[1953] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DONACIÓN, ACTO DE AMOR
Del Discurso I am happy, al XVIII Congreso Internacional de la Sociedad de Transplantes, 29 agosto 2000
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1. [...] Los trasplantes son una gran conquista de la ciencia al servicio del hombre y no son pocos los que en nuestros días sobreviven gracias al trasplante de un órgano. La técnica de los trasplantes es un instrumento cada vez más apto para alcanzar la primera finalidad de la medicina: el servicio a la vida humana. Por esto, en la carta encíclica Evangelium vitae recordé que, entre los gestos que contribuyen a alimentar una auténtica cultura de la vida “merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas” (n. 86)[1].
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2. Sin embargo, como acontece en toda conquista humana, también este sector de la ciencia médica, a la vez que ofrece esperanzas de salud y de vida a muchos, presenta asimismo algunos puntos críticos, que es preciso analizar a la luz de una atenta reflexión antropológica y ética.
En efecto, también en esta área de la ciencia médica, el criterio fundamental de valoración debe ser la defensa y promoción del bien integral de la persona humana, según su peculiar dignidad. Por consiguiente, es evidente que cualquier intervención médica sobre la persona humana está sometida a límites: no sólo a los límites de lo que es técnicamente posible, sino también a límites determinados por el respeto a la misma naturaleza humana, entendida en su significado integral: “lo que es técnicamente posible no es, por esa sola razón, moralmente admisible” (Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, 4)[2].
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3. Ante todo es preciso poner de relieve, como ya he afirmado en otra ocasión, que toda intervención de trasplante de un órgano tiene su origen generalmente en una decisión de gran valor ético: “la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona” (Discurso a los participantes en un congreso sobre trasplantes de órganos, 20 de junio de 1991, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de agosto de 1991, p. 9)[3]. Precisamente en esto reside la nobleza del gesto, que es un auténtico acto de amor. No se trata de donar simplemente algo que nos pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos, puesto que “en virtud de su unión sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones, (...) ya que es parte constitutiva de una persona, que a través de él se expresa y se manifiesta” (Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, 3)[4].
En consecuencia, todo procedimiento encaminado a comercializar órganos humanos o a considerarlos como artículos de intercambio o de venta, resulta moralmente inaceptable, dado que usar el cuerpo “como un objeto” es violar la dignidad de la persona humana.
Este primer punto tiene una consecuencia inmediata de notable relieve ético: la necesidad de un consentimiento informado. En efecto, la “autenticidad” humana de un gesto tan decisivo exige que la persona sea debidamente informada sobre los procesos que implica, de forma que pueda expresar de modo consciente y libre su consentimiento o su negativa. El consentimiento de los parientes tiene su validez ética cuando falta la decisión del donante. Naturalmente, deberán dar un consentimiento análogo quienes reciben los órganos donados.
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4. El reconocimiento de la dignidad singular de la persona humana implica otra consecuencia: los órganos vitales singulares sólo pueden ser extraídos después de la muerte, es decir, del cuerpo de una persona ciertamente muerta. Esta exigencia es evidente a todas luces, ya que actuar de otra manera significaría causar intencionalmente la muerte del donante al extraerle sus órganos. De aquí brota una de las cuestiones más recurrentes en los debates bioéticos actuales y, a menudo, también en las dudas de la gente común. Se trata del problema de la certificación de la muerte. ¿Cuándo una persona se ha de considerar muerta con plena certeza?
Al respecto, conviene recordar que existe una sola “muerte de la persona”, que consiste en la total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es la persona misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la realidad corporal de la persona. La muerte de la persona, entendida en este sentido primario, es un acontecimiento que ninguna técnica científica o método empírico puede identificar directamente.
Pero la experiencia humana enseña también que la muerte de una persona produce inevitablemente signos biológicos ciertos, que la medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor precisión. En este sentido, los “criterios” para certificar la muerte, que la medicina utiliza hoy, no se han de entender como la determinación técnico-científica del momento exacto de la muerte de una persona, sino como un modo seguro, brindado por la ciencia, para identificar los signos biológicos de que la persona ya ha muerto realmente.
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5. Es bien sabido que, desde hace tiempo, diversas motivaciones científicas para la certificación de la muerte han desplazado el acento de los tradicionales signos cardio-respiratorios al así llamado criterio “neurológico”, es decir, a la comprobación, según parámetros claramente determinados y compartidos por la comunidad científica internacional, de la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se considera el signo de que se ha perdido la capacidad de integración del organismo individual como tal.
