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[1705] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA CONTRIBUCIÓN DE LA MUJER A LA COMPRENSIÓN Y REALIZACIÓN DE LA VERDAD DE LAS RELACIONES HUMANAS

Carta A ciascuna di voi, a las mujeres, 29 junio 1995

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2. Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la Humanidad.

Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.

Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.

Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.

Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del “misterio”, a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de Humanidad.

Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la Humanidad a vivir para Dios una respuesta “esponsal”, que expresa maravillosamente la comunión que Él quiere establecer con su criatura.

Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.

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3. Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la Humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. Él, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia el final de este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ¿qué parte de su mensaje ha sido comprendido y llevado a término?

Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la Humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa “tradición” femenina, la Humanidad tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!

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4. ¿Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la Humanidad debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático.

Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la “civilización del amor”.

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5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante historia –a menudo “subterránea”– de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos, además, no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas, incluso de muy joven edad, a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.

Ante estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo agre sivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea.

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6. Mi “gratitud” a las mujeres se convierte pues en una llamada apremiante, a fin de que por parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las instituciones internacio nales, se haga lo necesario para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A este propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado.

Como expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que “ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad” (n. 4).

¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo, estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la Humanidad.

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7. Permitidme pues, queridas hermanas que medite de nuevo con vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el mundo.

El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado “a imagen y semejanza de Dios” (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano, en el conjunto de la obra de la creación.

Se dice además que el ser humano, desde el principio, es creado como “varón y mujer” (Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda –mírese bien– no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complementó de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo “humano” tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.

Cuando el Génesis habla de “ayudar” no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino” lo “humano” se realiza plenamente.

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8. Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: “Llenad la tierra y sometedla” (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la “unidad de los dos”, o sea una “unidualidad” relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.

A esta “unidad de los dos” confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia. Si durante el Año internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también sociopolítica y económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer los diversos sectores de la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y, en definitiva, el progreso de todo el género humano!

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9. Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al “genio de la mujer”.

A este respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de la actividad educativa, fuera de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la exigencia de un trabajo formativo se puede constatar la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal servicio? ¿Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo, dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?

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10. Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema del “genio de la mujer”, no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatem, publicada en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la Mulieris dignitatem invitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que la mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las obras apostólicas. Es ésta otra dimensión –diversa de la conyugal, pero asimismo importante– de aquella “ayuda” que la mujer, según el Génesis, está llamada a ofrecer al hombre.

La Iglesia ve en María la máxima expresión del “genio femenino” y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido “esclava del Señor” (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico “reinar”. No es por casualidad que se la invoca como “Reina del cielo y de la tierra”. Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como “Reina” muchos pueblos y naciones. ¡Sí su “reinar” es servir! ¡Su servir es “reinar”!

De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El “reinar” es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a “imagen” de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que “Dios ha amado por sí misma”, como enseña el Concilio Vaticano II el cual añade significativamente que el hombre “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo” (Gaudium et spes, 24).

En esto consiste el “reinar” materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la mujer.

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11. En este horizonte de “servicio” –que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera “realeza” del ser humano– es posible acoger también, sin desventajas para la mujer una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo –con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial– ha confiado solamente a los varones la tarea de ser “icono” de su rostro de “pastor” y de “esposo” de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que, no han recibido el orden sagrado siendo por lo demás todos igualmente. dotados de la dignidad propia del “sacerdocio común” fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de “signos” elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres.

Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la “femineidad”, vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la “femineidad” de la mujer creyente, y particularmente en el de la “consagrada”, se da una especie de “profecía” inmanente (cf. Mulieris dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo “carácter de icono”, que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón “virgen” para ser “esposa” de Cristo y “madre” de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad “icónica” de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio “mariano” y el “apostólico-petrino” (cf. ibíd., 27).

Por otra parte –lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este año– el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo “no es expresión de dominio, sino de servicio” (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres.

En este amplio ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido verdaderamente el “genio de la mujer”, habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en Santa Catalina de Siena y en Santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y admirables manifestaciones del “genio femenino”.

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12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su debido relieve al “genio de la mujer” teniendo en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la Humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza –no solamente física, sino sobre todo espiritual– con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.

Mientras confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente por el don de un bien tan grande como es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.

Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al servicio de la Humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de Dios.

[E 55 (1995), 1112-1116]