[1850] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MATRIMONIO, SIGNO EFICAZ DE LA PRESENCIA DE CRISTO
De la Homilía de la Misa en la Catedral, Río de Janeiro (Brasil), 4 octubre 1997
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1. Hoy la liturgia nos conduce a Caná de Galilea. Una vez más tomamos parte en las bodas que allí se celebraron, y a las que fue invitado Jesús, al igual que su madre y los discípulos. Este detalle lleva a pensar que el banquete nupcial tuvo lugar en casa de conocidos de Jesús, pues también él se crió en Galilea. Humanamente hablando, ¿quién hubiera podido prever que esa ocasión iba a constituir, en cierto sentido, el inicio de su actividad mesiánica? Y, sin embargo, así sucedió. En efecto, fue allí, en Caná, donde Jesús, solicitado por su madre, realizó su primer milagro, convirtiendo el agua en vino.
El evangelista Juan, testigo ocular del acontecimiento, describió detalladamente el desarrollo de los hechos. En su descripción todo aparece lleno de profundo significado. Y, dado que nos hallamos aquí reunidos para participar en el Encuentro mundial de las familias, debemos descubrir poco a poco estos significados. El milagro realizado en Caná de Galilea, como otros milagros de Jesús, constituye una señal: muestra la acción de Dios en la vida del hombre. Es necesario meditar en esta acción, para descubrir el sentido más profundo de lo que allí aconteció.
El banquete de las bodas de Caná nos lleva a reflexionar en el matrimonio, cuyo misterio incluye la presencia de Cristo. ¿No es legítimo ver en la presencia del Hijo de Dios en esa fiesta de bodas un indicio de que el matrimonio debería ser el signo eficaz de su presencia?
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Las bodas de Caná
2. Con la mirada puesta en las bodas de Caná y en sus invitados, me dirijo a vosotros, representantes de los grandes pueblos de América Latina y del resto del mundo, durante el santo sacrificio de la misa concelebrada con vosotros, obispos y sacerdotes, acompañados por la presencia de los religiosos, de los representantes del Congreso teológico-pastoral de este II Encuentro mundial de las familias, y de los fieles que han llegado a esta catedral metropolitana de San Sebastián de Río de Janeiro.
Deseo, ante todo, saludar al venerado hermano cardenal Eugênio de Araújo Sales, arzobispo de esta tradicional y dinámica Iglesia, a quien conozco y estimo desde hace muchos años; sé cuán unido está a la Sede de Pedro. Que las bendiciones de los apóstoles Pedro y Pablo desciendan sobre esta ciudad, sobre sus parroquias e iniciativas pastorales; sobre los diversos centros de formación del clero, y en particular sobre el seminario archidiocesano de San José, dinámico y rico en vocaciones sacerdotales, que acoge también a muchos seminaristas de otras diócesis; sobre la Universidad católica pontificia; sobre las numerosas congregaciones religiosas, los institutos seculares y los movimientos apostólicos; sobre la abadía de Nuestra Señora de Montserrat; sobre las beneméritas hermandades y cofradías y, en general, dado que no puedo mencionar a todos pero no quiero excluir a nadie, sobre los organismos asistenciales que tanto se prodigan por la protección de los más necesitados.
Os saludo también a vosotros, amadísimos hermanos en el episcopado de Brasil y del mundo, y a los que representáis a los ordinariatos para los fieles de ritos orientales; asimismo, os saludo a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de la Misión popular de la archidiócesis; y a vosotros, delegados del Congreso teológico-pastoral, así como a los representantes de las Iglesias cristianas de diferentes denominaciones, y de la comunidad musulmana, aquí presentes. Deseo saludar a todos, con la expresión de mi profundo afecto, mis mejores deseos y mi bendición.
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El plan original de Dios
3. Volvamos espiritualmente al banquete nupcial de Caná de Galilea, cuya descripción evangélica nos permite contemplar el matrimonio en su perspectiva sacramental. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer para formar con ella, en cierto sentido, un solo cuerpo (cf. Gn 2, 24). Cristo repetirá estas palabras del Antiguo Testamento hablando a los fariseos, que le hacían preguntas relacionadas con la indisolubilidad del matrimonio. De hecho, se referían a las prescripciones de la ley de Moisés, que permitían, en ciertos casos, la separación de los cónyuges, o sea, el divorcio. Cristo les respondió: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así” (Mt 19, 8). Y citó las palabras del libro del Génesis: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer (...). Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6).
Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.
Y ¡qué grande es esa dignidad, amadísimos hermanos y hermanas! Se trata de la participación en la vida de Dios, o sea, de la gracia santificante y de las innumerables gracias que corresponden a la vocación al matrimonio, a ser padres y a la vida familiar. Incluso parece que el acontecimiento de Caná de Galilea nos lleva a eso, con la admirable conversión del agua en vino. El agua, nuestra bebida más común, adquiere, gracias a la acción de Cristo, un nuevo carácter: se convierte en vino, es decir, en una bebida, en cierto sentido, más valiosa. El sentido de este símbolo –del agua y del vino– encuentra su expresión en la santa misa. Durante el ofertorio, añadiendo un poco de agua al vino, pedimos a Dios, a través de Cristo, participar de su vida en el sacrificio eucarístico. El matrimonio –el ser padres, la maternidad, la paternidad, la familia– pertenece al orden de la naturaleza, desde que Dios creó al hombre y a la mujer; y mediante la acción de Cristo, es elevado al orden sobrenatural. El sacramento del matrimonio se transforma en el modo de participar de la vida de Dios. El hombre y la mujer que creen en Cristo, que se unen como esposos, pueden, por su parte, confesar: nuestros cuerpos están redimidos, nuestra unión conyugal está redimida. Están redimidos el ser padres, la maternidad, la paternidad y todo lo que conlleva el sello de la santidad.
Esta verdad aparece en toda su claridad cuando se lee, por ejemplo, la vida de los padres de santa Teresa del Niño Jesús; y éste es sólo uno de los innumerables ejemplos. Muchos son, en efecto, los frutos de la institución sacramental del matrimonio. Con este Encuentro en Río de Janeiro, damos gracias a Dios por todos estos frutos, por toda la obra de santificación de los matrimonios y de las familias, que debemos a Cristo. Por eso, la Iglesia no cesa de presentar en su integridad la doctrina de Cristo sobre el matrimonio, en lo que se refiere a su unidad e indisolubilidad.
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Al servicio del amor y de la vida
4. En la primera lectura, tomada del libro de Ester, se recuerda la salvación de la nación por la intervención de esta hija de Israel, durante el período de la cautividad en Babilonia. Este pasaje de la Escritura nos ayudará a comprender también la vocación al matrimonio, de modo particular el inmenso servicio que esa vocación presta a la vida humana, a la vida de cada persona y de todos los pueblos de la tierra. “Escucha, hija, mira, inclina el oído: (...) prendado está el rey de tu belleza” (Sal 45, 11-12). Lo mismo desea decir hoy el Papa a cada familia humana: “Escucha, mira: Dios quiere que seas bella, que vivas la plenitud de la dignidad humana y de la santidad de Cristo, que estés al servicio del amor y de la vida. Fuiste fundada por el Creador y santificada por el Espíritu Paráclito, para que seas la esperanza de todas las naciones”.
Ojalá que este servicio a la humanidad revele a los esposos que una clara manifestación de la santidad de su matrimonio es la alegría con que acogen y piden al Señor vocaciones entre sus hijos. Por eso, permitidme añadir que “la familia que está abierta a los valores trascendentales, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios” (Familiaris consortio, 53)[1]. Me alegra, en esta circunstancia, saludar y bendecir con paternal afecto a todas las familias brasileñas que tienen un hijo preparándose para el ministerio presbiteral o para la vida religiosa, o una hija en camino hacia la total consagración de sí misma a Dios. Encomiendo a estos chicos y chicas a la protección de la Sagrada Familia.
[OR (e.c.) 10.X.1997, 5]
[1]. [1981 11 22/ 53]
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1. Hoje a liturgia nos conduz a Caná da Galiléia. Mais uma vez tomamos parte nas bodas que ali se realizaram, e para as quais fora convidado Jesus, junto à sua mãe e os discípulos. Este pormenor leva a pensar que o banquete nupcial teve lugar na casa de seus conhecidos, pois também Jesus se criara na Galiléia. Humanamente falando, quem poderia prever que uma tal ocasião haveria de constituir, em certo sentido, o início da sua atividade messiânica? E, todavia, assim é. Foi, de fato, lá em Caná que Jesus, solicitado por sua Mãe, realizou o primeiro milagre, mudando a água em vinho.
