[1747] • JUAN PABLO II (1978-2005) • DAR A LOS NIÑOS UN FUTURO DE PAZ
Mensaje Alla fine, con motivo de la Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 1995
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1. Al final de 1994, Año Internacional de la Familia, dirigí a los niños de todo el mundo una Carta, pidiéndoles que rezasen para que la Humanidad llegue a ser cada vez más familia de Dios, capaz de vivir en concordia y paz. Además, no he dejado de expresar mi viva preocupación por los niños víctimas de los conflictos bélicos y de otras formas de violencia, llamando la atención de la opinión pública mundial sobre estas graves situaciones.
Al inicio del nuevo año, mi pensamiento se dirige una vez más a los niños y a sus legítimas aspiraciones de amor y serenidad. De entre ellos siento el deber de recordar particularmente a los marcados por el sufrimiento, quienes a menudo llegan a adultos sin haber experimentado nunca lo que es la paz. La mirada de los pequeños debería ser siempre alegre y confiada, sin embargo con frecuencia está llena de tristeza y miedo; ¡ya han visto y padecido demasiado en los pocos años de su vida!
¡Demos a los niños un futuro de paz! Ésta es la llamada que dirijo confiado a los hombres y mujeres de buena voluntad, invitando a cada uno a ayudar a los niños a crecer en un clima de auténtica paz. Es un derecho suyo y es un deber nuestro.
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2. Tengo presente la gran cantidad de niños que he podido encontrar a lo largo de mi pontificado, especialmente en los viajes apostólicos a cada continente. Niños serenos y llenos de alegría. Pienso en ellos al inicio del nuevo año. Deseo a todos los niños del mundo que comiencen con gozo el 1996 y que puedan trascurrir una niñez serena, ayudados en ello por el apoyo de adultos responsables.
Quisiera que en todas partes la relación armónica entre adultos y niños favoreciese un clima de paz y de auténtico bienestar. Lamentablemente, no son pocos en el mundo los niños víctimas inocentes de las guerras. En los últimos años han sido heridos y muertos a millones: una verdadera masacre.
La especial protección establecida para la infancia por las normas internacionales (1) ha sido ampliamente inobservada y los conflictos regionales e interétnicos, multiplicados de un modo descomunal, hacen vana la tutela prevista por las normas humanitarias. Los niños han llegado incluso a ser blanco de los francotiradores, sus escuelas destruidas premeditadamente y bombardeados los hospitales donde son curados. Ante semejantes y monstruosas aberraciones, ¿cómo no levantar la voz para una condena unánime? La muerte deliberada de un niño constituye una de las manifestaciones más desconcertantes del eclipse de todo respeto por la vida humana (2).
Además de los niños asesinados, quiero también recordar a los mutilados durante los conflictos bélicos y a consecuencia de los mismos. Finalmente, mi pensamiento se dirige a los niños sistemáticamente perseguidos, violentados y eliminados durante las llamadas “limpiezas étnicas”.
1. Cf. Convenzione delle Nazioni Unite del 20 novembre 1989 sui diritti dei bambini, in particolare l’art. 38; Convenzione di Ginevra del 12 agosto 1949 per la protezione delle persone civili in tempo di guerra, art. 24; Protocolli I e II del 12 dicembre 1977, ecc.
2. Cf. Giovanni Paolo II, Lettera enciclica Evangelium Vitae, 3 [1995 03 25b/ 3].
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3. No hay sólo niños que sufren la violencia de las guerras; no pocos de ellos son obligados a ser sus protagonistas. En algunos países del mundo se ha llegado a obligar a chicos y chicas, incluso muy jóvenes, a prestar servicio en las formaciones militares de las partes en lucha. Seducidos por la promesa de comida e instrucción escolar, son conducidos a campamentos aislados, donde padecen hambre y malos tratos, y donde son instigados a matar incluso a personas de sus propias poblaciones. A menudo son enviados como avanzada para limpiar los campos minados. ¡Evidentemente su vida vale bien poco para quien se sirve así de ellos!
El futuro de estos niños con armas está con frecuencia marcado. Después de años de servicio militar, algunos son simplemente licenciados y enviados a casa, y a menudo no logran reintegrarse en la vida civil. Otros, avergonzándose de haber sobrevivido a sus compañeros, acaban cayendo en la delincuencia o en la droga. ¡Quién sabe los fantasmas que continuarán turbando sus ánimos! ¿Podrán alguna vez desaparecer de sus mentes tantos recuerdos de violencia y de muerte?
