[1908] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA ATENCIÓN A LOS MORIBUNDOS
Del Discurso Illustri Membri, a la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia para la Vida, 27 febrero 1999
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2. El fenómeno del abandono del moribundo, que se está extendiendo en la sociedad desarrollada, tiene diversas raíces y múltiples dimensiones, bien presentes en vuestro análisis.
Hay una dimensión sociocultural, definida con el nombre de “ocultación de la muerte”: las sociedades, organizadas según el criterio de la búsqueda del bienestar material, consideran la muerte como algo sin sentido y, con el fin de resolver su interrogante, proponen a veces su anticipación indolora. La llamada “cultura del bienestar” implica frecuentemente la incapacidad de captar el sentido de la vida en las situaciones de sufrimiento y limitación, que se dan mientras el hombre se acerca a la muerte. Esa incapacidad se agrava cuando se manifiesta dentro de un humanismo cerrado a la trascendencia, y se traduce a menudo en una pérdida de confianza en el valor del hombre y de la vida.
Hay, además, una dimensión filosófica e ideológica, basándose en la cual se apela a la autonomía absoluta del hombre, como si fuera el autor de su propia vida. Desde este punto de vista, se insiste en el principio de la autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio y la eutanasia como formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de destrucción del propio yo. Hay, asimismo, una dimensión médica y asistencial, que se expresa en una tendencia a limitar el cuidado de los enfermos graves, enviados a centros de salud que no siempre son capaces de proporcionar una asistencia personalizada y humana. Como consecuencia, la persona internada muchas veces no tiene ningún contacto con su familia y se halla expuesta a una especie de invasión tecnológica que humilla su dignidad. Existe, por último, el impulso oculto de la llamada “ética utilitarista”, por la cual muchas sociedades avanzadas se regulan según los criterios de productividad y eficiencia: desde esta perspectiva, el enfermo grave y el moribundo necesitado de cuidados prolongados y específicos son considerados, a la luz de la relación costo-beneficios, como cargas y sujetos pasivos. En consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el apoyo a la fase declinante de la vida.
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3. Éste es el marco ideológico en que se fundan las campañas de opinión, cada vez más frecuentes, que pretenden la instauración de leyes en favor de la eutanasia y del suicidio asistido. Los resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con sentencias del Tribunal supremo y otras con votos del Parlamento, confirman la difusión de ciertas convicciones.
Se trata de la avanzada de la cultura de la muerte, que se manifiesta también en otros fenómenos atribuibles, de un modo u otro, a una escasa valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo, las muertes causadas por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control en el tráfico y la poca atención a las normas de seguridad en el trabajo.
Frente a las nuevas manifestaciones de la cultura de la muerte, la Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su amor al hombre, que es “el primer camino que (...) debe recorrer” (Redemptor hominis, 14)[1]. A ella le compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre, en particular el rostro del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la luz de la razón y de la fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en diversas ocasiones cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las personas de buena voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con renovado calor un vínculo de amor y solidaridad.
La Iglesia es consciente de que el momento de la muerte va acompañado siempre por sentimientos humanos muy intensos: una vida terrena termina; se produce la ruptura de los vínculos afectivos, generacionales y sociales, que forman parte de la intimidad de la persona; en la conciencia del sujeto que muere y de quien lo asiste se da el conflicto entre la esperanza en la inmortalidad y lo desconocido, que turba incluso a los espíritus más iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se ofenda al moribundo, sino que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa solicitud mientras se prepara para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la eternidad.
[1]. [1979 03 04/ 14]
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4. “La dignidad del moribundo” está enraizada en su índole de criatura y en su vocación personal a la vida inmortal. La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de nuestro cuerpo mortal. “Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido absorbida por la victoria” (1 Co 15, 54; cf. 2 Co 5, 1).
