[1728] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA TRANSMISIÓN DE LA FE EN LA FAMILIA
Mensaje Sono lieto, a los participantes en la XII Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, 29 septiembre 1995
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1. Tengo la satisfacción de dirigirme a vosotros, con ocasión de la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por el señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Dicasterio, y por monseñor Elio Sgreccia, su secretario. Este encuentro tiene lugar mientras que todavía permanece muy viva en nosotros la gran experiencia de oración, de reflexión, de solidaridad del Año de la Familia. Deseo manifestaros mi aprecio y gratitud por la contribución prestada por vosotros en dicha circunstancia, en particular por el interés con que habéis dado a conocer y continuáis difundiendo la Carta a las Familias.
El tema del presente encuentro, “La transmisión de la fe en la familia”, se impone a la atención de la comunidad eclesial de forma importante y urgente. En efecto, la Iglesia se encuentra hoy ante sociedades cada vez más secularizadas y complejas, no estructuradas sobre valores religiosos y caracterizadas, más bien, por acusado indiferentismo. Esto no favorece, ciertamente, una eficaz propuesta de fe a las nuevas generaciones y, más bien, dificulta, la misma conquista, por su parte, de un auténtico sentido de la vida.
Sucede también que, incluso en las familias en las que los padres profesan y viven la fe cristiana, los adolescentes se sienten solicitados por el ambiente, por la escuela, por los medios de comunicación, hacia perspectivas de vida diversas de las que les son propuestas en familia. Esto hace difícil la transmisión de la fe y el mismo diálogo intergeneracional, incluso cuando los jóvenes, por falta de trabajo, se ven obligados a prolongar su dependencia de los padres.
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2. Las familias, por otra parte, son puestas a prueba en su capacidad educativa. Allí donde la comunidad familiar sufre el trauma de la separación y del divorcio, la concepción misma del matrimonio y de la familia pierde la esencial connotación humana y espiritual de la comunión indisoluble entre las personas. Las condiciones de trabajo, además, hacen que el encuentro educativo de los padres con los hijos se reduzca frecuentemente a las horas de la tarde o incluso que no se produzca en modo alguno. En consecuencia, la educación religiosa, no raramente, es confiada a la parroquia y a las asociaciones. No faltan, sin embargo, familias que, respetando las características personales de cada uno, caminan unidas en la fe, realizando una experiencia de crecimiento conjunto en la vida cristiana. No quiero olvidar a los cónyuges abandonados, que con no pequeños sacrificios se esfuerzan por ofrecer a los hijos, incluso en medio de la difícil situación que se les ha creado, una educación verdaderamente cristiana. Vaya para ellas una especial palabra de aliento.
Poner el acento en la transmisión de la fe en las familias quiere decir promover en ellas una sólida experiencia religiosa y defender de esta forma a los padres, hijos y ancianos del peligro de la indiferencia y de la dispersión. Es ésta la premisa para la transmisión de una fe auténtica y fuerte, alimentada por la Palabra de Dios, celebrada en los Sacramentos, vivida en el testimonio.
Y, justamente, bajo esta perspectiva, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, he puesto de relieve que “entre los cometidos fundamentales de la familia cristiana se encuentra el cometido eclesial: es decir, la familia está puesta al servicio de la edificación del Reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y en la misión de la Iglesia” (n. 49). Si, pues, es verdad que “es ante todo la Iglesia Madre la que genera, educa, edifica la familia cristiana”, es también verdad que “la familia cristiana hasta tal punto está inserta en el misterio de la Iglesia que se convierte en partícipe, a su manera, de la misión de salvación propia de ésta” (ibid.).
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3. ¡Queridísimos hermanos y hermanas! Vuestra reflexión durante estos días se propone concretar el modo propio y original con el que la familia está llamada a tomar parte activa y responsable en la misión de la Iglesia respecto a la transmisión de la fe. Esta misión en sí misma es única, pero se diversifica en tareas y modalidades propias, según las diversas vocaciones, y concierne de forma especial a los pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, como ministros y administradores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor. 4, 1) y a ser sus custodios y garantes en comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro.
