[1914] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA GRANDE Y NOBLE MISIÓN DE LA FAMILIA
Del Discurso È motivo, a la XIV Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, 4 junio 1999
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1. [...] El tema de la paternidad, que habéis elegido para esta plenaria, hace referencia al tercer año de preparación para el gran jubileo, dedicado precisamente al Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es un tema en el que conviene reflexionar, puesto que hoy la figura del padre en el ámbito de la familia corre el peligro de estar cada vez más latente, cuando no ausente. A la luz de la paternidad de Dios, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15), la paternidad y la maternidad humanas adquieren todo su sentido, su dignidad y su grandeza. “La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una semejanza con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum)” (Gratissimam sane, 6)[1].
[1]. [1994 02 02a/ 6]
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2. Sigue aún vivo en nuestro espíritu el eco de la reciente celebración de Pentecostés, que nos impulsa a proclamar con esperanza la afirmación de san Pablo: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). El Espíritu Santo, de la misma forma que es el alma de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 7), también debe serlo de la familia, pequeña iglesia doméstica. Para cada familia debe ser principio interior de vitalidad y energía, que mantiene siempre ardiente la llama del amor conyugal en la entrega recíproca de los esposos.
Es el Espíritu Santo quien nos conduce al Padre celestial y suscita en nuestros corazones la oración confiada y jubilosa: “¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 15; Ga 4, 6). La familia cristiana está llamada a distinguirse como ámbito de oración compartida, en la que con la libertad de hijos nos dirigimos a Dios llamándolo con el afectuoso apelativo “Padre nuestro”. El Espíritu Santo nos ayuda a descubrir el rostro del Padre como modelo perfecto de la paternidad en la familia.
Desde hace algún tiempo se están repitiendo los ataques contra la institución familiar. Se trata de atentados tanto más peligrosos e insidiosos cuanto que ignoran el valor insustituible de la familia fundada en el matrimonio. Se llega a proponer falsas alternativas a ella y se solicita su reconocimiento legislativo. Pero cuando las leyes, que deberían estar al servicio de la familia, bien fundamental para la sociedad, se dirigen contra ella, adquieren una alarmante capacidad destructora.
Así, en algunos países se quiere imponer a la sociedad las así llamadas “uniones de hecho”, apoyadas por una serie de efectos legales que erosionan el sentido mismo de la institución familiar. Las “uniones de hecho” se caracterizan por la precariedad y la falta de un compromiso irreversible, que engendre derechos y deberes y respete la dignidad del hombre y de la mujer. Por el contrario, se quiere dar valor jurídico a una voluntad alejada de toda forma de vínculo definitivo. Con esas premisas, ¿cómo se puede esperar una procreación realmente responsable, que no se limite a dar la vida, sino que incluya también la formación y la educación que únicamente la familia puede garantizar en todas sus dimensiones? Esos planteamientos acaban por poner en grave peligro el sentido de la paternidad humana, de la paternidad en la familia. Eso acontece de diferentes maneras cuando las familias no están bien constituidas.
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3. Cuando la Iglesia expone la verdad sobre el matrimonio y la familia, no lo hace sólo basándose en los datos de la Revelación, sino también teniendo en cuenta los postulados del derecho natural, que representan el fundamento del verdadero bien de la sociedad misma y de sus miembros. En efecto, es muy importante para los niños nacer y ser educados en un hogar formado por padres unidos en una alianza fiel.
Se pueden imaginar otras formas de relación y de convivencia entre los sexos, pero ninguna de ellas constituye, a pesar del parecer contrario de algunos, una auténtica alternativa jurídica al matrimonio, sino más bien una debilitación del mismo. En las así llamadas “uniones de hecho” se da una carencia, más o menos grave, de compromiso recíproco, un paradójico deseo de mantener intacta la autonomía de la propia voluntad dentro de un vínculo que, a pesar de todo, debería ser relacional. Lo que falta en las convivencias no matrimoniales es, en definitiva, la apertura confiada a un futuro para vivir juntos, que corresponde al amor activar y fundar, y que es tarea específica del derecho garantizar. En otras palabras, falta precisamente el derecho, no en su dimensión extrínseca de mero conjunto de normas, sino en su dimensión antropológica, la más auténtica, de garantía de la coexistencia humana y de su dignidad.