Por tanto, la Iglesia, al defender el carácter sagrado de la vida también en el moribundo, no obedece a ninguna forma de absolutización de la vida física; por el contrario, enseña a respetar la verdadera dignidad de la persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar serenamente la muerte cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la encíclica Evangelium vitae escribí: “La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28)” (n. 47)[2].
De aquí brota una línea de conducta moral con respecto al enfermo grave y al moribundo que es contraria, por una parte, a la eutanasia y al suicidio (cf. ib., 66)[3], y, por otra, a las formas de “encarnizamiento terapéutico” que no son un verdadero apoyo a la vida y a la dignidad del moribundo.
Es oportuno recordar aquí el juicio de condena de la eutanasia entendida en sentido propio como “una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor”, pues constituye “una grave violación de la ley de Dios” (ib., 65)[4]. Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio, dado que, “bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque conlleva el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte” (ib., 66)[5].
[2]. [1995 03 25b/ 47]
[3]. [1995 03 25b/ 66]
[4]. [1995 03 25b/ 65]
[5]. [1995 03 25b/ 66]
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5. El tiempo en que vivimos exige la movilización de todas las fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad humana. En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta luchar contra esta tendencia de muerte en la opinión pública y en los parlamentos; también es necesario comprometer a la sociedad y a los organismos de la Iglesia en favor de una digna asistencia al moribundo.
Desde esta perspectiva, apoyo de buen grado a cuantos promueven obras e iniciativas para la asistencia de los enfermos graves, de los enfermos mentales crónicos y de los moribundos. Si es necesario, deben tratar de adecuar las obras asistenciales ya existentes a las nuevas exigencias, para que ningún moribundo sea abandonado o se quede solo y sin asistencia ante la muerte. Ésta es la lección que nos han dejado numerosos santos y santas a lo largo de los siglos y, también recientemente, la madre Teresa de Calcuta con sus oportunas iniciativas. Es preciso educar a toda comunidad diocesana y parroquial para asistir a sus ancianos, y para cuidar y visitar a sus enfermos en sus casas y en los centros específicos, según las necesidades.
La delicadeza de las conciencias en las familias y en los hospitales favorecerá seguramente una aplicación más general de los “cuidados paliativos” a los enfermos graves y a los moribundos, para aliviar los síntomas del dolor, llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual con una asistencia asidua y diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a los ancianos que no son autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobre todo, deberá promoverse una amplia organización de apoyo económico, además de moral, a la asistencia prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener en su casa a la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy costosos.
Las Iglesias particulares y las congregaciones religiosas tienen la oportunidad de dar en este campo un testimonio de vanguardia, conscientes de las palabras del Señor a propósito de cuantos se prodigan por aliviar a los enfermos: “Estaba enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
María, la Madre dolorosa que asistió a Jesús moribundo en la cruz, infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la acompañe en el cumplimiento de esta misión.
[OR (e.c.) 5.III.1999, 7]
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2. Il fenomeno dell’abbandono del morente, che si sta estendendo nella società sviluppata, ha diverse radici e molteplici dimensioni, ben presenti alla vostra analisi.
C’è una dimensione socio-culturale, che va sotto il nome di “occultamento della morte”: le società, organizzate sul criterio della ricerca del benessere materiale, sentono la morte come un non senso e, nell’intento di cancellarne l’interrogativo, ne propongono a volte l’anticipazione indolore. La cosiddetta “cultura del benessere” porta spesso con sè l’incapacità di cogliere il senso della vita nelle situazioni di sofferenza e di limitazione, che accompagnano l’avvicinamento dell’uomo alla morte. Una simile incapacità risulta acuita quando si manifesta all’interno di un umanesimo chiuso al trascendente, e si traduce non di rado in perdita della fiducia per il valore dell’uomo e della vita.
