[1800] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL RESPETO A LA VIDA DE TODO HOMBRE CREADO A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS
Del Discurso Sono lieto, a los participantes en la XI Conferencia Internacional organizada por el Pontificio Consejo de la Pastoral para Agentes Sanitarios, 30 noviembre 1996
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2. Entre vosotros, ilustres señores y señoras, se hallan presentes investigadores, científicos expertos en ciencias biomédicas, teólogos, moralistas, juristas, psicólogos, sociólogos y agentes sanitarios. Juntos representáis un patrimonio de humanidad, sabiduría, ciencia y experiencia del que pueden surgir reflexiones de gran utilidad para la comprensión, la atención y el seguimiento de los enfermos mentales.
La Iglesia mira a estas personas, como a cualquier ser humano afectado por la enfermedad, con particular solicitud. Iluminada por las palabras del Maestro divino, “cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser ‘alabanza de la gloria’ de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor” (Veritatis splendor, 10).
La Iglesia está profundamente convencida de esta verdad. Y lo está también cuando las facultades intelectuales del hombre –las más nobles, porque testimonian su naturaleza espiritual– aparecen muy limitadas e, incluso, impedidas a causa de un proceso patológico. Por tanto, la Iglesia recuerda a la comunidad política el deber de reconocer y celebrar la imagen divina en el hombre a través de obras de acompañamiento y de servicio en favor de cuantos se encuentran en una situación de grave trastorno mental. Se trata de un compromiso que la ciencia y la fe, la medicina y la pastoral, la competencia profesional y el sentido de la fraternidad común, cooperando entre sí, deben realizar mediante la inversión de recursos humanos, científicos y socioeconómicos adecuados.
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3. El título del simposio invita a seguir profundizando esta línea de reflexión, que acabamos de esbozar. En efecto, mientras por una parte vuelve a proponer una autorizada afirmación de la Biblia, por otra plantea un interrogante inquietante.
Uno de los pilares de la antropología cristiana es la convicción de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Está escrito en el primer capítulo del Génesis (1, 26). En las facultades intelectuales del hombre es decir, en su razón y en su voluntad, la reflexión filosófica y teológica ha visto un signo privilegiado de esta afinidad con Dios. En efecto, estas facultades permiten al hombre conocer al Señor y entablar con él una relación de diálogo. Son prerrogativas que hacen del ser humano una persona. Razonando sobre ello, santo Tomás observa: “Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, es decir, lo que subsiste en la naturaleza racional” (Summa Theologiae I, a. 29, a. 3).
Conviene precisar, sin embargo, que todo el hombre y, por tanto, no sólo su alma espiritual, con la inteligencia y la voluntad libre, sino también su cuerpo participa en la dignidad de “imagen de Dios”. En efecto, el cuerpo del hombre “es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual y es toda la persona humana la que está destinada a ser, en el cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 364). “¿No sabéis, escribe el Apóstol, que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). No os pertenecéis (...). Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Co 6, 15.19-20). De aquí deriva la exigencia de respeto al propio cuerpo, y también al de los demás, particularmente cuando sufre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1. (00)4).
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4. Precisamente por ser persona el hombre, entre todas las criaturas, está revestido de una dignidad única. Cada hombre tiene su propia razón de ser, y jamás puede ser utilizado como simple medio para alcanzar otras metas, ni siquiera en nombre del bienestar y del progreso de toda la comunidad. Dios, al crear al hombre a su imagen, quiso hacerlo partícipe de su señorío y de su gloria. Cuando le encomendó la misión de administrar toda la creación, tuvo en cuenta su inteligencia creativa y su libertad responsable.
El Vaticano II, sondeando el misterio del hombre, nos ha abierto, según las palabras de Cristo (cf. Jn 17, 21-22), horizontes inaccesibles a la razón humana. En la constitución Gaudium et spes se ha referido explícitamente a “cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor” (n. 24). Cuando Dios dirige su mirada al hombre, lo primero que ve y ama en él no son las obras que logra hacer, sino la imagen de sí mismo; una imagen que confiere al hombre la capacidad de conocer y amar a su Creador, de gobernar a todas las criaturas terrenas y de servirse de ellas para gloria de Dios (cf. ib., 12). Por esta razón, la Iglesia reconoce en todos los hombres la misma dignidad y el mismo valor fundamental independientemente de cualquier otra consideración que derive de las circunstancias. Por tanto, también independientemente –y esto es de suma importancia– del hecho de que esta capacidad no se pueda poner en práctica, porque está impedida por un trastorno mental.
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5. La revelación neotestamentaria no sólo confirma esta concepción del hombre como imagen y semejanza de Dios, sino que también la enriquece en gran medida. San Pablo afirma: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Por tanto, el hombre, en virtud de la gracia participa realmente en esta filiación divina, convirtiéndose en hijo de Dios en el Hijo.
