[2066] • BENEDICTO XVI (2005- • EL SIGNIFICADO DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS
Del Discurso Ho accolto, en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma sobre “Familia y Comunidad cristiana”, 6 junio 2005
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[1.] He aceptado con mucho gusto la invitación a introducir con una reflexión mÃa esta asamblea diocesana, ante todo porque me brinda la posibilidad de encontrarme con vosotros, de tener un contacto directo con vosotros, y además porque puedo ayudaros a profundizar en el sentido y la finalidad del camino pastoral que la Iglesia de Roma está recorriendo.
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[2.] Saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, y en especial a vosotros, laicos y familias, que asumÃs conscientemente las tareas de compromiso y testimonio cristiano que tienen su raÃz en el sacramento del bautismo y, para los casados, en el del matrimonio. Agradezco de corazón al cardenal vicario y a los esposos Luca y Adriana Pasquale las palabras que me han dirigido en nombre de todos vosotros.
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[3.] Esta asamblea, y el año pastoral cuyas lÃneas fundamentales señalará, constituyen una nueva etapa del camino que la Iglesia de Roma ha emprendido, sobre la base del SÃnodo diocesano, con la Misión ciudadana impulsada por nuestro muy querido Papa Juan Pablo II, como preparación para el gran jubileo del año 2000. En esa Misión todas las realidades de nuestra diócesis âparroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientosâ se movilizaron, no sólo para una misión al pueblo de Roma, sino también para ser ellas mismas âpueblo de Dios en misiónâ, poniendo en práctica la feliz expresión de Juan Pablo II: âParroquia, búscate a ti misma y encuéntrate fuera de ti mismaâ, es decir, en los lugares donde la gente vive. AsÃ, a lo largo de la Misión ciudadana, muchos miles de cristianos de Roma, en gran parte laicos, se convirtieron en misioneros y llevaron la palabra de la fe en primer lugar a las familias de los diversos barrios de la ciudad y, luego, a los diferentes ambientes de trabajo, a los hospitales, a las escuelas y a las universidades, a los ámbitos de la cultura y del tiempo libre.
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[4.] Después del Año santo, mi amado predecesor os pidió que no interrumpierais ese camino y no desaprovecharais las energÃas apostólicas suscitadas y los frutos de gracia cosechados. Por eso, desde 2001 la orientación pastoral fundamental de la diócesis ha sido dar forma permanente a la misión, caracterizando en sentido más decididamente misionero la vida y las actividades de las parroquias y de todas las demás realidades eclesiales. Ante todo, quiero deciros que confirmo plenamente esa opción, pues resulta cada vez más necesaria y no tiene alternativas, en un marco social y cultural en el que actúan múltiples fuerzas, que tienden a alejarnos de la fe y de la vida cristiana.
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[5.] Ya desde hace dos años, el compromiso misionero de la Iglesia de Roma se ha centrado sobre todo en la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental se ve sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por eso tiene especial necesidad de ser evangelizada y sostenida concretamente, sino también porque las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, asà como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales. Estas son las lÃneas que seguiremos también en el próximo año pastoral y, por eso, el tema de nuestra asamblea es âFamilia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la feâ.
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[6.] Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y transmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador. Asà pues, este será el núcleo de mi reflexión de esta tarde, refiriéndome a la doctrina de la exhortación apostólica Familiaris consortio (parte segunda, números 12-16).
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[7.] El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raÃces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sà mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro? La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.
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[8.] De esta conexión fundamental entre Dios y el hombre deriva la conexión indisoluble entre espÃritu y cuerpo; en efecto, el hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo vivificado por un espÃritu inmortal. Asà pues, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo asÃ, un carácter teológico; no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es solamente biológico, sino también expresión y realización de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sà misma.
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[9.] AsÃ, de esas dos conexiones âdel hombre con Dios y, en el hombre, del cuerpo con el espÃrituâ brota una tercera: la conexión entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el âsÃâ del hombre implica trascender el momento presente: en su totalidad, el âsÃâ significa âsiempreâ, constituye el espacio de la fidelidad. Sólo dentro de él puede crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difÃciles. Por consiguiente, la libertad del âsÃâ es libertad capaz de asumir algo definitivo. AsÃ, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sà misma.
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[10.] En concreto, el âsÃâ personal y recÃproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este âsÃâ personal no puede por menos de ser un âsÃâ también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad. En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sà mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más Ãntimo de su ser su responsabilidad pública. Asà pues, el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrÃnseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.