Merecen un vivo reconocimiento aquellas organizaciones humanitarias y religiosas que se esfuerzan por aliviar sufrimientos tan inhumanos. También se debe agradecimiento a las personas de buena voluntad y a las familias que ofrecen acogida amorosa a los pequeños que han quedado huérfanos, prodigándose por sanar sus traumas y favorecer su reinserción en sus comunidades de origen.
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4. El recuerdo de millones de niños asesinados, los ojos tristes de tantos de sus coetáneos que sufren cruelmente nos invitan a emplear todas las vías posibles para salvaguardar o restablecer la paz, haciendo cesar los conflictos y las guerras.
Con anterioridad a la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín el pasado mes de septiembre, invité a las instituciones caritativas y educativas católicas a adoptar una estrategia coordinada y prioritaria en relación con las niñas y las jóvenes, especialmente las más pobres (3). Deseo ahora renovar esa llamada, extendiéndose de modo particular a las instituciones y organizaciones católicas que se dedican a los menores: ayudad a las niñas que han sufrido a causa de la guerra o de la violencia; enseñad a los chicos a reconocer y respetar la dignidad de la mujer; ayudad a la infancia a redescubrir la ternura del amor de Dios, que se hizo hombre y que, muriendo, dejó al mundo el don de su paz (cf. Jn 14, 27).
No me cansaré de repetir que, desde las más altas organizaciones internacionales a las asociaciones locales, desde los Jefes de Estado hasta el ciudadano corriente, todos estamos llamados, tanto diariamente como en las grandes ocasiones de la vida, a ofrecer nuestra contribución a la paz y a rechazar cualquier apoyo a la guerra.
3. Cf. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVIII/2 [1995] 261.
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5. Millones de niños sufren a causa de otras formas de violencia, presentes tanto en las sociedades afectadas por la miseria como en las desarrolladas. Son violencias con frecuencia menos manifiestas, pero no por ello menos terribles.
La Conferencia Internacional para el Desarrollo Social, celebrada este año en Copenhague, ha señalado la relación entre pobreza y violencia (5), y en esa ocasión los Estados se han comprometido a combatir de un modo más firme la plaga de la miseria con iniciativas a nivel nacional a partir de 19966. Éstas fueron también las orientaciones surgidas de la precedente Conferencia Mundial de la ONU, dedicada a los niños (Nueva York, 1990). En realidad, la miseria está en el origen de condiciones de existencia y de trabajo inhumanas. En algunos países hay niños obligados a trabajar a corta edad, maltratados, castigados violentamente, remunerados con una paga irrisoria: al no tener manera de hacerse respetar, son los más fáciles de chantajear y explotar.
Otras veces son objeto de compraventa (8), para ser utilizados en la mendicidad o, peor aún, para ser introducidos en la prostitución, en el ámbito del llamado “turismo sexual”, fenómeno absolutamente despreciable que degrada a quien lo practica y también a todos los que de algún modo lo favorecen. Existen además personas que no tienen escrúpulos en reclutar niños para actividades criminales, especialmente para el tráfico de drogas, con el riesgo, entre otras cosas, de quedar enganchados en el uso de tales sustancias.
No son pocos los niños que acaban por tener como único lugar de vida la calle: escapados de casa, o abandonados por la familia, o simplemente privados para siempre de un ambiente familiar, viven precariamente, en estado de total abandono, considerados por muchos como desechos de los que hay que desprenderse.
5. Cf. Dichiarazione di Copenaghen, n. 16.
6. Cf. Programma d’azione, capitolo II.
8. Cf. Programma d’azione, n. 39 (e).
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6. La violencia sobre los niños lamentablemente no falta ni siquiera en familias que viven en condiciones de desahogo y bienestar. Afortunadamente se trata de episodios poco frecuentes, pero es importante de todos modos no ignorarlos. Sucede a veces que dentro de los mismos muros domésticos, y precisamente por otra de las personas en las que parecería justo poner plena confianza, los pequeños sufren prevaricaciones y vejaciones con efectos perjudiciales para su desarrollo.