También la familia cristiana tiene, al respecto, una misión específica propia. En virtud de su particular vocación y misión, está llamada a transmitir la fe de forma propia y original, complementaria con la de los pastores. Allí donde no se presta atención a esta función propia del núcleo familiar, la misma misión evangelizadora de la Iglesia carece de un componente insustituible. La “íntima comunidad de vida y de amor” (Familiaris consortio, n. 50), que es el contexto propio de la familia, hunde sus raíces en la presencia santificadora de Cristo que, reconocida, acogida y celebrada en la oración y en los sacramentos, se convierte en alimento espiritual, vínculo de unidad y anuncio de verdad. De este modo la fe es vivida y transmitida de forma comunitaria: “Partícipe de la vida y de la misión de la Iglesia, la familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y anunciando la Palabra de Dios: de esta forma se convierte, cada día más, en comunidad creyente y evangelizadora” (ibid, n. 51).
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4. La transmisión de la fe en la familia presupone en sus componentes una vida cristiana intensa, que se traduce en un testimonio cotidiano, hecho de actitudes concretas y ordinarias, de atención al otro y a la comunidad doméstica en su conjunto.
Por tanto, la vida espiritual de la familia tiene necesidad de ser sostenida con medios específicos y modalidades peculiares: en primer lugar, el contacto constante con la comunidad cristiana, con la parroquia y con los momentos que ésta ofrece para la alimentación de la fe. Debe subrayarse, en particular, la importancia de la santificación del Domingo; en esta santificación los miembros de la familia pueden renovarse juntos en las fuentes de la Palabra y de los Sacramentos. La familia, en efecto, a pesar de ser Iglesia, no es autosuficiente en cuanto a los medios de la salvación. “La Eucaristía –he escrito en la Carta a las Familias– es sacramento verdaderamente admirable...¡La Eucaristía es para vosotros, queridos esposos, padres y familias! (n. 18). Las diversas formas de catequesis parroquial o de participación en los movimientos de espiritualidad son, además, necesarias, no solamente para los niños y para los jóvenes, sino sobre todo para los cónyuges.
Es importante, además, que también entre las paredes domésticas se vivan significativos momentos de fe. “El esposo –Cristo– está con vosotros”, escribí a los cónyuges en la misma Carta (Ibidem). A partir de esta certeza, la familia cristiana sabe crear momentos sencillos pero intensos: meditar juntos una página de la Escritura, leer un Salmo, rezar el Rosario meditando los misterios del Señor y de la Sagrada Familia. La santificación del trabajo, doméstico y externo, encuentra apoyo interior en estas paradas preciosas, que culminan en el ofrecimiento espiritual de la Misa dominical.
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5. Existen también ocasiones especiales en las que se pone de manifiesto la de la familia: el nacimiento de un hijo, el Bautismo y los demás sacramentos de la iniciación cristiana, que implican a los padres en la preparación. Y ¿qué decir de los momentos de prueba, de tentación, de dolor? Enfrentarse con las situaciones difíciles fortalece la fe de las familias, si éstas encuentran la luz de la Palabra de Dios y la solidaridad de los hermanos.
Muchas son las circunstancias que pueden estimular la vida cristiana de la familia: acoger a un pobre, socorrer a un vecino de casa, hospedar a un peregrino. La práctica de las obras de misericordia encuentra en la familia el ambiente ideal; es así como el “Evangelio de la vida” tiene su primer espacio de anuncio, de celebración y de servicio. Es necesario ayudar a las familias a madurar su fe y la practicarla en la vida. Debe estimularse la iniciativa de algunas Conferencias Episcopales de predisponer algunas ayudas para la oración y para la meditación de la Palabra de Dios con sugerencias espirituales para las diversas circunstancias familiares.