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[11.] En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el âmatrimonio a pruebaâ, hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sà mismo lo que quiera: asà su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo âpor decirlo asÃâ fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.
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[12.] La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raÃces en la verdad del hombre, se ha hecho realidad en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: âDios ama a su puebloâ. En efecto, la revelación bÃblica es, ante todo, expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como sÃmbolo de la historia de la salvación. El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los hombres, recibe su forma lingüÃstica del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatrÃa, se designa como adulterio y prostitución.
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[13.] En el Nuevo Testamento Dios radicaliza su amor hasta hacerse él mismo, en su Hijo, carne de nuestra carne, hombre verdadero. De este modo, la unión de Dios con el hombre asumió su forma suprema, irreversible y definitiva. Y asà se traza también para el amor humano su forma definitiva, el âsÃâ recÃproco, que no puede revocarse: no aliena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia, para llevarlo de nuevo a la verdad de la creación. El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del hombre, no le hace violencia, sino que la libera y la restaura, precisamente al elevarla más allá de sus propios lÃmites. Y del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, asà el amor humano auténtico es donación de sà y no puede existir si quiere liberarse de la cruz.
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[14.] Queridos hermanos y hermanas, este vÃnculo profundo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios y el amor humano, encuentra confirmación también en algunas tendencias y desarrollos negativos, cuyo peso sentimos todos. En efecto, el envilecimiento del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se revela, en nuestro tiempo, como el arma más adecuada y eficaz para separar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre. De forma análoga, la voluntad de âliberarâ de Dios a la naturaleza lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer a capricho para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; en cambio, se destruye el plan del Creador y, en consecuencia, la verdad de nuestra naturaleza.
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[15.] También en la generación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios al hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida sólo se da enteramente cuando juntamente con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir sà a esta vida. Precisamente esto muestra claramente cuán contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, es cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.
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[16.] Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sà solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: âTu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuroâ, hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sà solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del EspÃritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el âsÃâ del Creador. Y, de forma recÃproca, la Iglesia es edificada por las familias, âpequeñas Iglesias domésticasâ, como las llamó el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), utilizando una antigua expresión patrÃstica (cf. san Juan Crisóstomo, In Genesim sermo VI, 2; VII, 1). En el mismo sentido, la Familiaris consortio afirma que âel matrimonio cristiano (...) constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesiaâ (n. 15).
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[17.] De todo ello deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a una estrecha colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la formación de la persona y la transmisión de la fe. Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una buena teorÃa o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanÃa, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, pero asimismo en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en donde se encuentren personas que cuiden de los hermanos, en particular de los niños y de los jóvenes, y también de los adultos, de los ancianos, de los enfermos, de las familias mismas, porque los aman en Cristo. El gran patrono de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que âla educación es cosa del corazón y sólo Dios es su dueñoâ (Epistolario, 4, 209).
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[18.] En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf. 1 P 3, 15), está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no remite nunca a sà mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. AsÃ, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decÃa nada por sà mismo, sino que hablaba como el Padre le habÃa enseñado (cf. Jn 8, 28).
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[19.] Por este motivo, en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar. Asà pues, la Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestras comunidades objeto de oración constante y confiada, además de modelo de vida.
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[20.] Queridos hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos sacerdotes, conozco la generosidad y la entrega con que servÃs al Señor y a la Iglesia. Vuestro trabajo diario para formar a las nuevas generaciones en la fe, en estrecha conexión con los sacramentos de la iniciación cristiana, asà como para preparar al matrimonio y para acompañar a las familias en su camino, a menudo arduo, en particular en la gran tarea de la educación de los hijos, es la senda fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para vivificar el tejido social de nuestra amada ciudad de Roma.
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[21.] Asà pues, proseguid, sin desalentaros ante las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su naturaleza, delicada, pues implica la libertad del otro, al que siempre se impulsa, aunque sea dulcemente, a tomar decisiones. Ni los padres, ni los sacerdotes o los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir la libertad del niño, del muchacho o del joven al que se dirigen. De modo especial, la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión. En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio âyoâ. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común.
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[22.] Asà pues, es evidente que no sólo debemos tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de las personas; también estamos llamados a contrarrestar su predominio destructor en la sociedad y en la cultura. Por eso, además de la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, especialmente para reafirmar la intangibilidad de la vida humana desde la concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio, y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. También por este compromiso os doy gracias cordialmente.
