[1795] • JUAN PABLO II (1978-2005) • DRAMÁTICA SITUACIÓN DE LOS “SIN TECHO”
Del Mensaje Il tempo, con ocasión de la Cuaresma de 1997, 25 octubre 1996
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2. Para la Cuaresma de 1997, primer año de preparación al Gran Jubileo del Año 2000, quisiera reflexionar sobre la condición dramática de los que viven sin casa. Propongo como tema de meditación las siguientes palabras del Evangelio de san Mateo: Venid, benditos de mi Padre, porque estaba sin casa y me alojasteis (cf. 25, 34-35). La casa es el lugar de la comunión familiar, el hogar doméstico donde del amor entre marido y mujer nacen los hijos y aprenden las costumbres de la vida y los valores morales y espirituales fundamentales, que harán de ellos los ciudadanos y cristianos del mañana. En la casa, el anciano y el enfermo encuentran una atmósfera de cercanía y de afecto que ayuda a soportar los días del sufrimiento y del desgaste físico.
Sin embargo, ¡cuántos son, por desgracia, los que viven lejos del clima de calor humano y de acogida propio del hogar! Pienso en los refugiados, en los prófugos, en las víctimas de las guerras y de las catástrofes naturales, así como en las personas sometidas a la llamada emigración económica. Y ¿qué decir de las familias desahuciadas o de las que no logran encontrar una vivienda, del ingente número de ancianos a los cuales las pensiones sociales no les permiten obtener un alojamiento digno a un precio justo? Son situaciones penosas que generan a veces otras auténticas calamidades como el alcoholismo, la violencia, la prostitución o la droga. En concomitancia con el desarrollo de la Conferencia Mundial sobre los Asentamientos Urbanos, Hábitat II, que tuvo lugar en Estambul el pasado mes de junio, he llamado la atención de todos sobre estos graves problemas durante el Ángelus dominical, y he insistido en su urgencia, reafirmando que el derecho a la vivienda no se debe reconocer únicamente al sujeto en cuanto individuo, sino también a la familia compuesta de varias personas. La familia, como célula fundamental de la sociedad, tiene pleno título a disponer de un alojamiento adecuado como ambiente de vida, para que le sea posible vivir una auténtica comunión doméstica. La Iglesia defiende este derecho fundamental y es consciente de que debe colaborar para que tal derecho sea efectivamente reconocido.
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3. Son muchos los pasajes bíblicos que ponen de relieve el deber de socorrer las necesidades de los que carecen de casa.
Ya en el Antiguo Testamento, según la Torah, el forastero y, en general, quien no tiene un techo donde cobijarse, al estar expuesto a cualquier peligro, merece una atención especial por parte del creyente. Más aún, Dios no ceja de recomendar la hospitalidad y la generosidad con el extranjero (cf. Dt 24, 17-18; 10, 18-19; Nm 15, 15 etc.), recordando la precariedad sufrida por Israel mismo. Jesús, además, se identifica con quien no tiene casa: “era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 35), enseñando que la caridad para con quien se encuentra en esta necesidad será premiada en el cielo. Los Apóstoles del Señor recomiendan la hospitalidad recíproca a las diversas comunidades fundadas por ellos como signo de comunión y de novedad de la vida en Cristo.
Del amor de Dios aprende el cristiano a socorrer al necesitado, compartiendo con él los propios bienes materiales y espirituales. Esta solicitud no representa sólo una ayuda material para quien está en dificultad, sino que es también una ocasión de crecimiento espiritual para el mismo que la practica, que así se ve alentado a despegarse de los bienes terrenos. En efecto, existe una dimensión más elevada, indicada por Cristo con su ejemplo: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). De este modo quería Él expresar su total disponibilidad hacia el Padre celestial, cuya voluntad deseaba cumplir sin dejarse atar por la posesión de los bienes terrenos, pues existe el peligro constante de que en el corazón del hombre las realidades terrenas ocupen el lugar de Dios.