Además, son muchos los niños que deben soportar los traumas derivados de las tensiones entre los padres o de la misma ruptura de la familia. La preocupación por su bien no logra frenar medidas dictadas con frecuencia por el egoísmo y la hipocresía de los adultos. Detrás de una apariencia de normalidad y serenidad, más convincente aún por la abundancia de bienes materiales, los niños se ven a veces obligados a crecer en una triste soledad, sin una justa y amorosa guía y sin una adecuada formación moral. Abandonados a sí mismos, encuentran habitualmente su principal punto de referencia en la televisión, cuyos programas presentan a menudo modelos de vida irreales o corruptos, frente a los que su frágil dicernimiento no es todavía capaz de reaccionar.
¿Cómo sorprenderse de que una violencia tan multiforme e insidiosa acabe por penetrar también en sus jóvenes corazones cambiando su natural entusiasmo en desencanto o cinismo, su espontánea bondad en indiferencia y egoísmo? De este modo, persiguiendo falaces ideales, la infancia corre el riesgo de encontrar amargura y humillación, hostilidad y odio, absorbiendo la insatisfacción y el vacío de los que está impregnado el ambiente circundante. Es bien sabido que las experiencias de la infancia tienen repercusiones profundas y a veces irremediables para el resto de la vida.
Es difícil esperar que los niños sepan un día construir un mundo mejor, cuando se ha faltado al deber preciso de su educación para la paz. Ellos tienen necesidad de “aprender la paz”; es un derecho suyo que no puede ser desatendido.
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7. He querido poner claramente de relieve las condiciones con frecuencia dramáticas en que viven muchos niños de hoy. Lo considero un deber; ellos serán los adultos del Tercer Milenio. Sin embargo, no pretendo ceder al pesimismo, ni ignorar los elementos que invitan a la esperanza. ¿Cómo no hablar, por ejemplo, de tantas familias en todo el mundo donde los niños crecen en un ambiente sereno; cómo no recordar los esfuerzos que tantas personas y organismos hacen para asegurar a los niños en dificultad un desarrollo armónico y gozoso? Son iniciativas de entes públicos y privados de familias y de comunidades encomiables, cuyo único objetivo es devolver a una vida normal los niños que se han visto envueltos en cualquier vicisitud traumática. Son, en particular, propuestas concretas de procesos educativos encaminados a valorizar completamente cada potencialidad personal, para hacer de los muchachos y de los jóvenes auténticos artífices de paz.
Tampoco debe olvidarse la mayor conciencia de la Comunidad internacional que en estos últimos años, a pesar de dificultades y titubeos, se esfuerza por afrontar con decisión y discernimiento los problemas de la infancia.
Los resultados alcanzados animan a proseguir este empeño tan loable. Ayudados y amados convenientemente, los niños mismos saben hacerse protagonistas de paz, constructores de un mundo fraterno y solidario. Con su entusiasmo y con la naturalidad de su entrega, pueden llegar a ser “testigos” y “maestros” de esperanza y de paz en beneficio de los mismos adultos. Para no desperdiciar esta potencialidad, es preciso ofrecer a los niños, con el debido respeto de su personalidad, toda oportunidad favorable para una maduración equilibrada y abierta.
Una infancia serena permitirá a los niños mirar con confianza la vida y el mañana. ¡Ay de los que apagan en ellos el ímpetu gozoso de la esperanza!
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8. Los pequeños aprenden bien pronto a conocer la vida. Observan e imitan el modo de actuar de los adultos. Aprenden rápidamente el amor y el respeto por los demás, pero asimilan también con prontitud los venenos de la violencia y del odio. La experiencia que han tenido en la familia condicionará fuertemente las actitudes que asumirán de adultos. Por tanto, si la familia es el primer lugar donde se abren al mundo, la familia debe ser para ellos la primera escuela de paz.
Los padres tienen una posibilidad extraordinaria de dar a conocer a sus hijos este valor: el testimonio de su amor recíproco. Al amarse permiten al hijo, desde el comienzo de su existencia, crecer en un ambiente de paz, impregnado de aquellos elementos positivos que constituyen de por sí el verdadero patrimonio familiar: estima y acogida recíprocas, escucha, participación, gratuidad, perdón. Gracias a la reciprocidad que promueven, estos valores representan una auténtica educación para la paz y hacen al niño, desde su más tierna edad, constructor activo de ella.
Él comparte con sus padres y hermanos la experiencia de la vida y de la esperanza, viendo cómo se afrontaron con humildad y valentía las inevitables dificultades y respirando en cada circunstancia un clima de estima por los demás y de respeto de las opiniones diversas de las propias.
Es sobre todo en casa donde, antes incluso de cualquier palabra, los pequeños deben experimentar, en el amor que los rodea, el amor de Dios por ellos, y aprender que Él quiere paz y comprensión recíproca entre todos los seres humanos llamados a formar una única y gran familia.