Además, cuando las “uniones de hecho” reivindican el derecho a la adopción, muestran claramente que ignoran el bien superior del niño y las condiciones mínimas que le son debidas para una adecuada formación. Por otra parte, las “uniones de hecho” entre homosexuales constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y de vida entre un hombre y una mujer, en una recíproca entrega abierta a la vida.
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4. Hoy, sobre todo en las naciones económicamente más ricas, se difunde, por una parte, el miedo a ser padres y, por otra, el menosprecio del derecho que tienen los hijos de ser concebidos en el marco de una entrega humana total, presupuesto indispensable para su crecimiento sereno y armonioso.
De esa forma se afirma un presunto derecho a la paternidad-maternidad a toda costa, cuya realización se busca a través de mediaciones de carácter técnico, que implican una serie de manipulaciones moralmente ilícitas.
Otra característica del contexto cultural en el que vivimos es la propensión de muchos padres a renunciar a su papel para asumir el de simples amigos de sus hijos, absteniéndose de reprensiones y correcciones, incluso cuando serían necesarias para educar en la verdad, aun con gran afecto y ternura. Por tanto, conviene subrayar que la educación de los hijos es un deber sagrado y una tarea solidaria tanto del padre como de la madre: exige el calor, la cercanía, el diálogo y el ejemplo. Los padres están llamados a representar en el hogar al Padre bueno del cielo, el único modelo perfecto en el que se han de inspirar.
La paternidad y la maternidad, por voluntad de Dios mismo, conllevan una íntima participación en su poder creador y, en consecuencia, tienen una intrínseca relación recíproca. Al respecto escribí en la Carta a las familias: “La maternidad implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente, la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano desde el principio” (Gratissimam sane, 7)[2].
También por este motivo la relación entre el hombre y la mujer constituye el fulcro de los vínculos sociales: además de ser fuente de nuevos seres humanos, une íntimamente entre sí a los esposos, que se convierten en una sola carne, y por medio de ellos a las familias respectivas.
[2]. [1994 02 02a/ 7]
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5. Amadísimos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco el empeño con que trabajáis en defensa de la familia y de sus derechos, os aseguro mi constante recuerdo en la oración. Que Dios haga fecundos los esfuerzos de cuantos, en todo el mundo, se dedican a esta causa. Que él haga que la familia, baluarte para defensa de la misma humanidad, pueda resistir a todo ataque.
Con estos sentimientos, me complace, en esta ocasión, renovar una cordial invitación a las familias para que participen en el III Encuentro mundial con las familias, que se celebrará en Roma, en el marco del gran jubileo del año 2000. Esta invitación la dirijo, asimismo, a las asociaciones y a los movimientos, especialmente a los pro-vida y pro-familia. A la luz del misterio de Nazaret profundizaremos juntos la paternidad y la maternidad desde la perspectiva del tema que he escogido para esa ocasión: “Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad”. Es grande y noble la misión de los padres y de las madres, llamados, mediante un acto de amor, a colaborar con el Padre celestial en el nacimiento de nuevos seres humanos, hijos de Dios.
La Virgen, Madre de la vida y Reina de la familia, haga que todo hogar, a imagen de la Familia de Nazaret, sea un lugar de paz y amor.
[OR (e.c.) 11.VI.1999, 8]
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1. [...] Il tema della paternità, da voi scelto per l’attuale Plenaria, fa riferimento al terzo anno di preparazione al Grande Giubileo, dedicato appunto al Padre del Signore nostro Gesù Cristo. È un tema su cui mette conto riflettere, dal momento che oggi la figura del padre nell’ambito della famiglia rischia di essere sempre più latente o addirittura assente. Alla luce della paternità di Dio, “da cui ogni paternità nei cieli e sulla terra prende nome” (Ef 3, 15), la paternità e la maternità umane acquistano tutto il loro senso, la loro dignità e grandezza. “La paternità e maternità umane, pur essendo biologicamente simili a quelle di altri esseri in natura, hanno in sè in modo essenziale ed esclusivo una “somiglianza” con Dio, sulla quale si fonda la famiglia, intesa come comunità di vita umana, come comunità di persone unite nell’amore (communio personarum)” (Gratissimam sane, 6)[1].