La Cuaresma es, pues, una ocasión providencial para llevar a cabo ese desapego espiritual de las riquezas para abrirse así a Dios, hacia el Cual el cristiano debe orientar toda la vida, consciente de no tener morada fija en este mundo, porque “somos ciudadanos del cielo” (Flp. 3, 20). En la celebración del misterio pascual, al final de la Cuaresma, se pone de relieve cómo el camino cuaresmal de purificación culmina con la entrega libre y amorosa de sí mismo al Padre. Éste es el camino por el que el discípulo de Cristo aprende a salir de sí mismo y de sus intereses egoístas para encontrar a los hermanos con el amor.
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4. La llamada evangélica a estar junto a Cristo “sin casa” es una invitación a todo bautizado a reconocer la propia realidad y a mirar a los hermanos con sentimientos de solidaridad concreta y hacerse cargo de sus dificultades. Mostrándose abiertos y generosos, los cristianos pueden servir, comunitaria e individualmente, a Cristo presente en el pobre y dar testimonio del amor del Padre. En este camino nos precede Cristo. Su presencia es fuerza y estímulo: Él nos libera y nos hace testigos del Amor.
Queridos Hermanos y Hermanas: vayamos sin miedo con Él hasta Jerusalén (cf. Lc 18, 31), acogiendo su invitación a la conversión para adherirnos más profundamente a Dios, santo y misericordioso, sobre todo durante el tiempo de gracia que es la Cuaresma. Deseo que este tiempo lleve a todos a escuchar la llamada del Señor que invita a abrir el corazón hacia quienes se encuentran en necesidad. Invocando la celeste protección de María, especialmente sobre quienes carecen de casa, imparto a todos con afecto la Bendición Apostólica.
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2. Per la Quaresima del 1997, primo anno di preparazione al Grande Giubileo dell’Anno 2000, vorrei soffermarmi a riflettere sulla drammatica situazione di chi vive senza casa. Propongo come tema di meditazione le seguenti parole tratte dal Vangelo di Matteo: “Venite, benedetti del Padre mio, perchè ero senza tetto e mi avete ospitato”.1 La casa è il luogo della comunione familiare, il focolare domestico dove dall’amore vissuto tra marito e moglie nascono i figli e apprendono le abitudini di vita ed i valori morali e spirituali fondamentali, che faranno di essi i cittadini e i cristiani di domani. In casa l’anziano e il malato sperimentano quel clima di vicinanza e di affetto che aiuta a superare anche i giorni della sofferenza e del declino fisico.
Ma quanti sono, purtroppo, coloro che vivono sradicati dal clima di calore umano e di accoglienza tipico della casa! Penso ai rifugiati, ai profughi, alle vittime delle guerre e delle catastrofi naturali, come pure alle persone sottoposte alla cosiddetta emigrazione economica. E che dire poi delle famiglie sfrattate o di quelle che non riescono a trovare un’abitazione, della larga schiera degli anziani ai quali le pensioni sociali non permettono di procurarsi un alloggio dignitoso a prezzo equo? Sono disagi che a loro volta ingenerano talora altre vere e proprie calamità come l’alcoolismo, la violenza, la prostituzione, la droga. In concomitanza con lo svolgimento della Conferenza Mondiale sugli Insediamenti Umani, Habitat II, svoltasi ad Istambul nello scorso mese di giugno, ho richiamato l’attenzione di tutti, durante la domenicale recita dell’Angelus, su questi gravi problemi, e ne ho sottolineato l’urgenza, ribadendo che il diritto all’abitazione non va riconosciuto solo al singolo in quanto soggetto, ma alla famiglia, composta di più persone. La famiglia, quale cellula fondamentale della società, ha pieno titolo ad un adeguato alloggio come ambiente di vita, perchè le sia resa possibile l’attuazione di una comunione domestica autentica. La Chiesa riconosce questo diritto basilare e sa di dover cooperare a che esso sia effettivamente riconosciuto.