Frente a los actuales parámetros de certificación de la muerte –sea los signos “encefálicos” sea los más tradicionales signos cardio-respiratorios–, la Iglesia no hace opciones científicas. Se limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los datos que brinda la ciencia médica con la concepción cristiana de la unidad de la persona, poniendo de relieve las semejanzas y los posibles conflictos, que podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana.
Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica. En consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con el término de “certeza moral”. Esta certeza moral es necesaria y suficiente para poder actuar de manera éticamente correcta. Así pues, sólo cuando exista esa certeza será moralmente legítimo iniciar los procedimientos técnicos necesarios para la extracción de los órganos para el trasplante, con el previo consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos.
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6. Otra cuestión de gran importancia ética es la de la asignación de los órganos donados, mediante listas de espera o establecimiento de prioridades. A pesar de los esfuerzos por promover una cultura de donación de órganos, los recursos de que disponen actualmente muchos países resultan aún insuficientes para afrontar las necesidades médicas. De aquí nace la exigencia de elaborar listas de espera para trasplantes, según criterios claros y bien razonados.
Desde el punto de vista moral, un principio de justicia obvio exige que los criterios de asignación de los órganos donados de ninguna manera sean “discriminatorios” (es decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la religión, la condición social, etc.) o “utilitaristas” (es decir, basados en la capacidad laboral, la utilidad social, etc.). Más bien, al establecer a quién se ha de dar precedencia para recibir un órgano, la decisión debe tomarse sobre la base de factores inmunológicos y clínicos. Cualquier otro criterio sería totalmente arbitrario y subjetivo, pues no reconoce el valor intrínseco que tiene toda persona humana como tal, y que es independiente de cualquier circunstancia externa.
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7. Una última cuestión se refiere a la posibilidad, aún en fase experimental, de resolver el problema de encontrar órganos para transplantar al hombre: los así llamados xenotrasplantes, es decir, trasplantes de órganos procedentes de otras especies animales.
No pretendo afrontar aquí detalladamente los problemas suscitados por ese procedimiento. Me limito a recordar que ya en 1956 el Papa Pío XII se preguntó sobre su licitud: lo hizo al comentar la posibilidad científica, entonces vislumbrada, del trasplante de córneas de animal al hombre. La respuesta que dio sigue siendo iluminadora también hoy: en principio –afirmó– la licitud de un xenotrasplante exige, por una parte, que el órgano trasplantado no menoscabe la integridad de la identidad psicológica o genética de la persona que lo recibe; y, por otra, que exista la comprobada posibilidad biológica de realizar con éxito ese trasplante, sin exponer al receptor a un riesgo excesivo (cf. Discurso a la Asociación italiana de donantes de córnea, clínicos oculistas y médicos forenses, 14 de mayo de 1956).
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8. Al concluir, expreso mi esperanza de que la investigación científica y tecnológica en el campo de los trasplantes, gracias a la labor de tantas personas generosas y cualificadas, siga progresando y se extienda también a la experimentación de nuevas terapias alternativas al trasplante de órganos, como las prometedoras invenciones recientes en el área de las prótesis. De todos modos, se deberán evitar siempre los métodos que no respeten la dignidad y el valor de la persona. Pienso, en particular, en los intentos de clonación humana con el fin de obtener órganos para trasplantes: esos procedimientos, al implicar la manipulación y destrucción de embriones humanos, no son moralmente aceptables, ni siquiera cuando su finalidad sea buena en sí misma. La ciencia permite entrever otras formas de intervención terapéutica, que no implicarían ni la clonación ni la extracción de células embrionarias, dado que basta para ese fin la utilización de células estaminales extraíbles de organismos adultos. Ésta es la dirección por donde deberá avanzar la investigación si quiere respetar la dignidad de todo ser humano, incluso en su fase embrionaria.
Para afrontar todas estas cuestiones, es importante la aportación de los filósofos y de los teólogos. Su reflexión sobre los problemas éticos relacionados con la terapia de los trasplantes, desarrollada con competencia y esmero, podrá ayudar a precisar mejor los criterios de juicio sobre los cuales basarse para valorar qué tipos de trasplante pueden considerarse moralmente admisibles y bajo qué condiciones, especialmente por lo que atañe a la salvaguarda de la identidad personal de cada individuo.