[1]. [1994 02 02a/ 6]
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2. Sentiamo ancora viva nell’animo l’eco della recente celebrazione della Pentecoste, che ci porta a proclamare con speranza l’affermazione di san Paolo: “Tutti quelli infatti che sono figli di Dio sono guidati dallo Spirito di Dio” (Rm 8, 14). Lo Spirito Santo, come è l’anima della Chiesa (cfr Lumen Gentium, 7), così deve esserlo anche della famiglia, piccola chiesa domestica. Deve essere per ogni nucleo familiare interiore principio di vitalità e di energia, che mantiene sempre ardente la fiamma dell’amore coniugale nella reciproca donazione dei coniugi.
È lo Spirito Santo che ci conduce al Padre celeste e fa sorgere dai nostri cuori la preghiera fiduciosa e giubilante: “Abbà, Padre!” (Rm 8, 15; Gal 4, 6). La famiglia cristiana è chiamata a distinguersi quale ambito di preghiera condivisa, in cui con la libertà di figli ci si rivolge a Dio chiamandolo con l’affettuoso appellativo di “Padre nostro!”. Lo Spirito Santo ci aiuta a scoprire il volto del Padre come modello perfetto della paternità nella famiglia.
Da qualche tempo si stanno reiterando gli attacchi contro l’istituzione familiare. Si tratta di attentati tanto più pericolosi ed insidiosi in quanto disconoscono il valore insostituibile della famiglia fondata sul matrimonio. Si giunge a proporre false alternative ad essa e se ne sollecita il riconoscimento legislativo. Ma quando le leggi, che dovrebbero essere al servizio della famiglia, bene fondamentale per la società, si rivolgono contro di essa, acquistano un’allarmante capacità distruttiva.
Così in alcuni Paesi si vogliono imporre alla società le cosiddette “unioni di fatto”, rafforzate da una serie di effetti legali che erodono il senso stesso dell’istituzione familiare. Le “unioni di fatto” sono caratterizzate dalla precarietà e dall’assenza di un impegno irreversibile, che generi diritti e doveri e rispetti la dignità dell’uomo e della donna.
Si vuole dare, invece, valore giuridico ad una volontà lontana da ogni forma di vincolo definitivo. Con tali premesse, come si può sperare in una procreazione veramente responsabile, che non si limiti a dare la vita, ma comprenda anche quella formazione ed educazione che solo la famiglia può garantire in tutte le sue dimensioni? Simili impostazioni finiscono per porre in grave pericolo il senso della paternità umana, della paternità nella famiglia. Ciò accade in vari modi quando le famiglie non sono ben costituite.
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3. Quando la Chiesa espone la verità sul matrimonio e la famiglia non lo fa solo in base ai dati della Rivelazione, ma anche tenendo conto dei postulati del diritto naturale, che stanno a fondamento del vero bene della società stessa e dei suoi membri. Infatti, non è insignificante per i bambini nascere ed essere educati in un focolare costituito da genitori uniti in un’alleanza fedele.
È ben possibile immaginare altre forme di relazione e di convivenza tra i sessi, ma nessuna di esse costituisce, nonostante il contrario parere di alcuni, un’autentica alternativa giuridica al matrimonio, quanto piuttosto un suo depotenziamento. Nelle cosiddette “unioni di fatto” si registra una più o meno grave carenza di impegno reciproco, un paradossale desiderio di mantenere intatta l’autonomia della propria volontà all’interno di un rapporto che pur dovrebbe essere relazionale. Ciò che nelle convivenze non matrimoniali manca è, insomma, l’apertura fiduciosa a un futuro da vivere insieme, che spetta all’amore attivare e fondare e che è specifico compito del diritto garantire. Manca, in altre parole, proprio il diritto, non nella sua dimensione estrinseca di mero insieme di norme, ma nella sua più autentica dimensione antropologica di garanzia della coesistenza umana e della sua dignità.
