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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1682] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS DOLORES Y SUFRIMIENTOS DE LA SOCIEDAD, REFLEJO DE LOS DOLORES Y SUFRIMIENTOS DE LAS FAMILIAS

Del Discurso Ao darmos início, a un grupo de Obispos de Brasil, en la visita ad limina, 17 febrero 1995

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2. Demos gracias al Señor por las señales de dedicación de vuestras Iglesias al servicio de la evangelización, por las numerosas iniciativas de catequesis, que sigue siendo siempre el principal camino de la evangelización, especialmente la dirigida hacia los niños y hacia los adolescentes, ofreciendo, al mismo tiempo, a los adultos motivaciones válidas para su fe en el contexto de las condiciones sociales que imperan en vuestras diócesis.

En este sentido, el año 1994 ha adquirido un profundo significado eclesiológico puesto que ha sido proclamado el Año de la Familia. Vuelve otra vez a mi mente la movilización mundial que ha suscitado, con la ayuda de la Providencia divina, en todo núcleo familiar una nueva toma de conciencia de la propia misión civil y eclesial en la promoción del respeto del ser humano en cuanto tal; y no podría ser de otra forma cuando se comprueba, en todo su significado, que “el cristianismo es la religión de la Encarnación, es el anuncio gozoso de un Dios que viene al encuentro del hombre” (“Angelus” 30 enero 1994). De esta forma la Iglesia ha querido dar, a lo largo de todo el año, un testimonio particular, recordando que con la familia están vinculados los valores fundamentales del ser humano y los más sagrados derechos y deberes del cristiano. Por ello, necesariamente tengo que rendir homenaje a las innumerables parejas desposadas y familias brasileñas, que viviendo con alegría su fidelidad a la fe cristiana, continúan comprometiéndose para infundir en la cultura de vuestro país los grandes valores de la cordialidad, de la amistad, de la laboriosidad y de la solidaridad fundados sobre una sólida base cristiana.

Muchas veces, pensando en vosotros, mientras desarrolláis vuestra labor pastoral, he reflexionado sobre vuestras preocupaciones, que son también las mías, respecto a algunas situaciones que os afligen. Con frecuencia me he detenido sobre algunos problemas de la sociedad brasileña, puesto que sé que queda todavía mucho por hacer en vuestra realidad social tan diversificada. Pensaba, por ejemplo, en los niños de la calle, en la difusión de las drogas, en el bandidaje, en la violencia y en los asesinatos urbanos; y, en lo que concierne directamente a la familia, en la multiplicación de los divorcios, de las separaciones, de las situaciones irregulares, en el uso de los anticonceptivos, en la proliferación de la esterilización voluntaria o del aborto, en la delincuencia juvenil y en el exterminio de los menores transgresores y en tantos otros fenómenos que no es necesario mencionar.

Al evocar estos problemas, es natural que se plantee el siguiente interrogante: ¿cuál es la raíz y la causa de todos estos males? Si investigáramos a fondo, encontraríamos la siguiente respuesta: los sufrimientos de la sociedad son un reflejo de los sufrimientos familiares. Siendo la familia la célula fundamental y vital de la sociedad, cuando la familia está enferma, también toda la sociedad está enferma. Porque los ciudadanos que hacen propias las virtudes y los vicios de una familia, son ciudadanos que se sacrifican y se corrompen en el seno de una familia: “Como es la familia así es la nación, puesto que así es el ciudadano que construye la sociedad” (Homilía en Nowy Targ, 8 de junio de 1979).

Deseo recordaros una cosa que guardo en lo profundo del corazón: por mucho que nos esforcemos, jamás habremos hecho bastante para revitalizar la familia y para rescatar sus más antiguos y fundamentales valores; nuestra labor misionera jamás deberá ser tan ardiente como cuando nos comprometemos a fondo para poner en práctica aquel lema acuñado en la exhortación apostólica Familiaris consortio: “¡Familia, se “lo que” eres!” (n. 17).

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3. El futuro de la Iglesia en el Brasil pasa, pues, a través de la familia. En ella debemos ver el centro de convergencia de la pastoral de la Iglesia. No fue sin una luz especial del Espíritu Santo cómo la Conferencia de Santo Domingo llegó a decir: “es necesario hacer de la Pastoral Familiar una prioridad fundamental, sentida, real y operante” (n. 64).

