigía hacia el núcleo principal de los males que golpean la sociedad, y que no podrá dejar de considerarse aquí: la indisolubilidad del matrimonio y el papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia.
Como os dije en Campo Grande, es doloroso observar en vuestro amado país “la extrema fragilidad de muchos matrimonios con la triste secuela de innumerables separaciones, de las que son siempre víctimas inocentes los hijos” (17 de octubre de 1991). El matrimonio es indisoluble por ley natural y no solamente por exigencia evangélica y ha sido así “desde el principio” (cfr. Mt, 19,4). En el plan primordial de la creación del hombre como tal, aparecen ya impresas en su corazón la unidad y la indisolubilidad matrimoniales: “y los dos serán una sola carne” (Gn 2, 24).
La defensa de la indisolubilidad no es solamente un objetivo cristiano sino que es, sobre todo, una reivindicación humana: la apología de un valor radicalmente humano defendido por innumerables pensadores, antropólogos y juristas no cristianos. Las características esenciales del matrimonio –fuente de la familia– que son la unidad y la indisolubilidad, no pueden cambiar según las modas y los gustos, ya que la familia pertenece “al patrimonio más original y sagrado de la Humanidad” (Llamamiento de Juan Pablo II, 17 de abril 1994), y deben ser defendidas por vosotros como se defiende lo que es más sustancial en vuestras raíces culturales.
Debéis, sobre todo, proteger a los novios contra este torrente hedonista que coloca el placer por encima del amor y el sentimiento superficial por encima de aquella entrega mutua que constituye el fundamento del verdadero amor, y guiar a los jóvenes esposos a fin de que comprendan que el matrimonio los une en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, en el entusiasmo y en la apatía, hasta que la muerte los separe. Debéis, finalmente, tratar de formarlos para el amor; un amor profundo y eterno, dado que “se ama verdaderamente y hasta el fondo, sólo cuando se ama para siempre” (Meditación de Juan Pablo II, 10 de julio de 1994).
“El amor quiere ser definitivo”. No puede ser “hasta nueva orden” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1646).
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5. Por otra parte, se libra en la atmósfera cultural de algunos sectores sociales una especie de amarga reivindicación feminista, que confiere a la mujer trabajos y funciones que, en muchos casos, no están adaptados a su particular estructura psicológica y tampoco al plan de Dios. Estamos absolutamente convencidos de la total igualdad entre el hombre y la mujer que poseen la misma dignidad personal de hijos de Dios, como también estamos convenidos de que la mujer debe contribuir –igual que el hombre– al bien común, de acuerdo con su naturaleza y sus aptitudes físicas, intelectuales y morales. “No falta quien reprueba a la Iglesia el hecho de que insiste demasiado sobre la misión familiar de la mujer y olvida el problema de su presencia activa en los diversos sectores de la vida social. En realidad no es así. La Iglesia es plenamente consciente de cuán grande es la necesidad que la sociedad tiene del genio femenino en todas las expresiones de la convivencia cívica, e insiste en que sea superada toda forma de discriminación de la mujer en el ámbito del trabajo, de la cultura, de la política, respetando, no obstante, el carácter propio de la feminidad: una ocultación injusta de los papeles, en efecto, además de empobrecer la vida social, terminaría arrebatando a la mujer lo que le pertenece de forma predominante o exclusiva” (“Angelus”, de 14 de agosto de 1994).