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9. Pero, además de la educación familiar fundamental, los niños tienen derecho a una específica formación para la paz en la escuela y en las demás estructuras educativas, las cuales tienen la misión de hacerles comprender gradualmente la naturaleza y las exigencias de la paz dentro de su mundo y de su cultura. Es necesario que los niños aprendan la historia de la paz y no sólo la de las guerras ganadas o perdidas.
¡Que se les ofrezca, por tanto, ejemplos de paz y no de violencia! Afortunadamente se pueden encontrar tantos de estos modelos positivos en cada cultura y en cada período de la historia. Que se creen iniciativas educativas adecuadas promoviendo con creatividad vías nuevas, sobre todo allí donde más acuciante es la miseria cultural y moral. Todo debe estar dispuesto para que los pequeños lleguen a ser heraldos de paz.
Los niños no son una carga para la sociedad, ni son instrumentos de ganancia, ni simplemente personas sin derechos; son miembros preciosos de la familia humana, de la que encarnan sus esperanzas, expectativas y pontencialidades.
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10. La paz es don de Dios; pero depende de los hombres acogerlo para construir un mundo de paz. Ellos podrán hacerlo sólo si tienen la sencillez de corazón de los niños. Éste es uno de los aspectos más profundos y paradójicos del anuncio cristiano: hacerse pequeño, antes que ser una exigencia moral, es una dimensión del misterio de la Encarnación.
En efecto, el Hijo de Dios no vino en potencia y gloria, como sucederá al final de los tiempos, sino como niño necesitado y de condición pobre. Compartiendo enteramente nuestra condición humana, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), asumió también la fragilidad y las expectativas de futuro propias de la infancia. Desde aquel momento decisivo para la historia de la Humanidad, despreciar la infancia es al mismo tiempo despreciar a Aquel que ha querido manifestar la grandeza de un amor dispuesto a rebajarse y a renunciar a toda gloria para salvar al hombre.
Jesús se identificó con los pequeños, y cuando los Apóstoles discutían sobre quién era el más grande, “tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: ‘El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado’” (Lc 9, 47-48). El Señor nos puso muy en guardia contra el riesgo de escandalizar a los niños: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar” (Mt 18, 6).
Pidió a los discípulos que volvieran a ser “niños” y, cuando ellos intentaron alejar a los pequeños que le rodeaban, se enfadó: “Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 14-15). De este modo, Jesús invertía el modo común de pensar. Los adultos deben aprender de los niños los caminos de Dios: de su capacidad de confianza y de abandono pueden aprender a invocar con justa familiaridad “Abbá, Padre”.
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11. Hacerse pequeños como los niños –confiados totalmente al Padre, revestidos de mansedumbre evangélica–, más que un imperativo ético, es un motivo de esperanza. Incluso allí donde fuesen tales las dificultades que desanimasen y tan poderosas las fuerzas del mal como para atemorizar, la persona que sabe encontrar la sencillez del niño puede volver a esperar: lo puede ante todo el creyente, consciente de que cuenta con un Dios que quiere la concordancia de todos los hombres en la comunión pacífica de su Reino; pero lo puede también quien, aun no participando del don de la fe, cree en los valores del perdón y de la solidaridad, y en ellos entrevé –no sin la acción secreta del Espíritu– la posibilidad de dar un rostro nuevo a la tierra.
Me dirijo, pues, con confianza a los hombres y mujeres de buena voluntad. ¡Unámonos todos para combatir cualquier forma de violencia y derrotar la guerra! ¡Creemos las condiciones para que los pequeños puedan recibir como herencia de nuestra generación un mundo más unido y solidario!
¡Demos a los niños un futuro de paz!
[E 55 (1995), 1938-1941]
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1. Alla fine del 1994, Anno Internazionale della Famiglia, ho indirizzato ai bambini del mondo intero una Lettera, chiedendo loro di pregare affinchè l’umanità diventi sempre più famiglia di Dio, capace di vivere nella concordia e nella pace. Non ho mancato inoltre di manifestare viva preoccupazione per i fanciulli vittime di conflitti bellici e di altre forme di violenza, richiamando su tali gravi situazioni l’attenzione dell’opinione pubblica mondiale.