El concilio Vaticano II enseña: Cristo es “‘imagen de Dios invisible’ (Col 1, 15); es el hombre perfecto que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina (...). En Él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime. Pues Él mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22).
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6. Al llegar a este punto, todos advertimos el peso de la inquietante pregunta que aparece en el tema: “¿Siempre?”. Es una pregunta inquietante, que no se plantea tanto en el plano ontológico –aquí la fe y la razón están de acuerdo en reconocer a los enfermos mentales plena dignidad humana–, cuanto en el deontológico. En efecto, podemos preguntarnos si existe una correspondencia plena y adecuada entre lo que es el hombre, incluido el enfermo mental, en el proyecto de Dios y el trato que le reservan sus semejantes en la vida diaria.
Ese interrogante –“¿siempre?”– debe impulsar tanto la conciencia personal como la colectiva a una reflexión sincera sobre el comportamiento con las personas que sufren el trastorno mental. ¿No es verdad que estas personas están expuestas frecuentemente a la indiferencia y al abandono e, incluso, a la explotación y al atropello?
Gracias a Dios también está la otra cara de la moneda: lo subrayaba yo en la encíclica Evangelium vitae, recordando “todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado, que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida” (n. 27). Pero no podemos cerrar los ojos ante ciertos comportamientos que parecen ignorar la dignidad del hombre y conculcar sus derechos inalienables.
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7. Los cristianos, en particular, no podemos hacerlo. A este respecto, el Evangelio habla claramente. Cristo no sólo se compadece de los enfermos y realiza numerosas curaciones, devolviendo la salud al cuerpo y a la mente, sino que su compasión lo lleva también a identificarse con ellos. Dice: “Estaba enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36). Los discípulos del Señor, precisamente porque supieron ver la imagen de Cristo “paciente” en todas las personas afectadas por la enfermedad, les abrieron su corazón, prodigándose en las diversas formas de asistencia.
Ahora bien, Cristo tomó sobre sí todos los sufrimientos humanos, incluso el trastorno mental. Sí, también este sufrimiento, que se presenta tal vez como el más absurdo e incomprensible, configura al enfermo con Cristo y lo hace partícipe de su pasión redentora.
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8. La respuesta al interrogante del tema es, por tanto, clara: quien sufre un trastorno mental lleva en sí, “siempre”, como todo hombre, la imagen y semejanza de Dios. Además, tiene “siempre” el derecho inalienable no sólo a ser considerado imagen de Dios y, por tanto persona, sino también a ser tratado como tal.
A cada uno le corresponde la tarea de poner en práctica la respuesta: es necesario mostrar con los hechos que la enfermedad mental no crea brechas insuperables ni impide las relaciones de auténtica caridad cristiana con quien la padece. Más aún, debe suscitar una actitud de particular atención hacia estas personas, que pertenecen con pleno derecho a la categoría de los pobres, a los que corresponde el reino de los cielos (cf. Mt 5, 3).
Ilustres señores y señoras, he recordado estas verdades fundamentales y consoladoras, sabiendo bien que hablo a personas que las comprenden a fondo. Con mucho gusto aprovecho esta circunstancia para manifestaros todo mi aprecio por vuestro valioso trabajo y animaros a proseguir en un servicio de tan alto significado humanitario. El Señor bendiga vuestros esfuerzos terapéuticos y los corone con resultados consoladores para vuestros pacientes, a quienes saludo afectuosamente y aseguro una oración particular.
[DP-154 (1996), 235-236]
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2. Sono presenti tra voi, illustri Signori e Signore, ricercatori, scienziati, esperti nel campo delle scienze biomediche, teologi, moralisti, giuristi, psicologi, sociologi, operatori sanitari. Insieme rappresentate un patrimonio di umanitá e di saggezza, di scienza e di esperienza, dai quale possono venire indicazioni di grande utilità per la comprensione, la cura e l’accompagnamento dei malati di mente.
A queste persone, come ad ogni altro essere umano toccato dalla malattia, la Chiesa guarda con particolare sollecitudine. Istruita dalle parole del Maestro divino, essa “crede che l’uomo, fatto a immagine del Creatore, redento con il sangue di Cristo e santificato dalla presenza dello Spirito Santo, ha come fine ultimo della sua vita l’essere ‘a lode della gloria’ di Dio (1), facendo sì che ognuna delle sue azioni ne rifletta lo splendore” (2).