[Insegnamenti BXVI, I (2005), 200-208]
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Cari fratelli e sorelle, ho accolto molto volentieri lâinvito a introdurre con una mia riflessione questo nostro Convegno Diocesano, anzitutto perché ciò mi dà la possibilità di incontrarvi, di avere un contatto diretto con voi, e poi anche perché posso aiutarvi ad approfondire il senso e lo scopo del cammino pastorale che la Chiesa di Roma sta percorrendo.
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Saluto con affetto ciascuno di voi, Vescovi, sacerdoti, diaconi, religiosi e religiose, e in particolare voi laici e famiglie che assumete consapevolmente quei compiti di impegno e testimonianza cristiana che hanno la loro radice nel sacramento del battesimo e, per coloro che sono sposati, in quello del matrimonio. Ringrazio di cuore il Cardinale Vicario e i coniugi Luca e Adriana Pasquale per le parole che mi hanno rivolto a nome di voi tutti.
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Questo Convegno, e lâanno pastorale di cui esso fornirà le linee guida, costituiscono una nuova tappa del percorso che la Chiesa di Roma ha iniziato, sulla base del Sinodo diocesano, con la Missione cittadina voluta dal nostro tanto amato Papa Giovanni Paolo II, in preparazione al Grande Giubileo del 2000. In quella Missione tutte le realtà della nostra Diocesi âparrocchie, comunità religiose, associazioni e movimentiâ si sono mobilitate, non solo per una missione al popolo di Roma, ma per essere esse stesse âpopolo di Dio in missioneâ, mettendo in pratica la felice espressione di Giovanni Paolo II âparrocchia, cerca te stessa e trova te stessa fuori di te stessaâ: nei luoghi cioè nei quali la gente vive. Così, nel corso della Missione cittadina, molte migliaia di cristiani di Roma, in gran parte laici, si sono fatti missionari e hanno portato la parola della fede dapprima nelle famiglie dei vari quartieri della città e poi nei diversi luoghi di lavoro, negli ospedali, nelle scuole e nelle università , negli spazi della cultura e del tempo libero.
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Dopo lâAnno Santo, il mio amato Predecessore vi ha chiesto di non interrompere questo cammino e di non disperdere le energie apostoliche suscitate e i frutti di grazia raccolti. Perciò, a partire dal 2001, il fondamentale indirizzo pastorale della Diocesi è stato quello di dare forma permanente alla missione, caratterizzando in senso più decisamente missionario la vita e le attività delle parrocchie e di ogni altra realtà ecclesiale. Voglio dirvi anzitutto che intendo confermare pienamente questa scelta: essa infatti si rivela sempre più necessaria e senza alternative, in un contesto sociale e culturale nel quale sono allâopera forze molteplici che tendono ad allontanarci dalla fede e dalla vita cristiana.
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Da ormai due anni lâimpegno missionario della Chiesa di Roma si è concentrato soprattutto sulla famiglia, non solo perché questa fondamentale realtà umana oggi è sottoposta a molteplici difficoltà e minacce e quindi ha particolare bisogno di essere evangelizzata e concretamente sostenuta, ma anche perché le famiglie cristiane costituiscono una risorsa decisiva per lâeducazione alla fede, lâedificazione della Chiesa come comunione e la sua capacità di presenza missionaria nelle più diverse situazioni di vita, oltre che per fermentare in senso cristiano la cultura diffusa e le strutture sociali. Su queste linee proseguiremo anche nel prossimo anno pastorale e perciò il tema del nostro Convegno è âFamiglia e comunità cristiana: formazione della persona e trasmissione della fedeâ.
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Il presupposto dal quale occorre partire, per poter comprendere la missione della famiglia nella comunità cristiana e i suoi compiti di formazione della persona e trasmissione della fede, rimane sempre quello del significato che il matrimonio e la famiglia rivestono nel disegno di Dio, creatore e salvatore. Questo sarà dunque il nocciolo della mia riflessione di questa sera, richiamandomi allâinsegnamento dellâEsortazione Apostolica Familiaris consortio (Parte seconda, nn. 12-16).