All’inizio del nuovo anno, il mio pensiero si volge ancora ai bambini e alle loro legittime attese di amore e di serenità. Tra loro sento il dovere di ricordare particolarmente quelli segnati dalla sofferenza, i quali spesso diventano adulti senza aver mai fatto esperienza di che cosa sia la pace. Lo sguardo dei piccoli dovrebbe essere sempre lieto e fiducioso, invece qualche volta è colmo di tristezza e di paura: hanno già visto e penato troppo nei pochi anni della loro vita!
Diamo ai bambini un futuro di pace! Ecco l’appello che rivolgo fiducioso agli uomini ed alle donne di buona volontà, invitando ciascuno ad aiutare i bambini a crescere in un clima di autentica pace. È un loro diritto, è un nostro dovere.
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2. Ho dinanzi alla mente le schiere numerose di bambini che ho avuto modo di incontrare lungo gli anni del mio pontificato, specialmente nel corso dei viaggi apostolici in ogni continente. Bambini sereni e pieni di allegria. Penso a loro mentre inizia il nuovo anno. Auguro a tutti i bambini del mondo di cominciare nella gioia il 1996 e di poter trascorrere una fanciullezza serena, aiutati in questo dal sostegno di adulti responsabili.
Vorrei che dappertutto l’armonico rapporto fra adulti e bambini favorisse un clima di pace e di autentico benessere. Purtroppo, non sono pochi nel mondo i bambini vittime incolpevoli di guerre. Negli anni recenti ne sono stati feriti ed uccisi a milioni: un vero massacro.
La speciale protezione accordata all’infanzia dalle norme internazionali (1) è stata ampiamente disattesa ed i conflitti regionali ed interetnici, aumentati a dismisura, vanificano la tutela prevista dalle norme umanitarie. I bambini sono persino diventati bersaglio dei cecchini, le loro scuole volutamente distrutte e bombardati gli ospedali dove sono curati. Di fronte a simili mostruose aberrazioni, come non levare la voce per un’unanime condanna? L’uccisione deliberata di un bambino costituisce uno dei segni più sconcertanti dell’eclisse di ogni rispetto per la vita umana2.
Con i bambini uccisi, voglio pure ricordare quelli mutilati nel corso dei conflitti o a seguito di essi. Il pensiero va, infine, ai bambini sistematicamente perseguitati, violentati, eliminati durante le cosiddette “pulizie etniche”.
1. Cf. Convenzione delle Nazioni Unite del 20 novembre 1989 sui diritti dei bambini, in particolare l’art. 38; Convenzione di Ginevra del 12 agosto 1949 per la protezione delle persone civili in tempo di guerra, art. 24; Protocolli I e II del 12 dicembre 1977, ecc.
2. Cf. Giovanni Paolo II, Lettera enciclica Evangelium Vitae, 3 [1995 03 25b/ 3].
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3. Non ci sono soltanto bambini che subiscono la violenza delle guerre; non pochi fra loro sono costretti a diventarne protagonisti. In alcuni Paesi del mondo si è giunti al punto di obbligare ragazzi e ragazze, anche giovanissimi, a prestare servizio nelle formazioni militari delle parti in lotta. Lusingati dalla promessa di cibo e di istruzione scolastica, essi vengono confinati in accampamenti isolati, dove patiscono fame e maltrattamenti e dove sono istigati ad uccidere perfino persone del loro stesso villaggio. Sovente sono mandati in avanscoperta per ripulire i campi minati. Evidentemente la loro vita vale ben poco per chi così se ne serve!
Il futuro di questi fanciulli in armi è spesso segnato. Dopo anni di servizio militare, alcuni vengono semplicemente smobilitati e rimandati a casa, e per lo più non riescono a reintegrarsi nella vita civile. Altri, vergognandosi d’essere sopravvissuti ai loro compagni, finiscono per darsi alla delinquenza o alla droga. Chissà quali fantasmi continueranno a turbare i loro animi! La loro mente sarà mai libera da tanti ricordi di violenza e di morte?
Meritano viva riconoscenza quelle organizzazioni umanitarie e religiose che si sforzano di alleviare sofferenze così disumane. E gratitudine si deve pure alle persone di buona volontà e alle famiglie che offrono amorevole accoglienza ai piccoli rimasti orfani, prodigandosi per sanarne i traumi e favorirne il reinserimento nelle comunità di origine.
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4. Il ricordo di milioni di bambini uccisi, gli occhi tristi di tanti loro coetanei crudelmente sofferenti ci spingono ad esperire tutte le vie possibili per salvaguardare o ristabilire la pace, facendo cessare i conflitti e le guerre.