Hace algunos años recordé a los obispos del Brasil esta prioridad y esta centralidad de la Pastoral Familiar con palabras que hoy tienen una mayor actualidad e implican una necesidad más urgente de ser puestas en práctica: “En toda diócesis –grande o pequeña, rica o pobre, dotada o no de clero– el obispo actuará con sabiduría pastoral, hará una “inversión” altamente compensatoria, construirá a medio plazo su Iglesia particular y, al mismo tiempo, prestará su máximo apoyo a una Pastoral Familiar efectiva” (Directrices a los obispos del Brasil, n. 5). La Pastoral Familiar –a nivel parroquial, diocesano y nacional– no debe ser considerada sólo una opción entre las demás sino también una apremiante necesidad que se convierte como en un fuego que irradia los valores cristianos de la nueva evangelización, en el corazón mismo de la sociedad donde la familia está enraizada; es ella la que dará estabilidad en el tiempo al esfuerzo evangelizador.

Será necesario entonces convenir en el hecho de que las líneas más urgentes de esta Pastoral, enunciadas en el Documento de Santo Domingo, deberán basarse en el esfuerzo para la “formación de los futuros esposos” (n. 222) y en la promoción del cometido de “preparar agentes de Pastoral” (ibídem); promover la mentalidad “pro vida”; ofrecer los medios a fin de que se pueda vivir, con criterios cristianos, la paternidad responsable, y facilitar siempre la “transmisión clara de la doctrina de la Iglesia sobre la natalidad” (cfr. n. 226 y 222); “buscar, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, caminos y formas para conseguir una Pastoral dirigida a parejas en situación irregular” (n. 224); y, en particular, prodigarse a fin de que la familia termine siendo realmente una auténtica “Iglesia doméstica” “santuario donde se edifica la santidad a partir del cual la Iglesia y el mundo pueden ser santificados” (Conclusiones de Santo Domingo, n. 214, cfr. Familiaris consortio, n. 42 y 55).

Entre estos aspectos, deseo invitaros inicialmente a que os enfrentéis valientemente con los desafíos que presenta una opinión pública mal orientada que, por una parte, repite de forma monótona, diría con poca originalidad, las tesis pseudocientíficas del neo-maltusianismo, advirtiendo contra las consecuencias catastróficas de una inminente “explosión demográfica” y, por otra, simplifica las soluciones recurriendo a una cultura de la muerte que se opone a la civilización de la vida. La Iglesia ha promovido siempre el respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana: la vida del nascituro y de los enfermos terminales. La eutanasia legalizada profundiza y agrava el desprecio por la vida, que se inició con las leyes que permiten el aborto. Cuando se permite suprimir al nascituro, no deseado, se puede llegar a permitir eliminar al enfermo terminal, al anciano, y hasta al joven delincuente que amenaza la tranquilidad urbana.

El fenómeno de los así llamados “niños de la calle” y de su injustificable exterminio es un apéndice terminal de otro mal profundo que afecta a la estructura socioeconómica y educativa de vuestro país y, más todavía, a los valores humanos para una vida y una educación de base, indispensable para los niños y para los adolescentes. Tengo conocimiento de vuestros esfuerzos orientados a superar esta triste situación –sé del estimulante compromiso pastoral de algunas diócesis para acoger a tantos niños abandonados– y deseo reiterar mis palabras de aliento a todas las iniciativas que conforman la tradición humanitaria y cristiana del pueblo brasileño.

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4. Está claro, pues, que vuestra solicitud se dirigía hacia el núcleo principal de los males que golpean la sociedad, y que no podrá dejar de considerarse aquí: la indisolubilidad del matrimonio y el papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia.

Como os dije en Campo Grande, es doloroso observar en vuestro amado país “la extrema fragilidad de muchos matrimonios con la triste secuela de innumerables separaciones, de las que son siempre víctimas inocentes los hijos” (17 de octubre de 1991). El matrimonio es indisoluble por ley natural y no solamente por exigencia evangélica y ha sido así “desde el principio” (cfr. Mt, 19,4). En el plan primordial de la creación del hombre como tal, aparecen ya impresas en su corazón la unidad y la indisolubilidad matrimoniales: “y los dos serán una sola carne” (Gn 2, 24).

La defensa de la indisolubilidad no es solamente un objetivo cristiano sino que es, sobre todo, una reivindicación humana: la apología de un valor radicalmente humano defendido por innumerables pensadores, antropólogos y juristas no cristianos. Las características esenciales del matrimonio –fuente de la familia– que son la unidad y la indisolubilidad, no pueden cambiar según las modas y los gustos, ya que la familia pertenece “al patrimonio más original y sagrado de la Humanidad” (Llamamiento de Juan Pablo II, 17 de abril 1994), y deben ser defendidas por vosotros como se defiende lo que es más sustancial en vuestras raíces culturales.