Las cualidades específicas de la mujer desarrollan, sin duda, un papel importante en el mundo de la empresa, de la ciencia, de la enseñanza, de la sociología, de la política, de la economía y de la técnica. Además, la vida profesional recibe del comportamiento femenino un elevado coeficiente de humanidad, de dulzura y de comprensión. Pero existen misiones en las que la mujer es insustituible. La mujer debe potenciar justamente lo que en ella es característico, peculiar y, en última instancia, indispensable como la maternidad. La maternidad es la vocación de la mujer, realidad que presenta una actualidad palpitante. Es necesario comprometerse para que la dignidad de esta vocación no sea exclusiva de la cultura brasileña. “Contemplar atentamente el papel de la mujer como esposa y madre significa colocarla en el corazón de la familia; una función insustituible, que debe ser reconocida y apreciada como tal, y que está unida a la especialidad misma del ser mujer (cfr. Mulieris dignitatem, n. 18). “El ser esposa y el ser madre son dos realidades complementarias en esta original comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, fundamento de la familia” (Discurso de Juan Pablo II a la XI Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, n. 3). La entrega de la madre a su hogar y a sus hijos es la función más alta que ella puede desarrollar. ¡Cuando falta la madre, falta el hogar, falta la familia, falta la patria, falta la misma Iglesia!
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6. La Iglesia recibe de millones de “Iglesias domésticas” una aportación de vida y de fervor espiritual, y hace de la Eucaristía una manifestación del amor, uniéndose a Cristo en el “cáliz de la nueva y eterna alianza”. Haciendo referencia al paralelismo existente entre el matrimonio y la unión de Cristo con la Iglesia (cfr. Ef 5, 23 y ss.), puedo decir que el Redentor se dedica a la realización de esta unión irrevocable con amor generoso y sacrificado; y la Iglesia corresponde a dicho amor con una entrega total de todo su ser, de toda su existencia. La grandeza de este amor no es inaccesible ni imposible de realizar en la vida matrimonial. En la Eucaristía Cristo comunica a los esposos toda la fuerza de su amor abnegado. El egoísmo transforma en un ideal imposible esta inmensa belleza del amor conyugal en Cristo.
[DP-24 (1995), 35-36]
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2. Graças sejam dadas ao Senhor pelos sinais de dedicação das vossas Igrejas ao serviço da evangelização, pelas numerosas iniciativas de catequese, que permanece sempre o principal caminho da evangelização, voltadas especialmente para as crianças, e os adolescentes, mas oferecendo aos adultos motivações sólidas à sua fé no contexto das condições sociais que imperam em vossas dioceses.
Neste sentido, o ano de 1994 adquiriu um denso significado eclesiológico porque se constituiu no Ano da Família. Vem-Me ainda à memória esta mobilização mundial que suscitou, com o auxílio da Providência divina, uma nova conscientização em cada núcleo familiar, da sua missão civil e eclesial em fomentar o respeito do ser humano enquanto tal; e não podia ser de outra forma, quando se releva, em todo o seu significado, que “o Cristianismo é a religião da encarnação, é o anúncio gozoso de um Deus que vem ao encontro do homem” (3). Desta forma, a Igreja quis dar, durante todo o ano passado, um testemunho especial, recordando que à família estão vinculados os valores fundamentais do ser humano e os mais sagrados direitos e deveres do cristão. Por isso, não posso deixar de render aqui um preito de homenagem aos inumeráveis casais e às famílias brasileiras, que vivendo com alegria sua fidelidade à fé cristã, continuam empenhando-se por incutir na cultura do vosso País os grandes valores da cordialidade, da amizade, da laboriosidade e da solidariedade sobre uma sólida base cristã.
Muitas vezes, pensando em vós, enquanto desempenhais vosso munus pastoral, vieram-Me à consideração vossas preocupações, que também são minhas, a respeito de certas situações que vos afligem. Detive-me com freqüência em alguns problemas da sociedade brasileira, pois sei que fica ainda muito a ser feito nesta vossa realidade social tão diversificada. Considerava, por exemplo, os meninos da rua, a difusão das drogas, o banditismo, a violência e as chacinas urbanas; e, no diretamente respeitante à família, a multiplicação dos divórcios, das separações, das situações irregulares, o uso de anticoncepcionais, a proliferação da esterilidade voluntária e do aborto, a delinqüência juvenil e os extermínios de menores infratores e tantos outros que não é necessário mencionar.