Prima della IV Conferenza Mondiale sulla Donna, tenutasi a Pechino nello scorso mese di settembre, ho invitato le istituzioni caritative ed educative cattoliche ad adottare una strategia coordinata e prioritaria nei confronti delle bambine e delle giovani donne, specialmente di quelle più povere (3). Desidero ora rinnovare tale appello ed estenderlo in particolare alle istituzioni ed organizzazioni cattoliche che si dedicano ai minori: aiutate le bambine che hanno sofferto a causa della guerra o della violenza; insegnate ai ragazzi a riconoscere e a rispettare la dignità della donna; aiutate l’infanzia a riscoprire la tenerezza dell’amore di Dio, che si è fatto uomo e che, morendo, ha lasciato al mondo il dono della sua pace (4).
Mai mi stancherò di ripetere che dalle più alte organizzazioni internazionali alle associazioni locali, dai Capi di Stato al comune cittadino, tutti siamo chiamati, nel quotidiano come nelle grandi occasioni della vita, ad offrire il nostro contributo alla pace ed a rifiutare ogni sostegno alla guerra.
3. Cf. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVIII/2 [1995] 261.
4. Cf. Gv 14,27.
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5. Milioni di bambini soffrono a causa di altre forme di violenza, presenti sia nelle società colpite dalla miseria sia in quelle sviluppate. Sono violenze spesso meno appariscenti, ma non per questo meno terribili.
La Conferenza Internazionale per lo Sviluppo Sociale, tenutasi quest’anno a Copenaghen, ha sottolineato il legame tra povertà e violenza (5), e in quella occasione gli Stati si sono impegnati a combattere in modo più deciso la piaga della miseria con iniziative a livello nazionale a partire dal 19966. Tali erano anche gli orientamenti emersi nella precedente Conferenza Mondiale dell’ONU, dedicata ai bambini (7). In realtà, la miseria è all’origine di condizioni di esistenza e di lavoro veramente disumane. Vi sono in alcuni Paesi bambini costretti a lavorare in tenera età, maltrattati, puniti violentemente, retribuiti con un compenso irrisorio, poichè non hanno modo di farsi valere, sono i più facili da ricattare e sfruttare.
Altre volte essi sono oggetto di compravendita (8) per l’accattonaggio o, peggio, per l’avvio alla prostituzione, nel contesto anche del cosiddetto “turismo sessuale”, fenomeno quanto mai deprecabile che degrada chi lo attua ma anche tutti coloro che in vari modi lo favoriscono. Vi è poi chi non si fa scrupolo di arruolare bambini per attività criminali, in specie per lo spaccio di droghe, col rischio tra l’altro, del loro personale coinvolgimento nell’uso di tali sostanze.
Non sono pochi i bambini che finiscono per avere come unico ambiente di vita la strada: fuggiti di casa, o abbandonati dalla famiglia, o semplicemente privi da sempre di un ambiente familiare, vivono di espedienti, in stato di totale abbandono, considerati da molti come rifiuti di cui sbarazzarsi.
5. Cf. Dichiarazione di Copenaghen, n. 16.
6. Cf. Programma d’azione, capitolo II.
7. New York, 1990.
8. Cf. Programma d’azione, n. 39 (e).
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6. La violenza nei confronti dei bambini non manca purtroppo nemmeno nelle famiglie che vivono in condizioni di benessere e di agiatezza. Si tratta fortunatamente di episodi non frequenti, ma è importante comunque non ignorarli. Succede talora che all’interno delle stesse mura domestiche, e proprio ad opera delle persone nelle quali sarebbe giusto riporre ogni fiducia, i piccoli subiscono prevaricazioni e soprusi con effetti devastanti sul loro sviluppo.
Molti sono poi i bambini che si trovano a sopportare i traumi derivanti dalle tensioni tra i genitori o dalla stessa frantumazione della famiglia. La preoccupazione per il loro bene non riesce a frenare risoluzioni dettate spesso dall’egoismo e dall’ipocrisia degli adulti. Dietro un’apparenza di normalità e di serenità, resa anche più accattivante dall’abbondanza di beni materiali, i bambini sono talvolta costretti a crescere in una triste solitudine, senza una giusta e amorosa guida ed un’adeguata formazione morale. Abbandonati a se stessi, trovano abitualmente il loro principale punto di riferimento nella televisione, i cui programmi propongono sovente modelli di vita irreale o corrotta, nei cui confronti il loro fragile discernimento non è ancora in grado di reagire.