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6. No se deberá olvidar, además, formar las conciencias y asumir criterios de frente a los retos culturales y sociales. Esto es necesario principalmente respecto a los niños y a los adolescentes que, al insertarse en la sociedad y disponer de los medios de comunicación, son puestos en contacto también con modelos de pensamiento y de conducta diferentes de los inspirados en la fe cristiana. Es justamente en el período de la adolescencia en el que, frecuentemente, se interrumpe la transmisión de la fe. No raras veces sucede esto en situaciones en las que falta el diálogo con los padres y el cotejo con la fe de los adultos. La aparición de la conciencia crítica y del sentido de la personalidad en el adolescente, si están acompañados por auténticos testimonios de fe, no lo llevarán al desánimo sino, al contrario, a la elaboración de un adecuado proyecto de vida.
A la luz de estas reflexiones aparece con claridad la exigencia de formar familias verdaderamente cristianas a través de válidos procedimientos de preparación de los novios. Sé que el Pontificio Consejo ha sometido este problema a la atención de las Conferencias Episcopales. Deseo que dichos procedimientos puedan ayudar a las nuevas familias a asumir con alegría y con confianza la responsabilidad de transmitir la vida, para cooperar a mantener encendida en el mundo la llama de la fe y de la esperanza.
Me es grato, queridísimos, concluir dirigiendo mi pensamiento a la nueva generación de familias, que cruzará el umbral del tercer milenio cristiano. Al encomendar a la Virgen el trabajo que, con su favor, va realizando este Pontificio Consejo, con sincero afecto imparto a cada uno de vosotros y a los que con vosotros comparten un servicio eclesial tan valioso una especial Bendición Apostólica.
[E 55 (1995), 1779-1781]
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1. Sono lieto di rivolgermi a voi, in occasione dell’Assemblea Plenaria del Pontificio Consiglio per la Famiglia. Porgo a tutti il mio cordiale saluto, a cominciare dal Signor Cardinale Alfonso López Trujillo, Presidente del Dicastero, e Mons. Elio Sgreccia, suo Segretario. Questo incontro giunge mentre è ancora molto viva in noi la grande es perienza di preghiera, di riflessione, di condivisione dell’Anno della Famiglia. Desidero esprimervi apprezzamento e riconoscenza per il contributo da voi offerto in tale circostanza, in particolare per l’impegno con cui avete fatto conoscere e continuate a diffondere la Lettera alle Famiglie.
Il tema del presente incontro, “La trasmissione della fede nella famiglia”, si impone all’attenzione della Comunità ecclesiale in modo rilevante ed urgente. La Chiesa infatti si trova oggi a confronto con società sempre più secolarizzate e complesse, non più strutturate sui valori religiosi ed anzi segnate, specialmente in alcune nazioni, da spiccato indifferentismo. Ciò non favorisce, certo, una efficace proposta di fede alle nuove generazioni ed ostacola, anzi, la stessa conquista, da parte loro, di un autentico senso della vita.
Accade così che, anche nelle famiglie in cui i genitori professano e vivono la fede cristiana, gli adolescenti si sentono sollecitati dall’ambiente, dalla scuola, dai mezzi di comunicazione, verso prospettive di vita diverse da quelle loro proposte in famiglia. Questo rende difficile la trasmissione della fede e lo stesso dialogo intergenerazionale, anche quando i giovani, per mancanza di lavoro, sono costretti a prolungare la loro dipendenza dai genitori.
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2. Le famiglie, d’altro canto, si trovano messe alla prova nella loro capacità educativa. Là dove la comunità familiare subisce il trauma della separazione e del divorzio, la concezione stessa del matrimonio e della famiglia perde l’essenziale connotazione umana e spirituale della comunione indissolubile tra le persone. Le condizioni di lavoro, inoltre, fanno sì che l’incontro educativo dei genitori con i figli si riduca spesso alle ore serali o venga a mancare del tutto. Di conseguenza, l’educazione religiosa è non di rado delegata alla parrocchia ed alle associazioni. Non mancano, tuttavia, famiglie che, nel rispetto delle caratteristiche personali di ciascuno, camminano unite nella fede, realizzando un’esperienza di crescita insieme nella vita cristiana. Né voglio dimenticare i coniugi abbandonati, che con non piccoli sacrifici si sforzano di offrire ai figli, pur nella difficile situazione creatasi, una educazione veramente cristiana. Ad essi va una speciale parola di incoraggiamento.