La Chiesa è profondamente convinta di questa veritá. Lo è anche quando le facoltà intellettuali dell’uomo –quelle più nobili, perchè testimoniano la sua natura spirituale– appaiono fortemente limitate e persino impedite a causa di un processo patologico. Essa ricorda pertanto alla comunità politica il dovere di riconoscere e di celebrare l’immagine divina nell’uomo attraverso opere di accompagnamento e di servizio a favore di quanti si trovano in situazione di grave disagio mentale. Si tratta di un impegno che la scienza e la fede, la medicina e la pastorale, la competenza professionale e il senso della comune fratellanza devono concorrere a rendere fattivo mediante l’investimento di adeguate risorse umane, scientifiche e socioeconomiche.
1. Cfr. Eph. 1, 12.
2. Ioannis Pauli PP. II Veritatis Splendor, 10.
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3. Il titolo del Congresso invita a proseguire nell’approfondimento di questa linea di riflessione appena abbozzata. Esso, infatti, mentre da una parte ripropone un’autorevole affermazione della Bibbia, dall’altra solleva un inquietante interrogativo.
Uno dei pilastri dell’antropologia cristiana è costituito dalla convinzione che l’uomo è stato creato a immagine e somiglianza di Dio. È quanto sta scritto nel primo capitolo della Genesi (3). La riflessione filosofica e teologica ha individuato nelle facoltà intellettuali dell’uomo, cioè nella sua ragione e nella sua volontà, un segno privilegiato di questa affinità con Dio. Tali facoltà, infatti, rendono l’uomo capace di conoscere il Signore e di stabilire con Lui un rapporto dialogico. Sono prerogative che fanno dell’essere umano una persona. Ragionando su ciò san Tommaso rileva: “Persona significa quanto di più nobile c’è in tutto l’universo, cioè il sussistente di natura razionale” (4).
Va precisato, tuttavia, che l’uomo intero, non quindi soltanto la sua anima spirituale con l’intelligenza e la volontà libera, ma anche col suo corpo partecipa alla dignità di “immagine di Dio”. Infatti, il corpo dell’uomo “è corpo umano proprio perchè è animato dall’anima spirituale, ed è la persona umana tutta intera ad essere destinata a diventare, nel corpo di Cristo, il tempio dello Spirito” (5). “Non sapete, scrive l’Apostolo, che i vostri corpi sono membra di Cristo?... Non appartenete a voi stessi... Glorificate dunque Dio nel vostro corpo” (6). Di qui l’esigenza di rispetto verso il proprio corpo, e anche verso quello degli altri, particolarmente quando soffre (7).
3. Gen. 1, 26.
4. S. Thomae Summa Theologiae I, a. 29, a. 3
5. Catechismus Catholicae Ecclesiae, n. 364.
6. 1 Cor. 6, 15.19-20.
7. Cfr. Catechismus Catholicae Ecclesiae, n. 1004.
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4. Proprio per questo suo essere persona l’uomo, fra tutte le creature, è rivestito di una dignità unica. Ogni singolo uomo è fine per se stesso e non può mai essere adoperato come semplice mezzo per raggiungere altri traguardi, neanche nel nome del benessere e del progresso dell’intera comunità. Dio, creando l’uomo a sua immagine, ha voluto renderlo partecipe della sua signoria e della sua gloria. Quando gli ha affidato il compito di prendersi cura dell’intera creazione, ha tenuto conto della sua intelligenza creativa e della sua libertà responsabile.
Il Vaticano II, scandagliando il mistero dell’uomo, ci ha aperto dinanzi, sulla scorta delle parole di Cristo (8), orizzonti impervi alla ragione umana. Nella Costituzione “Gaudium et Spes” ha accennato esplicitamente ad “una certa similitudine tra l’unione delle persone divine e l’unione dei figli di Dio nella verità e nella carità” (9). Quando Dio rivolge il suo sguardo sull’uomo, la prima cosa che vede e ama in lui non sono le opere che riesce a fare, ma l’immagine di Se stesso; immagine che conferisce all’uomo la capacità di conoscere e di amare il proprio Creatore, di governare tutte le creature terrene e di servirsene a gloria di Dio (10). È per questo che la Chiesa riconosce in tutti gli uomini la stessa dignità, lo stesso valore fondamentale, indipendentemente da qualsiasi altra considerazione derivante dalle circostanze. Indipendentemente perciò –ed è della massima importanza– anche dal fatto che tale capacità non sia attuabile, perchè impedita da un disagio mentale.
8. Cfr. Io. 17, 21-22.
9. Gaudium et Spes, 24.
10. Cfr. ibid. 12 [1965 12 07c/ 12].
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5. Questa concezione dell’uomo, come immagine e somiglianza di Dio, non solo è confermata dalla Rivelazione neo-testamentaria, ma ne viene massimamente arricchita. Afferma san Paolo: “Quando venne la pienezza del tempo, Dio mandò il suo Figlio, nato da donna, nato sotto la Legge, per riscattare coloro che erano sotto la Legge, perchè ricevessimo l’adozione a figli” (11). L’uomo dunque, in virtù della grazia, partecipa realmente di questa filiazione divina, divenendo figlio di Dio nel Figlio.