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Matrimonio e famiglia non sono in realtà una costruzione sociologica casuale, frutto di particolari situazioni storiche ed economiche. Al contrario, la questione del giusto rapporto tra lâuomo e la donna affonda le sue radici dentro lâessenza più profonda dellâessere umano e può trovare la sua risposta soltanto a partire da qui. Non può essere separata cioè dalla domanda antica e sempre nuova dellâuomo su se stesso: chi sono? cosa è lâuomo? E questa domanda, a sua volta, non può essere separata dallâ interrogativo su Dio: esiste Dio? e chi è Dio? qual è veramente il suo volto? La risposta della Bibbia a questi due quesiti è unitaria e consequenziale: lâuomo è creato ad immagine di Dio, e Dio stesso è amore. Perciò la vocazione allâamore è ciò che fa dellâuomo lâautentica immagine di Dio: egli diventa simile a Dio nella misura in cui diventa qualcuno che ama.
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Da questa fondamentale connessione tra Dio e lâuomo ne consegue unâaltra: la connessione indissolubile tra spirito e corpo: lâuomo è infatti anima che si esprime nel corpo e corpo che è vivificato da uno spirito immortale. Anche il corpo dellâuomo e della donna ha dunque, per così dire, un carattere teologico, non è semplicemente corpo, e ciò che è biologico nellâuomo non è soltanto biologico, ma è espressione e compimento della nostra umanità . Parimenti, la sessualità umana non sta accanto al nostro essere persona, ma appartiene ad esso. Solo quando la sessualità si è integrata nella persona, riesce a dare un senso a se stessa.
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Così, dalle due connessioni, dellâuomo con Dio e nellâuomo del corpo con lo spirito, ne scaturisce una terza: quella tra persona e istituzione. La totalità dellâuomo include infatti la dimensione del tempo, e il âsìâ dellâuomo è un andare oltre il momento presente: nella sua interezza, il âsìâ significa âsempreâ, costituisce lo spazio della fedeltà . Solo allâinterno di esso può crescere quella fede che dà un futuro e consente che i figli, frutto dellâamore, credano nellâuomo. La libertà del âsìâ si rivela dunque libertà capace di assumere ciò che è definitivo: la più grande espressione della libertà non è allora la ricerca del piacere, senza mai giungere a una vera decisione; è invece la capacità di decidersi per un dono definitivo, nel quale la libertà , donandosi, ritrova pienamente se stessa.
2005 06 06 0010
In concreto, il âsìâ personale e reciproco dellâuomo e della donna dischiude lo spazio per il futuro, per lâautentica umanità di ciascuno, e al tempo stesso è destinato al dono di una nuova vita. Perciò questo âsìâ personale non può non essere un âsìâ anche pubblicamente responsabile, con il quale i coniugi assumono la responsabilità pubblica della fedeltà . Nessuno di noi infatti appartiene esclusivamente a se stesso: pertanto ciascuno è chiamato ad assumere nel più intimo di sé la propria responsabilità pubblica. Il matrimonio come istituzione non è quindi una indebita ingerenza della società o dellâautorità , lâimposizione di una forma dal di fuori; è invece esigenza intrinseca del patto dellâamore coniugale.
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Le varie forme odierne di dissoluzione del matrimonio, come le unioni libere e il âmatrimonio di provaâ, fino allo pseudo-matrimonio tra persone dello stesso sesso, sono invece espressioni di una libertà anarchica, che si fa passare a torto per vera liberazione dellâuomo. Una tale pseudo-libertà si fonda su una banalizzazione del corpo, che inevitabilmente include la banalizzazione dellâuomo. Il suo presupposto è che lâuomo può fare di sé ciò che vuole: il suo corpo diventa così una cosa secondaria dal punto di vista umano, da utilizzare come si vuole. Il libertinismo, che si fa passare per scoperta del corpo e del suo valore, è in realtà un dualismo che rende spregevole il corpo, collocandolo per così dire fuori dallâautentico essere e dignità della persona.
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La verità del matrimonio e della famiglia, che affonda le sue radici nella verità dellâuomo, ha trovato attuazione nella storia della salvezza, al cui centro sta la parola: âDio ama il suo popoloâ. La rivelazione biblica, infatti, è anzitutto espressione di una storia dâamore, la storia dellâalleanza di Dio con gli uomini: perciò la storia dellâamore e dellâunione di un uomo ed una donna nellâalleanza del matrimonio ha potuto essere assunta da Dio quale simbolo della storia della salvezza. Il fatto inesprimibile, il mistero dellâamore di Dio per gli uomini, riceve la sua forma linguistica dal vocabolario del matrimonio e della famiglia, in positivo e in negativo: lâaccostarsi di Dio al suo popolo viene presentato infatti nel linguaggio dellâamore sponsale, mentre lâinfedeltà di Israele, la sua idolatria, è designata come adulterio e prostituzione.