Espero que los líderes sociales, políticos y educativos renueven su compromiso de promover una auténtica cultura de generosidad y solidaridad. Es preciso sembrar en el corazón de todos, y especialmente en el de los jóvenes, un aprecio genuino y profundo de la necesidad del amor fraterno, un amor que puede expresarse en la elección de donar sus propios órganos.
Que el Señor os sostenga a cada uno de vosotros en vuestro trabajo y os guíe a servir al verdadero progreso humano. Acompaño este deseo con mi bendición.
[O.R. (e. c.), 1.IX.2000, 6 y 11]
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1. [...] Transplants are a great step forward in science’s service of man, and not a few people today owe their lives to an organ transplant. Increasingly, the technique of transplants has proven to be a valid means of attaining the primary goal of all medicine: the service of human life. That is why in the Encyclical Letter Evangelium vitae I suggested that one way of nurturing a genuine culture of life “is the donation of organs, performed in an ethically acceptable manner, with a view to offering a chance of health and even of life itself to the sick who sometimes have no other hope” (No. 86)[1].
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2. As with all human advancement, this particular field of medical science, for all the hope of health and life it offers to many, also presents certain critical issues that need to be examined in the light of a discerning anthropological and ethical reflection.
In this area of medical science too the fundamental criterion must be the defence and promotion of the integral good of the human person, in keeping with that unique dignity which is ours by virtue of our humanity. Consequently, it is evident that every medical procedure performed on the human person is subject to limits: not just the limits of what it is technically possible, but also limits determined by respect for human nature itself, understood in its fullness: “what is technically possible is not for that reason alone morally admissible” (Congregation for the Doctrine of the Faith, Donum vitae, 4)[2].
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3. It must first be emphasized, as I observed on another occasion, that every organ transplant has its source in a decision of great ethical value: “the decision to offer without reward a part of one’s own body for the health and well-being of another person” (Address to the Participants in a Congress on Organ Transplants, 20 June 1991, No. 3)[3]. Here precisely lies the nobility of the gesture, a gesture which is a genuine act of love. It is not just a matter of giving away something that belongs to us but of giving something of ourselves, for “by virtue of its substantial union with a spiritual soul, the human body cannot be considered as a mere complex of tissues, organs and functions ... rather it is a constitutive part of the person who manifests and expresses himself through it” (Congregation for the Doctrine of the Faith, Donum vitae, 3)[4].
Accordingly, any procedure which tends to commercialize human organs or to consider them as items of exchange or trade must be considered morally unacceptable, because to use the body as an “object” is to violate the dignity of the human person.
This first point has an immediate consequence of great ethical import: the need for informed consent. The human “authenticity” of such a decisive gesture requires that individuals be properly informed about the processes involved, in order to be in a position to consent or decline in a free and conscientious manner. The consent of relatives has its own ethical validity in the absence of a decision on the part of the donor. Naturally, an analogous consent should be given by the recipients of donated organs.
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4. Acknowledgement of the unique dignity of the human person has a further underlying consequence: vital organs which occur singly in the body can be removed only after death, that is from the body of someone who is certainly dead. This requirement is self-evident, since to act otherwise would mean intentionally to cause the death of the donor in disposing of his organs. This gives rise to one of the most debated issues in contemporary bioethics, as well as to serious concerns in the minds of ordinary people. I refer to the problem of ascertaining the fact of death. When can a person be considered dead with complete certainty?
In this regard, it is helpful to recall that the death of the person is a single event, consisting in the total disintegration of that unitary and integrated whole that is the personal self. It results from the separation of the life-principle (or soul) from the corporal reality of the person. The death of the person, understood in this primary sense, is an event which no scientific technique or empirical method can identify directly.
Yet human experience shows that once death occurs certain biological signs inevitably follow, which medicine has learnt to recognize with increasing precision. In this sense, the “criteria” for ascertaining death used by medicine today should not be understood as the technical-scientific determination of the exact moment of a person’s death, but as a scientifically secure means of identifying the biological signs that a person has indeed died.