Porre l’accento sulla trasmissione della fede nelle famiglie vuol dire promuovere in esse una solida esperienza religiosa e difendere così genitori, figli ed anziani dal pericolo dell’indifferenza e della dispersione. È questa la premessa per la trasmissione di una fede genuina e forte, alimentata dalla Parola di Dio, celebrata nei Sacramenti, vissuta nella testimonianza.
È proprio in questa prospettiva che, nell’Esortazione Apostolica Familiaris Consortio, ho rilevato che “tra i compiti fondamentali della famiglia cristiana si pone il compito ecclesiale: essa, cioè, è posta al servizio dell’edificazione del Regno di Dio nella storia, mediante la partecipazione alla vita e alla missione della Chiesa” (1). Se dunque è vero che “è anzitutto la Chiesa Madre che genera, educa, edifica la famiglia cristiana”, è altrettanto vero che “la famiglia cristiana è inserita a tal punto nel mistero della Chiesa da diventare partecipe, a suo modo, della missione di salvezza propria di questa” (2).
1. Familiaris Consortio, 49 [1981 11 22/ 49].
2. Familiaris Consortio, 49 [1981 11 22/ 49].
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3. Carissimi Fratelli e Sorelle! La vostra riflessione di questi giorni si propone di precisare il modo proprio e originale con cui la famiglia è chiamata a prendere parte attiva e responsabile alla missione della Chiesa nella trasmissione della fede. Questa missione in se stessa è unica, ma si diversifica in compiti e modalità proprie, secondo le diverse vocazioni. Essa investe in modo speciale i pastori, eletti a pascere il gregge del Signore come ministri e dispensatori dei misteri di Dio (3) e ad esserne custodi e garanti in comunione fra loro e col Successore di Pietro.
Anche la famiglia cristiana ha, al riguardo, un suo compito specifico. In forza della sua particolare vocazione e missione, essa è chiamata a trasmettere la fede in modo proprio e originale, complementare a quello dei pastori. Là dove viene meno questa funzione propria del nucleo familiare, la stessa missione evangelizzatrice della Chiesa viene a mancare di una componente insostituibile. L’“intima comunità di vita e di amore” (4), che è il contesto proprio della famiglia, si radica nella presenza santificatrice di Cristo, che, riconosciuta, accolta e celebrata nella preghiera e nei sacramenti, diventa nutrimento spirituale, vincolo di unità e annuncio di verità. In questo modo la fede viene vissuta e trasmessa in forma comunitaria: “Partecipe della vita e della missione della Chiesa, la famiglia cristiana vive il suo compito profetico accogliendo e annunciando la Parola di Dio: diventa così, ogni giorno di più, comunità credente ed evangelizzante” (5).
3. Cf. 1Cor 4,1.
4. Familiaris Consortio, 50 [1981 11 22/ 50].
5. Familiaris Consortio, 51 [1981 11 22/ 51].
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4. La trasmissione della fede nella famiglia presuppone nei suoi componenti una vita cristiana intensa, che si traduce in testimonianza quotidiana, fatta di atteggiamenti concreti e ordinari, di attenzione all’altro ed alla comunità domestica nel suo insieme.
Pertanto, la vita spirituale della famiglia ha bisogno di essere sostenuta con mezzi specifici e modalità peculiari: anzitutto il contatto costante con la comunità cristiana, con la parrocchia e con i momenti che essa offre per l’alimentazione della fede. Da sottolineare, in particolare, è l’importanza della santificazione della Domenica: in essa i membri della famiglia possono insieme rinnovarsi alle fonti della Parola e dei Sacramenti. La famiglia infatti, pur essendo Chiesa, non è autosufficiente quanto ai mezzi della salvezza. “L’Eucaristia –ho scritto nella Lettera alle Famiglie– è sacramento veramente mirabile... Essa è per voi, cari sposi, genitori e famiglie!” (6). Le varie forme di catechesi parrocchiale o di partecipazione ai movimenti di spiritualità sono, poi, necessarie non soltanto per i bambini e i giovani, ma anzitutto per i coniugi.