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Nel Nuovo Testamento Dio radicalizza il suo amore fino a divenire Egli stesso, nel suo Figlio, carne della nostra carne, vero uomo. In questo modo lâunione di Dio con lâuomo ha assunto la sua forma suprema, irreversibile e definitiva. E così viene tracciata anche per lâamore umano la sua forma definitiva, quel âsìâ reciproco che non può essere revocato: essa non aliena lâuomo, ma lo libera dalle alienazioni della storia per riportarlo alla verità della creazione. La sacramentalità che il matrimonio assume in Cristo significa dunque che il dono della creazione è stato elevato a grazia di redenzione. La grazia di Cristo non si aggiunge dal di fuori alla natura dellâuomo, non le fa violenza, ma la libera e la restaura, proprio nellâinnalzarla al di là dei suoi propri confini. E come lâincarnazione del Figlio di Dio rivela il suo vero significato nella croce, così lâamore umano autentico è donazione di sé, non può esistere se vuole sottrarsi alla croce.
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Cari fratelli e sorelle, questo legame profondo tra Dio e lâuomo, tra lâamore di Dio e lâamore umano, trova conferma anche in alcune tendenze e sviluppi negativi, di cui tutti avvertiamo il peso. Lo svilimento dellâamore umano, la soppressione dellâautentica capacità di amare si rivela infatti, nel nostro tempo, lâ arma più adatta e più efficace per scacciare Dio dallâuomo, per allontanare Dio dallo sguardo e dal cuore dellâuomo. Analogamente, la volontà di âliberareâ la natura da Dio conduce a perdere di vista la realtà stessa della natura, compresa la natura dellâuomo, riducendola a un insieme di funzioni, di cui disporre a piacimento per costruire un presunto mondo migliore e una presunta umanità più felice.
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Anche nella generazione dei figli il matrimonio riflette il suo modello divino, lâamore di Dio per lâuomo. Nellâuomo e nella donna la paternità e la maternità , come il corpo e come lâamore, non si lasciano circoscrivere nel biologico: la vita viene data interamente solo quando con la nascita vengono dati anche lâamore e il senso che rendono possibile dire sì a questa vita. Proprio da qui diventa del tutto chiaro quanto sia contrario allâamore umano, alla vocazione profonda dellâuomo e della donna, chiudere sistematicamente la propria unione al dono della vita, e ancora più sopprimere o manomettere la vita che nasce.
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Nessun uomo e nessuna donna, però, da soli e unicamente con le proprie forze, possono dare ai figli in maniera adeguata l âamore e il senso della vita. Per poter infatti dire a qualcuno âla tua vita è buona, per quanto io non conosca il tuo futuroâ, occorrono unâautorità e una credibilità superiori a quello che lâindividuo può darsi da solo. Il cristiano sa che questa autorità è conferita a quella famiglia più vasta che Dio, attraverso il Figlio suo Gesù Cristo e il dono dello Spirito Santo, ha creato nella storia degli uomini, cioè alla Chiesa. Egli riconosce qui allâopera quellâamore eterno e indistruttibile che assicura alla vita di ciascuno di noi un senso permanente. Per questo motivo lâedificazione di ogni singola famiglia cristiana si colloca nel contesto della più grande famiglia della Chiesa, che la sostiene e la porta con sé. E reciprocamente la Chiesa viene edificata dalle famiglia, âpiccole Chiese domesticheâ, come le ha chiamate il Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), riscoprendo unâantica espressione patristica (San Giovanni Crisostomo, In Genesim serm. VI, 2; VII,1). Nel medesimo senso la Familiaris consortio afferma che âIl matrimonio cristiano... è il luogo naturale nel quale si compie lâinserimento della persona umana nella grande famiglia della Chiesaâ (n. 14).