Ao evocar assim esses problemas, é natural que brote também essa pergunta: Qual seria a raiz e a causa de todos esses males? Se fôssemos procurar a fundo, encontraríamos esta resposta: as doenças da sociedade são um reflexo das doenças familiares. Sendo a família a célula básica e vital da sociedade, quando a família adoece toda a sociedade também adoece. Porque, os cidadãos que assimilam as virtudes e os vícios numa família, são cidadãos que se santificam ou se corrompem numa família: “Tal qual é a família, tal é a nação, porque tal qual é o cidadão que constroe a sociedade” (4).
Desejaria lembrar-vos algo que levo muito dentro do coração: nunca, por mais que nos esforcemos, teríamos feito demais para revitalizar a família e para resgatar os seus genuínos e mais primordiais valores; nunca o nosso trabalho missionário deverá acender-se com as mais ardentes labaredas, como quando nos empenhemos a fundo em realizar aquele lema cunhado na Exortação apostólica “Familiaris Consortio”: “Família, torna-te aquilo que és!” (5).
3. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad precationem “Angelus Domini”, 1, die 30 ian. 1994: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVII, 1 (1994) 231 [1994 01 30/1].
4. Ioannis Pauli PP. II Homilia ad Missam in aeronavium portu “Nowy Targ”, 4, die 8 iun. 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II (1979) 1490 [1979 06 08].
5. Ioannis Pauli PP. II Familiaris Consortio, 17 [1981 11 22/ 17].
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3. O futuro da Igreja no Brasil passa, portanto, através da família. Nela temos de ver o centro de convergência da pastoral da Igreja. Não foi sem uma luz especial do Espírito Santo, que a Conferência de Santo Domingo veio a dizer: “E necessário fazer da Pastoral Familiar uma prioridade básica, sentida, real e atuante” (6).
Faz anos recordava aos Bispos do Brasil essa prioridade e centralidade da Pastoral Familiar, com umas palavras que hoje têm uma maior atualidade e uma mais pungente necessidade de se pôr em prática: “Em cada Diocese –vasta ou pequena, rica ou pobre, dotada ou não de clero– o Bispo estará agindo com sabedoria pastoral, estará fazendo “investimento” altamente compensador, estará construindo, a médio prazo, a sua Igreja particular, à medida que der o máximo apoio a uma Pastoral Familiar efetiva” (7). A Pastoral Familiar –a nível paroquial, diocesano e nacional– deve considerar-se, não apenas uma opção entre outras, mas uma premente necessidade que virá a ser como foco irradiador dos valores cristãos da nova evangelização, no próprio âmago da sociedade onde a família está radicada; é ela que dará estabilidade ao longo do tempo do esforço evangelizador.
Haverá então de se convir de que as linhas mais urgentes dessa Pastoral, enunciadas no Documento de Santo Domingo, deveriam basear-se sobre: o esforço na “formação dos futuros esposos” (8); em incentivar a tarefa de “capacitar agentes de pastoral” (9); fomentar a mentalidade pró-vida; oferecer os meios para que se possa viver de maneira cristã a paternidade responsável, e facilitar sempre “a transmissão clara da doutrina da Igreja sobre a natalidade” (10); “buscar, seguindo o exemplo do Bom Pastor, caminhos e formas para conquistar uma Pastoral orientada a casais em situação irregular” (11); e, especialmente, envidar esforços para que a família termine sendo realmente uma verdadeira “Igreja Doméstica”, “santuário onde se edifica a santidade e a partir de onde a Igreja e o mundo podem ser santificados” (12).