O Evangelista João, testemunha ocular do acontecimento, descreveu detalhadamente o desenrolar dos fatos. Na descrição feita, tudo aparece repleto de profundo significado. E, dado que estamos aqui reunidos a participar no Encontro Mundial das Famílias, precisamos de ir pouco a pouco descobrindo tais significados. É que o milagre operado em Caná da Galiléia, à semelhança de outros milagres de Jesus, constitui um sinal: mostra a ação de Deus na vida do homem. É necessário meditar tal ação, para se descobrir o significado mais profundo do que lá aconteceu.
O banquete de núpcias em Caná nos leva a pensar no matrimônio, em cujo mistério está incluída a presença de Cristo. Não será por acaso legítimo ver na presença do Filho de Deus naquela festa de casamento, um indício de que o matrimônio haveria de ser o sinal eficaz da sua presença?
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2. Com o olhar posto no banquete em Caná e seus convidados, dirijo-me a vós, representantes dos grandes povos da América Latina e do resto do mundo, durante o Santo Sacrifício da Missa celebrada junto a vós, Bispos e Sacerdotes, acompanhados pela presença de Religiosos, dos representantes do Congresso Teológico-Pastoral deste Segundo Encontro Mundial da Família, e dos fiéis que aqui vieram nesta Catedral Metropolitana de São Sebastião do Rio de Janeiro.
Inicialmente desejo saudar o Venerável Irmão, Cardeal Eugênio de Araújo Sales, Arcebispo desta tradicional e dinâmica Igreja, a quem conheço e estimo de há tantos anos; sei o quanto está unido à Sede de Pedro. Que as bênçãos dos Apóstolos Pedro e Paulo recaiam sobre toda esta cidade, suas paróquias e iniciativas pastorais; os diversos Centros de Formação do Clero, de modo especial o dinâmico e rico de vocações sacerdotais Seminário Arquidiocesano São José, que acolhe também muitos seminaristas de outras dioceses; a Pontifícia Universidade Católica; as numerosas Congregações religiosas, os Institutos Seculares e os Movimentos apostólicos; a Abadia de Nossa Senhora do Mon-serrate; as beneméritas Irmandades e Confrarias e em geral, por não poder citar todos mas sem querer excluir a nenhum, os Organismos assistenciais que tanto se prodigam pelo amparo dos mais necessitados.
Saúdo igualmente a vós, caríssimos Irmãos no episcopado do Brasil e do mundo, e os que representais os Ordinariatos para os fiéis de Ritos Orientais; e também a vós, Sacerdotes; a vós Religiosos e Religiosas e aos animadores da Missão Popular da Arquidiocese; a vós Delegados do Congresso Teológico-Pastoral, bem como os representantes das Igrejas cristãs de diversas denominações, e da Comunidade muçulmana aqui presente. A todos quero saudar, com a expressão do meu melhor afeto, e os votos de todo o bem e minha Bênção.
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3. Voltemos em espírito ao banquete nupcial em Caná da Galiléia, cuja descrição evangélica nos permite contemplar o matrimônio dentro da perspectiva sacramental. Conforme lemos no Livro do Gênesis, o homem deixa seu pai e sua mãe, e se une à sua mulher, para, em certo sentido, constituir com ela um só corpo (cf. Gn 2, 24). Cristo repetirá estas palavras do Antigo Testamento falando aos fariseus, que lhe faziam perguntas relacionadas com a indissolubilidade do matrimônio. Referiam-se, de fato, às prescrições da Lei de Moisés, que permitiam, em certos casos, a separação dos cônjuges, ou seja o divórcio. Cristo respondeu-lhes: “É por causa da dureza de vosso coração que Moisés havia tolerado o repúdio das mulheres, mas no começo não foi assim” (Mt 19, 8). E citou as palavras do Livro do Gênesis: “Não lestes que o Criador no começo, fez homem e mulher (...) Por isso, o homem deixará seu pai e sua mãe e se unirá à sua mulher; e os dois formarão uma só carne? Assim, já não são dois, mas uma só carne. Portanto, não separe o homem o que Deus uniu” (Mt 19, 4-6).