Inoltre, quando le “unioni di fatto” rivendicano il diritto all’adozione, mostrano chiaramente di ignorare il bene superiore del bambino e le condizioni minime a lui dovute per un’adeguata formazione. Le “unioni di fatto” tra omosessuali, poi, costituiscono una deplorevole distorsione di ciò che dovrebbe essere la comunione di amore e di vita tra un uomo e una donna, in una reciproca donazione aperta alla vita.
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4. Oggi, soprattutto nelle nazioni economicamente più ricche, si diffonde, da una parte, la paura di essere genitori e, dall’altra, la non curanza per il diritto che hanno i figli di essere concepiti nel contesto di una donazione umana totale, presupposto indispensabile per la loro crescita serena ed armoniosa.
Viene così affermato un presunto diritto alla paternità-maternità ad ogni costo, di cui si cerca l’attuazione attraverso mediazioni di carattere tecnico, che comportano una serie di manipolazioni non moralmente lecite.
Un’ulteriore caratteristica del contesto culturale in cui viviamo è la propensione di non pochi genitori a rinunciare al loro ruolo per assumere quello di semplici amici dei figli, astenendosi da richiami e correzioni, anche quando ciò sarebbe necessario per educare nella verità, pur con ogni affetto e tenerezza. È opportuno, quindi, sottolineare che l’educazione dei figli è un dovere sacro ed un compito solidale dei genitori, sia del padre che della madre: esige il calore, la vicinanza, il dialogo, l’esempio. I genitori sono chiamati a rappresentare nel focolare domestico il Padre buono dei cieli, l’unico modello perfetto a cui ispirarsi.
Paternità e maternità, per volere di Dio stesso, si pongono in un rapporto di intima partecipazione al suo potere creatore ed hanno, di conseguenza, un’intrinseca relazione reciproca. Ho scritto, al riguardo, nella Lettera alle Famiglie: “La maternità implica la paternità e, reciprocamente, la paternità implica la maternità: è questo il frutto della dualità elargita dal Creatore all’essere umano sin dal principio” (Gratissimam sane, 7)[2].
È anche per questo motivo che il rapporto tra l’uomo e la donna costituisce il fulcro dei legami sociali: esso, mentre è la sorgente di nuovi esseri umani, collega strettamente tra loro i coniugi, divenuti una sola carne e, per mezzo di essi, le rispettive famiglie.
[2]. [1994 02 02a/ 7]
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5. Carissimi Fratelli e Sorelle, mentre vi ringrazio per l’impegno con cui lavorate a difesa della famiglia e dei suoi diritti, vi assicuro il mio costante ricordo nella preghiera. Iddio renda fecondi gli sforzi di quanti, in ogni parte del mondo, si dedicano a questa causa. Faccia sì che la famiglia, baluardo a tutela della stessa umanità, possa resistere ad ogni attacco.
Con tali sentimenti, mi è gradito, in questa occasione, rinnovare un caldo invito alle famiglie, perchè partecipino al Terzo Incontro Mondiale con le Famiglie, che si terrà a Roma, nel contesto del Grande Giubileo del 2000. Questo invito lo dirigo altresì alle associazioni e ai movimenti, specialmente a quelli pro-vita e pro-familia. Alla luce del mistero di Nazaret approfondiremo insieme la paternità e la maternità sotto l’ottica del tema che ho scelto per l’occasione: “I figli, primavera della famiglia e della società”. Grande e nobile è la missione dei padri e delle madri, chiamati, mediante un atto di amore, a collaborare col Padre celeste alla nascita di nuovi esseri umani, figli di Dio.
La Madonna, Madre della Vita e Regina della Famiglia, renda ogni focolare domestico, ad immagine della Famiglia di Nazaret, luogo di pace e di amore.
[OR 4-5.VI.1999, 7]