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5. It is a well-known fact that for some time certain scientific approaches to ascertaining death have shifted the emphasis from the traditional cardio-respiratory signs to the so-called “neurological” criterion. Specifically, this consists in establishing, according to clearly determined parameters commonly held by the international scientific community, the complete and irreversible cessation of all brain activity (in the cerebrum, cerebellum and brain stem). This is then considered the sign that the individual organism has lost its integrative capacity.
With regard to the parameters used today for ascertaining death –whether the “encephalic” signs or the more traditional cardio-respiratory signs– the Church does not make technical decisions. She limits herself to the Gospel duty of comparing the data offered by medical science with the Christian understanding of the unity of the person, bringing out the similarities and the possible conflicts capable of endangering respect for human dignity.
Here it can be said that the criterion adopted in more recent times for ascertaining the fact of death, namely the complete and irreversible cessation of all brain activity, if rigorously applied, does not seem to conflict with the essential elements of a sound anthropology. Therefore a health-worker professionally responsible for ascertaining death can use these criteria in each individual case as the basis for arriving at that degree of assurance in ethical judgement which moral teaching describes as “moral certainty”. This moral certainty is considered the necessary and sufficient basis for an ethically correct course of action. Only where such certainty exists, and where informed consent has already been given by the donor or the donor’s legitimate representatives, is it morally right to initiate the technical procedures required for the removal of organs for transplant.
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6. Another question of great ethical significance is that of the allocation of donated organs through waiting-lists and the assignment of priorities. Despite efforts to promote the practice of organ-donation, the resources available in many countries are currently insufficient to meet medical needs. Hence there is a need to compile waiting-lists for transplants on the basis of clear and properly reasoned criteria.
From the moral standpoint, an obvious principle of justice requires that the criteria for assigning donated organs should in no way be “discriminatory” (i.e. based on age, sex, race, religion, social standing, etc.) or “utilitarian” (i.e. based on work capacity, social usefulness, etc.). Instead, in determining who should have precedence in receiving an organ, judgements should be made on the basis of immunological and clinical factors. Any other criterion would prove wholly arbitrary and subjective, and would fail to recognize the intrinsic value of each human person as such, a value that is independent of any external circumstances.
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7. A final issue concerns a possible alternative solution to the problem of finding human organs for transplantation, something still very much in the experimental stage, namely xenotransplants, that is, organ transplants from other animal species.
It is not my intention to explore in detail the problems connected with this form of intervention. I would merely recall that already in 1956 Pope Pius XII raised the question of their legitimacy. He did so when commenting on the scientific possibility, then being presaged, of transplanting animal corneas to humans. His response is still enlightening for us today: in principle, he stated, for a xenotransplant to be licit, the transplanted organ must not impair the integrity of the psychological or genetic identity of the person receiving it; and there must also be a proven biological possibility that the transplant will be successful and will not expose the recipient to inordinate risk (cf. Address to the Italian Association of Cornea Donors and to Clinical Oculists and Legal Medical Practitioners, 14 May 1956).
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8. In concluding, I express the hope that, thanks to the work of so many generous and highly-trained people, scientific and technological research in the field of transplants will continue to progress, and extend to experimentation with new therapies which can replace organ transplants, as some recent developments in prosthetics seem to promise. In any event, methods that fail to respect the dignity and value of the person must always be avoided. I am thinking in particular of attempts at human cloning with a view to obtaining organs for transplants: these techniques, insofar as they involve the manipulation and destruction of human embryos, are not morally acceptable, even when their proposed goal is good in itself. Science itself points to other forms of therapeutic intervention which would not involve cloning or the use of embryonic cells, but rather would make use of stem cells taken from adults. This is the direction that research must follow if it wishes to respect the dignity of each and every human being, even at the embryonic stage.
In addressing these varied issues, the contribution of philosophers and theologians is important. Their careful and competent reflection on the ethical problems associated with transplant therapy can help to clarify the criteria for assessing what kinds of transplants are morally acceptable and under what conditions, especially with regard to the protection of each individual’s personal identity.
I am confident that social, political and educational leaders will renew their commitment to fostering a genuine culture of generosity and solidarity. There is a need to instil in people’s hearts, especially in the hearts of the young, a genuine and deep appreciation of the need for brotherly love, a love that can find expression in the decision to become an organ donor.
May the Lord sustain each one of you in your work, and guide you in the service of authentic human progress. I accompany this wish with my Blessing.
[O.R., 30.VIII.2000, 4]