Assim pois, na base de toda a ordem social acha-se este princípio de unidade e de indissolubilidade do matrimônio –o princípio sobre o qual se apoia a instituição da família e toda a vida familiar. Tal princípio recebe confirmação e nova força na elevação do matrimônio à dignidade de sacramento.
E que grande dignidade, caríssimos irmãos e irmãs! Trata-se da participação na vida de Deus, isto é, da graça santificante e das inumeráveis graças que correspondem à vocação para o matrimônio, a de ser pais e àquela familiar. Inclusive parece que o acontecimento de Caná da Galiléia nos conduza a isso. Essa admirável transformação da água em vinho. Eis que a água, nossa bebida mais comum, ganha pela ação de Cristo um novo caráter: torna-se vinho, portanto uma bebida, de certa forma, mais valiosa. O sentido deste símbolo –da água e do vinho– encontra a sua expressão na Santa Missa. Durante o Ofertório, unindo um pouco de água ao vinho, pedimos a Deus através de Cristo participar da sua vida no Sacrifício Eucarístico. O matrimônio, o ser pais, a maternidade, a paternidade, a família, tudo isto pertence à ordem da natureza, desde quando Deus criou o homem e a mulher; e tudo isto, pela ação de Cristo, vem a ser elevado à ordem sobrenatural. O sacramento do matrimônio torna-se o modo de participar da vida de Deus. O homem e a mulher que crêem em Cristo, que se unem entre si como cônjuges, podem, por sua vez, confessar: nossos corpos estão redimidos –fica redimida a união conjugal. Redime-se o ser pais, a maternidade, a paternidade, e tudo que leva consigo a marca da santidade.
Esta verdade aparece em toda a sua claridade ao ler-se, por exemplo, a vida dos pais de Santa Teresa do Menino Jesus; e este é só um dos inumeráveis exemplos. Muitos são, com efeito, os frutos da instituição sacramental do matrimônio. Com este nosso Encontro no Rio de Janeiro, vamos agradecer a Deus por todos estes frutos, por toda a obra de santificação dos casais e das famílias, que devemos a Cristo. Por isso, a Igreja não cessa de apresentar em sua integralidade a doutrina de Cristo sobre o matrimônio, no que se refere à sua unidade e indissolibilidade.
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4. Na primeira leitura, do Livro de Ester, é recordada a salvação da nação por intervenção desta filha de Israel, no período de cativeiro na Babilônia. Esta passagem da Escritura nos fará entender também a vocação ao matrimônio, de modo particular o imenso serviço que tal vocação presta à vida humana, à vida de cada pessoa e de todos os povos da terra. “Escuta, minha filha, olha, ouve isto: que o Rei se encante com a tua beleza” (Sal 44(45), 11-12). O mesmo quer o Papa dizer hoje a cada família humana: “Olha! Ouve isto: Deus quer que sejas bela; que vivas a plenitude da dignidade humana e da santidade de Cristo; que sirvas ao amor e à vida. Tiveste início no Criador, e foste santificada pelo Espírito Paráclito, para vir a ser a esperança de todas as nações”.
Possa esse serviço à humanidade revelar aos cônjuges que uma clara manifestação da santidade do seu matrimônio é a alegria com que acolhem e pedem ao Senhor vocações entre os seus filhos. Por isso, seja-me permitido acrescentar aqui que “a família que está aberta aos valores do transcendente, que serve os irmãos na alegria, que realiza com generosa fidelidade os seus deveres e tem consciência da sua participação quotidiana no mistério da Cruz gloriosa de Cristo, torna-se o primeiro seminário da vocação à vida consagrada ao Reino de Deus” (FC, 53)[1]. Alegra-me, neste contexto, saudar e abençoar com paterno afeto todas as famílias brasileiras que contam hoje com um filho preparando-se para o ministério presbiteral ou para a vida religiosa, ou com uma filha a caminho da total consagração de si mesma a Deus. Confio estes rapazes e estas moças à proteção da Sagrada Família.
[OR (suppl.) 8.X.1997, III-IV]
[1]. [1981 11 22/ 53]