Come meravigliarsi se una violenza così multiforme e insidiosa finisce per penetrare anche nel loro giovane cuore e mutarne il naturale entusiasmo in disincanto o cinismo, la spontanea bontà in indifferenza ed egoismo? Così, inseguendo fallaci ideali, lrischia di incontrare amarezza e umiliazione, ostilità e odio, assorbendo l’insoddisfazione e il vuoto di cui è impregnato l’ambiente circostante. È fin troppo noto come le esperienze dell’infanzia abbiano ripercussioni profonde ed a volte irrimediabili sull’intero corso dell’esistenza.
È difficile sperare che i bambini sappiano un giorno costruire un mondo migliore, quando è mancato un preciso impegno per la loro educazione alla pace. Essi hanno bisogno di “imparare la pace”: è un loro diritto che non può essere disatteso.
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7. Ho voluto porre in forte rilievo le condizioni talora drammatiche in cui versano molti bambini di oggi. Lo ritengo un dovere: saranno essi gli adulti del terzo Millennio. Non intendo, tuttavia, indulgere al pessimismo, né ignorare gli elementi che invitano alla speranza. Come tacere, ad esempio, di tante famiglie in ogni angolo del mondo, ove i bambini crescono in un ambiente sereno; come non ricordare gli sforzi che tante persone ed organismi fanno per assicurare ai bambini in difficoltà uno sviluppo armonico e gioioso? Sono iniziative di enti pubblici e privati, di singole famiglie e di benemerite comunità, il cui unico scopo è il ricupero ad una vita normale di bambini coinvolti in qualche vicenda traumatica. Sono, in particolare, proposte concrete di itinerari educativi miranti a valorizzare appieno ogni potenzialità personale, per fare dei ragazzi e dei giovani autentici artefici di pace.
Né va dimenticata l’accresciuta consapevolezza della Comunità internazionale che in questi ultimi anni, pur fra difficoltà e tentennamenti, si sforza di affrontare con decisione e metodo le problematiche dell’infanzia.
I risultati raggiunti confortano a proseguire in così lodevole impegno. Convenientemente aiutati ed amati, i bambini stessi sanno farsi protagonisti di pace, costruttori di un mondo fraterno e solidale. Con il loro entusiasmo e con la freschezza della loro dedizione, essi possono diventare “testimoni” e “maestri” di speranza e di pace a beneficio degli stessi adulti. Per non disperdere tali potenzialità, occorre offrire ai bambini, con il dovuto rispetto per la loro personalità, ogni occasione favorevole per una maturazione equilibrata ed aperta.
Una fanciullezza serena consentirà ai bambini di guardare con fiducia verso la vita ed il domani. Guai a chi soffoca in loro lo slancio gioioso della speranza!
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8. I piccoli imparano ben presto a conoscere la vita. Osservano ed imitano il modo di agire degli adulti. Apprendono rapidamente l’amore e il rispetto per gli altri, ma assimilano pure con prontezza il veleno della violenza e dell’odio. L’esperienza fatta in famiglia influirà fortemente sugli atteggiamenti che assumeranno da adulti. Pertanto, se la famiglia è il primo luogo nel quale si aprono al mondo, la famiglia deve essere per loro la prima scuola di pace.
I genitori hanno una straordinaria possibilità per aprire i figli alla conoscenza di questo grande valore: la testimonianza del loro amore reciproco. È amandosi che essi consentono al figlio, fin dal suo primo esistere di crescere in un ambiente di pace, permeato di quegli elementi positivi che di per sè costituiscono il vero patrimonio familiare: stima ed accoglienza reciproche, ascolto, condivisione, gratuità, perdono. Grazie alla reciprocità che promuovono, questi valori rappresentano un’autentica educazione alla pace e rendono il bambino, fin dalla sua più tenera età, attivo costruttore di essa.
Egli condivide coi genitori ed i fratelli l’esperienza della vita e della speranza, vedendo come s’affrontano con umiltà e coraggio le inevitabili difficoltà e respirando in ogni circostanza un clima di stima per gli altri e di rispetto per le opinioni diverse dalle proprie.
È anzitutto in casa che, prima ancora di ogni parola, i piccoli devono sperimentare, nell’amore che li circonda, l’amore di Dio per loro, ed imparare che Egli vuole pace e comprensione reciproca tra tutti gli esseri umani, chiamati a formare un’unica, grande famiglia.