C’è poi una dimensione filosofica e ideologica, in base alla quale si fa appello all’autonomia assoluta dell’uomo, quasi che egli fosse l’autore della propria vita. In questa ottica si fa leva sul principio dell’autodeterminazione, e si giunge anche ad esaltare il suicidio e l’eutanasia come forme paradossali di affermazione ed insieme di distruzione del proprio io. C’è inoltre una dimensione medica ed assistenziale, che si esprime in una tendenza a limitare la cura dei malati gravi, inviati in strutture sanitarie non sempre capaci di fornire un’assistenza personalizzata e umanizzata. La conseguenza è che la persona ospedalizzata si trova non di rado fuori del contatto con la famiglia ed esposta ad una sorta di invadenza tecnologica che ne umilia la dignità.
C’è infine la spinta occulta della cosiddetta “etica utilitaristica”, che regola molte società avanzate sulla base dei criteri di produttività e di efficienza: in quest’ottica il malato grave e il morente bisognoso di cure prolungate e selezionate vengono sentiti, alla luce del rapporto costibenefici, come un peso ed una passività. Questa mentalità spinge, quindi, ad un diminuito sostegno alla fase declinante della vita.
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3. È questo il contesto ideologico al quale attingono le sempre più frequenti campagne d’opinione miranti alla instaurazione di leggi a favore dell’eutanasia e del suicidio assistito. I risultati già ottenuti in alcuni Paesi, ora con sentenze della Corte Suprema ora con voti del Parlamento, sono la conferma della diffusione di certi convincimenti.
Si tratta dell’avanzata di quella cultura della morte, che emerge pure in altri fenomeni riconducibili in un modo o nell’altro ad una scarsa valutazione della dignità dell’uomo: tali sono, ad esempio, le morti per fame, per violenza, per la guerra, per mancanza di controllo nel traffico, per scarsa attenzione alle norme di sicurezza sul lavoro.
Di fronte alle nuove manifestazioni della cultura della morte la Chiesa ha il dovere di mantenere fede al suo amore per l’uomo “che è la prima strada che essa deve percorrere” (Redemptor hominis, 14)[1]. Essa ha oggi il compito di illuminare il volto dell’uomo, in particolare il volto del morente con tutta la luce della sua dottrina, con la luce della ragione e della fede; essa ha il dovere di chiamare a raccolta, come ha già fatto in diverse occasioni cruciali, tutte le forze della comunità e delle persone di buona volontà, perchè attorno al morente si stringa con rinnovato calore un vincolo di amore e di solidarietà.
La Chiesa è consapevole che il momento della morte è sempre accompagnato da una particolare densità di sentimenti umani: c’è una vita terrena che si compie; l’infrangersi dei legami affettivi, generazionali e sociali che fanno parte dell’intimo della persona; c’è nella coscienza del soggetto che muore e di chi lo assiste il conflitto fra la speranza nell’immortalità e l’ignoto che turba anche gli spiriti più illuminati. La Chiesa leva la sua voce perchè non si rechi offesa al morente, ma ci si dedichi con ogni amorevole sollecitudine ad accompagnarlo mentre s’appresta a varcare la soglia del tempo per introdursi nell’eternità.
[1]. [1979 03 04/ 14]
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4. “La dignità del morente” è radicata nella sua creaturalità e nella sua vocazione personale alla vita immortale. Lo sguardo pieno di speranza trasfigura il disfacimento del nostro corpo mortale. “Quando poi questo corpo corruttibile si sarà vestito d’incorruttibilità e questo corpo mortale di immortalità si compirà la parola della Scrittura: la morte è stata ingoiata per la vittoria” (1 Cor 15, 54; cfr 2 Cor 5, 1).
La Chiesa, pertanto, nel difendere la sacralità della vita anche nel morente, non obbedisce ad alcuna forma di assolutizzazione della vita fisica, ma insegna a rispettare la dignità vera della persona, che è creatura di Dio, ed aiuta ad accogliere serenamente la morte quando le forze fisiche non possono più essere sostenute. Ho scritto nell’Enciclica Evangelium Vitae: “La vita del corpo nella condizione terrena non è un assoluto per il credente, tanto che gli può essere richiesto di abbandonarla per un bene superiore... Nessun uomo, tuttavia, può scegliere arbitrariamente di vivere o di morire; di tale scelta, infatti, è padrone assoluto soltanto il Creatore, colui nel quale “viviamo, ci muoviamo ed esistiamo” (At 17, 28)” (n. 47)[2].