Dentre estes aspectos, desejo convidar-vos inicialmente a encarar com coragem os desafios que apresenta uma opinião pública mal orientada que, por um lado, repete monotonamente, diria com pouco originalidade, as teses pseudocientíficas do neomaltusianismo, alertando para as conseqüências catastróficas de uma iminente “explosão demográfica”, e, por outro, simplificam as soluções com uma cultura da morte que se opõe à civilização da vida. A Igreja sempre defendeu o respeito pela vida e a dignidade da pessoa humana. Continuai, pois, defendendo os estados mais vulneráveis da vida humana: a vida do concebido e ainda não nascido e a dos doentes terminais. A eutanásia legalizada aprofunda e agrava o desprezo pela vida, iniciado com as leis que permitem o aborto. Quando se consente em suprimir o nascituro, não desejado, pode-se acabar consentindo em eliminar o doente terminal, o idoso, e até o delinqüente juvenil que ameaça a tranqüilidade urbana.
O fenômeno dos chamados “meninos da rua” e do seu injustificável extermínio é como um apêndice terminal de um outro mais profundo que atinge a estrutura sócio-econômica e educacional do vosso país e, mais ainda, aos próprios valores humanos para uma vida digna e uma educação básica e indispensável para as crianças e adolescentes. Conheço os vossos esforços para superar essa triste situação –sei do estimulante empenho pastoral de algumas Dioceses por acolher tantas crianças abandonadas–, e desejo renovar minhas palavras de incentivo a todas as iniciativas que confirmem a tradição humanitária e cristã do povo brasileiro.
6. Santo Domingo, 64.
7. Diretrizes aos Bispos do Brasil, n. 5.
8. Santo Domingo, 222.
9. Santo Domingo, 222.
10. Cfr. Santo Domingo, 226 et 222.
11. Santo Domingo, 224.
12. Ioannis Pauli PP. II Familiaris Consortio, 42 y 55 [1981 11 22/ 42 y 55].
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4. É claro, porém, que vossa solicitude irá reconduzir-se ao foco principal dos males que atinge a sociedade, e que não poderia deixar de enfocá-lo aqui: a unidade e a indissolubilidade do matrimônio e o papel da mulher na sociedade e na Igreja.
Como vos falei em Campo Grande, é doloroso observar no vosso amado país “a extrema fragilidade de muitos casamentos com a triste seqüela de inúmeras separações, de que são sempre vítimas inocentes os filhos” (13). O matrimônio é indissolúvel por lei natural e não somente por exigência evangélica. Foi assim “desde o princípio” (14). No desígnio primordial da criação do homem como tal já aparece gravada no seu coração a unidade e a indissolubilidade matrimonial: “Os dois serão uma só carne” (15).
A defesa da indissolubilidade não é apenas um objetivo cristão, mas, especialmente, uma reivindicação humana: a apologia de um valor radicalmente humano defendido por inúmeros pensadores, antropólogos e juristas não cristãos. As propriedades essenciais do matrimônio –nascedouro da família–, a unidade e a indissolubilidade, não podem mudar ao sabor das modas e dos gostos, “pertencem ao patrimônio mais originário e sagrado da humanidade” (16) e têm que ser por vós defendidas como se defende o que há de mais substancial nas vossas raízes culturais.
Deveis, especialmente, preservar os nubentes dessa avalanche hedonista que coloca o prazer acima do amor e o sentimento superficial acima dessa entrega mútua que constitui o cerne do verdadeiro amor, e orientar os jovens esposos para que compreendam que o matrimônio os une na alegria e na tristeza, na saúde e na doença, no entusiasmo e na apatia, até que a morte os separe. Haveis de procurar, enfim, formá-los para o amor; um amor profundo e eterno: porque “só se ama verdadeiramente e até o fundo, quando se ama para sempre” (17). “O Amor quer ser definitivo: não pode ser ‘até nova ordem’” (18).
13. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad Christifideles brasilienses in cathedrali templo loco v.d. “Campo Grande”, 2, die 17 oct. 1991: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XIV, 2 (1991) 909 [1991 10 17b/ 2].
14. Mt 19,4.
15. Gen 2,24.
16. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad precationem “Regina Coeli”, 2, die 17 apr. 1994: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVII, 1 (1994) 954 [1994 04 17/2].
17. Cfr. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad precationem “Angelus Domini”, 2, die 10 iul. 1994: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVII, 2 (1994) 33 [1994 07 10/ 2].