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9. Ma, oltre alla fondamentale educazione familiare, i bambini hanno diritto ad una specifica formazione alla pace nella scuola e nelle altre strutture educative, le quali hanno il compito di condurli gradualmente a comprendere la natura e le esigenze della pace all’interno del loro mondo e della loro cultura. È necessario che essi imparino la storia della pace e non solo quella delle guerre vinte o perdute.
Si offrano loro, pertanto, esempi di pace e non di violenza. Fortunatamente di simili modelli positivi se ne possono trovare tanti in ogni cultura ed in ogni periodo della storia. Opportunità educative adatte vanno costruite cercando con creatività vie nuove, soprattutto là dove più opprimente è la miseria culturale e morale. Tutto deve essere predisposto in modo che i piccoli divengano araldi di pace.
I bambini non sono pesi per la società, non sono strumenti per il guadagno né semplicemente persone senza diritti; sono membri preziosi del consorzio umano, del quale incarnano le speranze, le attese, le potenzialità.
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10. La pace è dono di Dio; ma dipende dagli uomini accoglierlo per costruire un mondo di pace. Essi lo potranno solo se avranno la semplicità di cuore dei bambini. È questo uno degli aspetti più profondi e paradossali dell’annuncio cristiano: farsi piccoli, prima che un’esigenza morale, è una dimensione del mistero della Incarnazione.
Il Figlio di Dio, infatti, non è venuto in potenza e gloria, come sarà alla fine dei tempi, ma come bambino bisognoso e in condizioni disagiate. Condividendo interamente la nostra condizione umana escluso il peccato (9), Egli ha assunto anche la fragilità e l’attesa di futuro proprie dell’infanzia. Da quel momento decisivo per la storia dell’umanità, disprezzare l’infanzia è contemporaneamente disprezzare Colui che ha voluto manifestare la grandezza di un amore pronto ad abbassarsi e a rinunciare ad ogni gloria per redimere l’uomo.
Gesù si è identificato con i piccoli e quando gli Apostoli discutevano su chi fosse il più grande, egli “prese un fanciullo, se lo mise vicino e disse: ‘Chi accoglie questo fanciullo nel mio nome, accoglie me; e chi accoglie me, accoglie colui che mi ha mandato’” (10). Il Signore ci ha messi in guardia con forza contro il rischio di dar scandalo ai fanciulli: “Chi scandalizza anche uno solo di questi piccoli che credono in me, sarebbe meglio per lui che gli fosse appesa al collo una macina girata da asino e fosse gettato negli abissi del mare” (11).
Ai discepoli chiese di tornare ad essere “bambini”, e quando essi cercarono di allontanare i piccoli che gli si stringevano attorno, si indignò: “Lasciate che i bambini vengano a me e non glielo impedite, perchè a chi è come loro appartiene il regno di Dio. In verità vi dico: chi non accoglie il regno di Dio come un bambino non entrerà in esso” (12). Così Gesù rovesciava il modo corrente di pensare Gli adulti devono imparare dai bambini le vie di Dio: dalla loro capacità di fiducia e di abbandono essi possono apprendere ad invocare con la giusta confidenza “Abbà, Padre”.
9. Cf. Eb 4,15.
10. Lc 9,47-48.
11. Mt 18,6.
12. Mc 10,14-15.
1995 12 08a 0011
11. Farsi piccoli come bambini –affidati totalmente al Padre, rivestiti di mitezza evangelica–, oltre che un imperativo etico, è un motivo di speranza. Anche là dove le difficoltà fossero tali da scoraggiare e la forza del male così prepotente da sgomentare, la persona che sa ritrovare la semplicità del bambino può riprendere a sperare: lo può innanzitutto chi sa di poter contare su un Dio che vuole la concordia di tutti gli uomini nella comunione pacificata del suo Regno; ma lo può anche chi, pur non condividendo il dono della fede, crede nei valori del perdono e della solidarietà e in essi intravede –non senza la segreta azione dello Spirito– la possibilità di dare un volto nuovo alla terra.
È dunque agli uomini e alle donne di buona volontà che mi rivolgo con fiducia. Uniamoci tutti per reagire contro ogni forma di violenza e sconfiggere la guerra! Creiamo le condizioni perchè i piccoli possano ricevere in eredità dalla nostra generazione un mondo più unito e solidale!
Diamo ai bambini un futuro di pace!
[Insegnamenti GP II, 18/2, 1331-1339]