Di qui promana una linea di condotta morale verso il malato grave e il morente che è contraria, da una parte, all’eutanasia e al suicidio (cfr ibíd., n. 66)[3] e, dall’altra, a quelle forme di “accanimento terapeutico” che non sono di vero sostegno alla vita e alla dignità del morente.
È opportuno qui richiamare il giudizio di condanna dell’eutanasia intesa in senso proprio come “un’azione o un’omissione che di natura sua e nelle intenzioni procura la morte, allo scopo di eliminare ogni dolore”, in quanto costituisce “grave violazione della Legge di Dio” (ibíd., 65)[4]. Ugualmente deve essere tenuta presente la condanna del suicidio in quanto “sotto il profilo oggettivo è un atto gravemente immorale, perchè comporta il rifiuto dell’amore verso se stessi e la rinuncia ai doveri di giustizia e carità verso il prossimo, verso le varie comunità di cui si fa parte e verso la società nel suo insieme. Nel suo nucleo più profondo esso costituisce un rifiuto della sovranità assoluta di Dio sulla vita e sulla morte” (ibid., 66)[5].
[2]. [1995 03 25b/ 47]
[3]. [1995 03 25b/ 66]
[4]. [1995 03 25b/ 65]
[5]. [1995 03 25b/ 66]
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5. Il tempo in cui viviamo esige la mobilitazione di tutte le forze della carità cristiana e della solidarietà umana. Occorre infatti far fronte alla nuova sfida della legalizzazione dell’eutanasia e del suicidio assistito. A tal fine non basta contrastare nell’opinione pubblica e nei Parlamenti questa tendenza di morte, ma bisogna anche impegnare la società e le strutture stesse della Chiesa in una degna assistenza al morente.
In questa prospettiva, incoraggio volentieri quanti promuovono opere e iniziative per l’assistenza dei malati gravi, degli infermi mentali cronici, dei morenti. Essi si impegnino, se necessario, a convertire le opere assistenziali già esistenti alle nuove necessità, perchè nessun morente sia abbandonato o lasciato solo e senza assistenza di fronte alla morte. È la lezione che ci hanno lasciato tanti Santi e Sante nel corso dei secoli ed anche recentemente Madre Teresa di Calcutta con le sue provvide iniziative. Occorre che ogni comunità diocesana e parrocchiale sia educata a custodire i suoi anziani, a curare e visitare i suoi malati a domicilio e nelle strutture specifiche, a seconda della necessità.
L’affinamento delle coscienze nelle famiglie e negli ospedali non mancherà di favorire una più diffusa applicazione delle “cure palliative” nei malati gravi e nei morenti, così da alleviare i sintomi del dolore, portando loro al tempo stesso conforto spirituale mediante un’assistenza assidua e premurosa. Nuove opere dovranno sorgere per accogliere gli anziani non autosufficienti che si ritrovano soli, ma dovrà essere soprattutto promossa un’organizzazione capillare a sostegno economico oltre che morale dell’assistenza domiciliare: le famiglie, che vogliono mantenere in casa la persona gravemente malata, si sottopongono infatti a sacrifici talora molto gravosi.
Le Chiese locali e le Congregazioni religiose hanno l’opportunità di offrire in questo campo una testimonianza pionieristica, nella consapevolezza della parola del Signore a proposito di quanti si prodigano a sollievo dei malati: “Ero infermo e mi avete assistito” (Mt 25, 36).
Maria, la Madre dolorosa che ha assistito Gesù morente sulla croce, infonda nella madre Chiesa il suo Spirito e l’accompagni nel compimento di questa missione.
[OR 28.II.1999, 5]