È importante, inoltre, che anche tra le pareti domestiche si vivano significativi momenti di fede. “Lo sposo –Cristo– è con voi”, scrivevo ai coniugi nella stessa Lettera (7). A partire da questa certezza, la famiglia cristiana sa creare momenti semplici ma intensi: meditare insieme una pagina della Scrittura, leggere un Salmo, recitare il Rosario meditando i misteri del Signore e della Santa Famiglia. La santificazione del lavoro, domestico ed esterno, trova sostegno interiore in queste soste preziose, che culminano nell’offerta spirituale della Messa domenicale.
6. Lettera alle Famiglie, 18 [1994 02 02/18].
7. Lettera alle Famiglie, 18 [1994 02 02/18].
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5. Vi sono anche occasioni speciali che impegnano la fede della famiglia: la nascita di un figlio, il Battesimo e gli altri Sacramenti dell’iniziazione cristiana, che coinvolgono i genitori nella preparazione. E che dire dei momenti di prova, di tentazione, di dolore? Affrontare le situazioni difficili fortifica la fede delle famiglie, se queste incontrano la luce della Parola di Dio e la solidarietà dei fratelli.
Molte sono le circostanze che possono stimolare la vita cristiana della famiglia: accogliere un povero, soccorrere un vicino di casa, ospitare un pellegrino. La pratica delle opere di misericordia trova nella famiglia l’ambiente ideale: è così che il “vangelo della vita” ha il suo primo spazio di annuncio, di celebrazione e di servizio. Occorre aiutare le famiglie a maturare la loro fede e a tradurla nella vita. È da incoraggiare l’iniziativa di alcune Conferenze Episcopali di predisporre opportuni sussidi per la preghiera e per la meditazione della Parola di Dio con suggerimenti spirituali per le varie circostanze familiari.
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6. Non si dovrà inoltre trascurare di formare le coscienze ad assumere criteri di fede di fronte alle sfide culturali e sociali. Ciò è necessario soprattutto nei riguardi dei fanciulli e degli adolescenti, che inserendosi nella società e fruendo dei mezzi di comunicazione sono posti a contatto anche con modelli di pensiero e di comportamento differenti da quelli ispirati alla fede cristiana. È nel periodo dell’adolescenza che spesso si interrompe la trasmissione della fede. Non di rado ciò avviene in situazioni in cui manca il dialogo con i genitori e il confronto con la fede degli adulti. Il sorgere della coscienza critica e del senso della personalità nell’adolescente, se accompagnato da autentiche testimonianze di fede, non lo porterà allo smarrimento ma, al contrario, all’elaborazione di un adeguato progetto di vita.
Alla luce di queste riflessioni, emerge con chiarezza l’esigenza di formare famiglie veramente cristiane attraverso validi itinerari di preparazione dei fidanzati. So che il Pontificio Consiglio ha posto all’attenzione delle Conferenze Episcopali questo problema. Auspico che tali itinerari possano aiutare le nuove famiglie ad assumere con gioia e con fiducia la responsabilità di trasmettere la vita, per cooperare a tenere accesa nel mondo la fiamma della fede e della speranza.
Mi piace, carissimi, concludere rivolgendo il pensiero alla nuova generazione di famiglie, che varcherà la soglia del terzo millennio cristiano. Nell’affidare alla Madonna il lavoro che in loro favore va compiendo codesto Pontificio Consiglio, imparto con vivo affetto a ciascuno di voi ed a quanti con voi condividono un così prezioso servizio ecclesiale una speciale Benedizione Apostolica.
[Insegnamenti GP II, 18/2, 672-677]