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Da tutto ciò scaturisce una conseguenza evidente: la famiglia e la Chiesa, in concreto le parrocchie e le altre forme di comunità ecclesiale, sono chiamate alla più stretta collaborazione per quel compito fondamentale che è costituito, inseparabilmente, dalla formazione della persona e dalla trasmissione della fede. Sappiamo bene che per unâautentica opera educativa non basta una teoria giusta o una dottrina da comunicare. Câè bisogno di qualcosa di molto più grande e umano, di quella vicinanza, quotidianamente vissuta, che è propria dellâamore e che trova il suo spazio più propizio anzitutto nella comunità familiare, ma poi anche in una parrocchia, o movimento o associazione ecclesiale, in cui si incontrino persone che si prendono cura dei fratelli, in particolare dei bambini e dei giovani, ma anche degli adulti, degli anziani, dei malati, delle stesse famiglie, perché, in Cristo, vogliono loro bene. Il grande Patrono degli educatori, San Giovanni Bosco, ricordava ai suoi figli spirituali che âlâeducazione è cosa del cuore e che Dio solo ne è il padroneâ (Epistolario, 4,209).
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Centrale nellâopera educativa, e specialmente nellâeducazione alla fede, che è il vertice della formazione della persona e il suo orizzonte più adeguato, è in concreto la figura del testimone: egli diventa punto di riferimento proprio in quanto sa rendere ragione della speranza che sostiene la sua vita (cfr 1 Pt 3,15), è personalmente coinvolto con la verità che propone. Il testimone, dâaltra parte, non rimanda mai a se stesso, ma a qualcosa, o meglio a Qualcuno più grande di lui, che ha incontrato e di cui ha sperimentato lâaffidabile bontà . Così ogni educatore e testimone trova il suo modello insuperabile in Gesù Cristo, il grande testimone del Padre, che non diceva nulla da se stesso, ma parlava così come il Padre gli aveva insegnato (cfr Gv 8,28).
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Questo è il motivo per il quale alla base della formazione della persona cristiana e della trasmissione della fede sta necessariamente la preghiera, lâamicizia con Cristo e la contemplazione in Lui del volto del Padre. E la stessa cosa vale, evidentemente, per tutto il nostro impegno missionario, in particolare per la pastorale familiare: la Famiglia di Nazareth sia dunque, per le nostre famiglie e per le nostre comunità , oggetto di costante e fiduciosa preghiera, oltre che modello di vita.
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Cari fratelli e sorelle, e specialmente voi, cari sacerdoti, conosco la generosità e la dedizione con cui servite il Signore e la Chiesa. Il vostro lavoro quotidiano per la formazione alla fede delle nuove generazioni, in stretta connessione con i sacramenti dellâiniziazione cristiana, come anche per la preparazione al matrimonio e per lâaccompagnamento delle famiglie nel loro spesso non facile cammino, in particolare nel grande compito dellâeducazione dei figli, è la strada fondamentale per rigenerare sempre di nuovo la Chiesa e anche per vivificare il tessuto sociale di questa nostra amata città di Roma.
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Continuate dunque, senza lasciarvi scoraggiare dalle difficoltà che incontrate. Il rapporto educativo è per sua natura una cosa delicata: chiama in causa infatti la libertà dellâaltro che, per quanto dolcemente, viene pur sempre provocata a una decisione. Né i genitori, né i sacerdoti o i catechisti, né gli altri educatori possono sostituirsi alla libertà del fanciullo, del ragazzo o del giovane a cui si rivolgono. E specialmente la proposta cristiana interpella a fondo la libertà , chiamandola alla fede e alla conversione. Oggi un ostacolo particolarmente insidioso allâopera educativa è costituito dalla massiccia presenza, nella nostra società e cultura, di quel relativismo che, non riconoscendo nulla come definitivo, lascia come ultima misura solo il proprio io con le sue voglie, e sotto lâapparenza della libertà diventa per ciascuno una prigione. Dentro a un tale orizzonte relativistico non è possibile, quindi, una vera educazione: senza la luce della verità ; prima o poi ogni persona è infatti condannata a dubitare della bontà della sua stessa vita e dei rapporti che la costituiscono, della validità del suo impegno per costruire con gli altri qualcosa in comune.
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Eâ chiaro dunque che non soltanto dobbiamo cercare di superare il relativismo nel nostro lavoro di formazione delle persone, ma siamo anche chiamati a contrastare il suo predominio nella società e nella cultura. Eâ molto importante perciò, accanto alla parola della Chiesa, la testimonianza e lâimpegno pubblico delle famiglie cristiane, specialmente per riaffermare lâintangibilità della vita umana dal concepimento fino al suo termine naturale, il valore unico e insostituibile della famiglia fondata sul matrimonio e la necessità di provvedimenti legislativi e amministrativi che sostengano le famiglie nel compito di generare ed educare i figli, compito essenziale per il nostro comune futuro. Anche per questo impegno vi dico un grazie cordiale.