Insegna il Concilio Vaticano II: “Cristo è ‘l’immagine dell’invisibile Dio’12. Egli è l’uomo perfetto, che ha restituito ai figli d’Adamo la somiglianza con Dio. Poichè in lui la natura umana è stata assunta, senza per questo venire annientata, per ciò stesso essa è stata anche in noi innalzata a una dignità sublime. Con l’incarnazione il Figlio di Dio si è unito in certo modo a ogni uomo” (13).
11. Gal. 4, 4-5.
12. Col. 1, 15.
13. Gaudium et Spes, 22.
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6. A questo punto avvertiamo tutto il peso dell’inquietante interrogativo che compare nel tema: “sempre?”. È una domanda provocatoria, che non si pone tanto sul piano ontologico –qui fede e ragione s´incontrano nel riconoscere ai malati di mente piena dignità umana– quanto su quello deontologico: ci si può chiedere infatti se ci sia piena e adeguata corrispondenza fra ciò che l’uomo, anche mentalmente malato, è nel progetto di Dio ed il trattamento che gli viene riservato dai suoi simili nel vissuto quotidiano.
Quell’interrogativo –“sempre?”– deve spingere sia la coscienza personale che quella collettiva ad una riflessione sincera sul comportamento verso le persone che soffrono il disagio mentale. Non è forse vero che queste persone sono spesso esposte all’indifferenza e all’abbandono, quando non anche allo sfruttamento ed al sopruso?
Per grazia di Dio, vi è anche l’altra faccia della medaglia: lo sottolineavo nell’Enciclica “Evangelium Vitae”, ricordando “tutti quei gesti quotidiani di accoglienza, di sacrificio, di cura disinteressata che un numero incalcolabile di persone compie con amore nelle famiglie, negli ospedali, negli orfanotrofi, nelle case di riposo per anziani e in altri centri o comunità a difesa della vita” (14). Ma non possiamo chiudere gli occhi di fronte a certi comportamenti che sembrano ignorare la dignità dell’uomo e conculcarne gli inalienabili diritti.
14. Ioannis Pauli PP. II Evangelium Vitae, 27 [1995 03 25b/ 27].
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7. Non lo possiamo in particolare noi cristiani. Il Vangelo, al riguardo, parla chiaro. Cristo non solo compatisce i malati e compie su di essi numerose guarigioni, rendendo la salute sia al corpo che alla mente; la sua compassione lo porta anche ad identificarsi con essi. Egli dichiara: “Ero malato e mi avete visitato”.15 I discepoli del Signore, appunto perchè hanno saputo vedere in tutte le persone segnate dalla malattia l’immagine di Cristo “sofferente”, hanno aperto ad esse il loro cuore prodigandosi nelle varie forme di assistenza.
Orbene, Cristo ha assunto su di Sè ogni sofferenza umana, anche il disagio mentale. Sì, anche questa sofferenza, che appare forse come la più assurda e incomprensibile, configura il malato a Cristo e lo fa partecipe della sua passione redentrice.
15. Matth. 25, 36.
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8. La risposta all’interrogativo del tema è dunque chiara: chi soffre un disagio mentale porta in sè, come ogni uomo, “sempre” l´immagine e la somiglianza di Dio. Egli inoltre, ha “sempre” il diritto inalienabile ad essere non solo considerato come immagine di Dio e perciò come persona, ma anche a venire trattato come tale.
A ciascuno il compito di rendere operativa la risposta: occorre dimostrare coi fatti che la malattia della mente non crea fossati invalicabili né impedisce rapporti di autentica carità cristiana con chi ne è vittima. Essa anzi deve suscitare un atteggiamento di particolare attenzione verso queste persone che appartengono a pieno diritto alla categoria dei poveri a cui spetta il Regno dei cieli.16
Illustri Signori e Signore, ho ricordato queste fondamentali e consolanti verità, ben sapendo di parlare a persone che le capiscono a fondo. Volentieri mi valgo della circostanza per esprimervi tutto il mio apprezzamento per il vostro prezioso lavoro e per incoraggiarvi a proseguire in un servizio di così alto significato umanitario.
Voglia il Signore benedire i vostri sforzi terapeutici e coronarli con risultati confortanti per i vostri pazienti, ai quali va il mio ricordo affettuoso insieme con l’assicurazione di una particolare preghiera.
[Insegnamenti GP II, 19/2, 791-795]
16. Cfr. Matth. 5, 3.