18. Catechismus Catholicae Ecclesiae, n. 1646 [1992 10 11c/ 1646].
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5. Por outro lado, paira na atmosfera cultural de alguns segmentos sociais, uma espécie de amarga reivindicação feminista, advogando à mulher trabalhos e funções que em muitos casos não se adequam à sua mais peculiar estrutura psicológica, nem aos desígnios de Deus.
Estamos absolutamente convencidos da igualdade radical entre o homem e a mulher que possuem a mesma dignidade pessoal de filhos de Deus, como também o estamos de que a mulher deve contribuir –como o homem– ao bem da cidadania, de acordo com a sua natureza, e aptidões físicas, intelectuais e morais. “Não falta quem censura a Igreja por insistir muito sobre a missão familiar da mulher, e por transcurar o problema da sua presença ativa nos vários setores da vida social. Na realidade não é assim. A Igreja está bem consciente de quanto a sociedade tem necessidade do gênio feminino em todas as expressões da convivência civil e insiste para que seja superada toda a forma de discriminação da mulher no âmbito do trabalho, da cultura e da política, ainda que no respeito do caráter próprio da feminilidade: um indevido nivelamento dos papéis, com efeito, além de empobrecer a vida social, acabaria por expropriar a própria mulher daquilo que lhe pertence de modo prevalecente ou exclusivo” (19).
As específicas qualidades da mulher desempenham, sem dúvida, um papel importante no mundo da empresa, da ciência, do ensino, da sociologia, da política, da economia e da técnica. Mais ainda, a vida profissional recebe da postura feminina um elevado coeficiente de humanismo, de suavidade e de compreensão. Mas existem tarefas em que a mulher é insubstituível. E a mulher deve potenciar precisamente aquilo que nela reveste de algo característico, peculiar, enfim, indispensável como a maternidade. A maternidade é a vocação da mulher de palpitante atualidade. É preciso empenhar-se para que a dignidade desta vocação não seja deslocada da cultura brasileira. “Fixar-nos no papel primordial da mulher como esposa e mãe, é situá-lo no coração da família; uma função insubstituível que deve ser apreciada e reconhecida como tal, e que está unida à especificidade mesma do ser mulher (20). Ser esposa e mãe são duas realidades complementares, nesta original comunhão de vida e de amor que é o matrimônio, fundamento da família” (21). A dedicação da mãe ao seu lar e aos seus filhos é a função mais excelsa que ela possa exercer. Quando a mãe falha, falha o lar, falha a família, falha a pátria; a própria Igreja falha!
19. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad precationem “Angelus Domini”, 1, die 14 aug. 1994: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVII, 2 (1994) 133 [1994 08 14/ 1].
20. Cfr. Ioannis Pauli PP. II Mulieris Dignitatem, 18 [1988 08 15/ 18].
21. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad eos qui XI Plenario Coetui Pontificii Consilii pro Familia interfuerunt, 3, die 24 mar. 1994: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVII, 1 (1994) 795 [1994 03 24/ 3].
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6. A Igreja recebe de milhões de “Igrejas Domésticas” um enxerto de vida e de vibração espiritual; ela mesma faz da Eucaristia uma manifestação do amor, unindo-se a Cristo no “cálice da nova e eterna aliança”. Fazendo referência ao paralelo entre o matrimônio e a união de Cristo com a Igreja (22), diria que o Redentor se entrega à realização dessa união irrevocável com amor generoso e sacrificado; e a Igreja corresponde com a entrega total de todo o seu ser, de toda a sua existência. A grandeza desse amor não é inacessível nem impossível de ser plasmado na vida matrimonial. Na Eucaristia Cristo comunica aos esposos toda a força do seu amor sacrificado. Só o egoísmo torna ideal inacessível essa grande beleza do amor conjugal em Cristo.
[AAS 87 (1995), 1020-1025]
22. Cfr. Ef 5,23ss.