Debéis, sobre todo, proteger a los novios contra este torrente hedonista que coloca el placer por encima del amor y el sentimiento superficial por encima de aquella entrega mutua que constituye el fundamento del verdadero amor, y guiar a los jóvenes esposos a fin de que comprendan que el matrimonio los une en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, en el entusiasmo y en la apatía, hasta que la muerte los separe. Debéis, finalmente, tratar de formarlos para el amor; un amor profundo y eterno, dado que “se ama verdaderamente y hasta el fondo, sólo cuando se ama para siempre” (Meditación de Juan Pablo II, 10 de julio de 1994).

“El amor quiere ser definitivo”. No puede ser “hasta nueva orden” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1646).

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5. Por otra parte, se libra en la atmósfera cultural de algunos sectores sociales una especie de amarga reivindicación feminista, que confiere a la mujer trabajos y funciones que, en muchos casos, no están adaptados a su particular estructura psicológica y tampoco al plan de Dios. Estamos absolutamente convencidos de la total igualdad entre el hombre y la mujer que poseen la misma dignidad personal de hijos de Dios, como también estamos convenidos de que la mujer debe contribuir –igual que el hombre– al bien común, de acuerdo con su naturaleza y sus aptitudes físicas, intelectuales y morales. “No falta quien reprueba a la Iglesia el hecho de que insiste demasiado sobre la misión familiar de la mujer y olvida el problema de su presencia activa en los diversos sectores de la vida social. En realidad no es así. La Iglesia es plenamente consciente de cuán grande es la necesidad que la sociedad tiene del genio femenino en todas las expresiones de la convivencia cívica, e insiste en que sea superada toda forma de discriminación de la mujer en el ámbito del trabajo, de la cultura, de la política, respetando, no obstante, el carácter propio de la feminidad: una ocultación injusta de los papeles, en efecto, además de empobrecer la vida social, terminaría arrebatando a la mujer lo que le pertenece de forma predominante o exclusiva” (“Angelus”, de 14 de agosto de 1994).

Las cualidades específicas de la mujer desarrollan, sin duda, un papel importante en el mundo de la empresa, de la ciencia, de la enseñanza, de la sociología, de la política, de la economía y de la técnica. Además, la vida profesional recibe del comportamiento femenino un elevado coeficiente de humanidad, de dulzura y de comprensión. Pero existen misiones en las que la mujer es insustituible. La mujer debe potenciar justamente lo que en ella es característico, peculiar y, en última instancia, indispensable como la maternidad. La maternidad es la vocación de la mujer, realidad que presenta una actualidad palpitante. Es necesario comprometerse para que la dignidad de esta vocación no sea exclusiva de la cultura brasileña. “Contemplar atentamente el papel de la mujer como esposa y madre significa colocarla en el corazón de la familia; una función insustituible, que debe ser reconocida y apreciada como tal, y que está unida a la especialidad misma del ser mujer (cfr. Mulieris dignitatem, n. 18). “El ser esposa y el ser madre son dos realidades complementarias en esta original comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, fundamento de la familia” (Discurso de Juan Pablo II a la XI Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, n. 3). La entrega de la madre a su hogar y a sus hijos es la función más alta que ella puede desarrollar. ¡Cuando falta la madre, falta el hogar, falta la familia, falta la patria, falta la misma Iglesia!

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6. La Iglesia recibe de millones de “Iglesias domésticas” una aportación de vida y de fervor espiritual, y hace de la Eucaristía una manifestación del amor, uniéndose a Cristo en el “cáliz de la nueva y eterna alianza”. Haciendo referencia al paralelismo existente entre el matrimonio y la unión de Cristo con la Iglesia (cfr. Ef 5, 23 y ss.), puedo decir que el Redentor se dedica a la realización de esta unión irrevocable con amor generoso y sacrificado; y la Iglesia corresponde a dicho amor con una entrega total de todo su ser, de toda su existencia. La grandeza de este amor no es inaccesible ni imposible de realizar en la vida matrimonial. En la Eucaristía Cristo comunica a los esposos toda la fuerza de su amor abnegado. El egoísmo transforma en un ideal imposible esta inmensa belleza del amor conyugal en Cristo.

[DP-24 (1995), 35-36]