1. Cfr. Matth. 25, 34-35.
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3. Molti sono i passaggi biblici che pongono in luce il dovere di sovvenire alle necessità di chi è sprovvisto d’una abitazione.
Già nell’Antico Testamento, secondo la Torah, il forestiero e, in genere, chi è senza tetto, essendo esposto a tutti i pericoli, merita uno speciale trattamento da parte del credente. Anzi ripetutamente Dio mostra di raccomandare l’ospitalità e la generosità verso lo straniero (2), ricordando la precarietà a cui era stato esposto lo stesso Israele. Gesù poi si identifica con chi è privo della casa: “Ero forestiero e mi avete ospitato” (3), insegnando che la carità verso chi si trova in tale necessità sarà premiata in cielo. Gli Apostoli del Signore raccomandano alle diverse comunità da loro fondate l’ospitalità reciproca in segno di comunione e di novità di vita in Cristo.
È dall’amore di Dio che il cristiano impara a soccorrere il bisognoso, condividendo con lui i propri beni materiali e spirituali. Questa sollecitudine non rappresenta solamente un soccorso materiale per chi è nella difficoltà, ma costituisce anche un’occasione di crescita spirituale per lo stesso offerente, che ne trae la spinta a distaccarsi dai beni terreni. Esiste infatti una dimensione più alta, indicataci da Cristo con il suo esempio: “Il Figlio dell’uomo non ha dove posare il capo” (4). Egli voleva così esprimere la sua totale disponibilità verso il Padre celeste, di cui intendeva compiere la volontà senza lasciarsi vincolare dal possesso dei beni terreni: esiste, infatti, il costante pericolo che le realtà terrene prendano il posto di Dio nel cuore dell’uomo.
La Quaresima costituisce, pertanto, un’occasione provvidenziale per operare questo distacco spirituale dalle ricchezze al fine di aprirsi a Dio, verso cui il cristiano deve orientare l’intera vita, consapevole di non avere dimora stabile in questo mondo, “perchè la nostra patria è nei cieli” (5). Nella celebrazione del mistero pasquale, al termine della Quaresima, si evidenzia come il cammino quaresimale di purificazione culmini nell’offerta di sè, libera e amorosa, al Padre. È per questa strada che il discepolo di Cristo impara ad uscire da se stesso e dai suoi interessi egoistici per incontrare nell’amore i fratelli.
2. Cfr Deut 24, 17-18; 10, 18-19; Num 15, 15 etc.
3. Matth. 25, 35.
4. Matth. 8, 20.
5. Phil. 3, 20.
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4. La chiamata evangelica ad essere accanto a Cristo “senza tetto” è invito per ogni battezzato a riconoscere la propria realtà e a guardare ai fratelli con sentimenti di concreta solidarietà, facendosi carico delle loro difficoltà. È mostrandosi aperti e generosi che i cristiani possono servire, comunitariamente e singolarmente, Cristo presente nel povero, e dare testimonianza dell’amore del Padre. In questo cammino Cristo ci precede. La sua presenza è forza e incoraggiamento: Egli libera e rende testimoni dell’Amore.
Carissimi Fratelli e Sorelle! Andiamo senza paura con Lui fino a Gerusalemme (6), accogliendo il suo invito alla conversione, per una più profonda adesione a Dio, santo e misericordioso, soprattutto durante il tempo di grazia costituito dalla Quaresima. Auspico che essa porti tutti ad ascoltare l’appello del Signore ad aprire il cuore verso chiunque si trova nel bisogno. Nell’invocare la celeste protezione di Maria in special modo su quanti sono privi d’una casa, a tutti imparto con affetto l’Apostolica Benedizione.
[Insegnamenti GP II, 19/2, 589-591]
6. Cfr. Luc. 18, 31.