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[0076] • JUAN XIX, 1024-1032 • BONDAD DEL MATRIMONIO

Capítulo 10 –sobre el matrimonio– del Concilio de Arras (Francia), año 1025

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[1.–] Acerca de los matrimonios, que vosotros, en contra de lo que es determinación del Señor y los Apóstoles –haciendo un juicio sacrílego–, tenéis por despreciables –ya que decís que a los casados en modo alguno se les debe enumerar entre los fieles–, contamos con muchos ejemplos tomados de los santos padres, suficientes para refutar la blasfemia de esta impiedad. Sobre lo que teniendo, pues, que dar una respuesta, es necesario que procedamos en nuestra exposición con discreción, no suceda que, navegando como entre dos escollos, vayamos a naufragar en uno de ellos: desaconsejando el matrimonio a todos, indistintamente, o, por el contrario, recomendando a todos, también indistintamente, que se casen. Por eso de igual modo que entre los seglares y los eclesiásticos se da una determinada distinción de orden, así también debe darse la misma distinción cuando se trata de ellos. Porque el eclesiástico, una vez que ha dejado el combate del siglo y se ha alistado en el seguimiento del Señor, no puede, sin faltar al ligamen de la profesión que hizo, volver de nuevo al lecho conyugal. En cambio a los seglares, que no están sometidos a ninguna clase de ligamen eclesiástico, no les prohíben el legítimo matrimonio ni las disposiciones del Señor ni las de los Apóstoles, con tal de que estén siempre por encima del placer conyugal, y tengan conocimiento de cuándo han de hacer la vida matrimonial: es decir, cuándo deben cohabitar con sus esposas, y cuándo, por el contrario, no tienen que unirse a ellas. Porque no son del agrado de Dios los matrimonios en los que los cónyuges se entregan a la lujuria y a los placeres –como animales–, echan a Dios de su corazón y caen en la pasión como si fueran caballos y mulos. En cambio al que, llevado por el temor de Dios, usa del matrimonio buscando más bien el amor de los hijos que la satisfacción de la propia apetencia carnal, a éste la cópula matrimonial no le apartará del número de los fieles.

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[2.–] Se engañan, por tanto, los que sostienen que a los casados hay que excluirlos del reino de Dios; sobre todo porque tenemos testimonio de ello en el evangelio y porque la tradición apostólica confirma en muchos lugares esa ley de la vida humana. En este tema aducimos tan sólo este testimonio salido de la boca de la verdad. A los fariseos que, para tentarle, le preguntaban si le era lícito al marido repudiar a la mujer por cualquier causa, Él les responde: ¿No habéis leído que el que los creó los hizo macho y hembra desde el principio, y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne? Así que ya no son dos, sino una sola carne; por eso lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre[1]. Contestándole ellos que Moisés permitió dar el libelo de repudio y dejarlas, les dice: Porque Moisés por la dureza de vuestro corazón os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Por tanto yo os digo que todo aquel que dejarre a sumujer, excepto el caso de fornicación, y se casare con otra, comete adulterio[2]. Por su parte Pedro dice en su carta: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, para que si alguno se muestra rebelde a la palabra, sea ganado sin palabras por la conducta de su mujer [3]. Y un poco después: Así es como en otro tiempo se adornaban las mujeres, siendo obedientes a sus maridos, igual que Sara obedecía a su marido y le llamaba Señor [4]. Y también: Igualmente los maridos, tratándolas con discreción, honrando a la mujer como a vaso más débil [5].Por eso San Pablo añade, dirigiéndose a los Corintios: Bueno es al hombre no tener mujer, pero para evitar la fornicación tenga cada uno su mujer, y cada una, su marido. El marido dé el débito a la mujer, y la mujer, al marido [6]. Ymás adelante: En cuanto a los casados, es precepto no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido; y de separarse que no vuelva a casarse o se reconcilie con el marido; y que el marido no repudie a su mujer. Si algún hermano tiene mujer infiel y ésta consiente en cohabitar con él, no la despida; si una mujer tiene marido infiel, y éste consiente en cohabitar con ella, no lo abandone: pues se santifica el marido infiel por la mujer fiel [7]. Y cuando dice que acerca de las vírgenes no tiene precepto del Señor, se dirige de nuevo a los casados: Creo que por la instante necesidad es bueno que el hombre permanezca como está. ¿Estás ligado a mujer? No busques la separación; si te hubieres casado, no has pecado [8]. Escribe así a los Efesios: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia [9]. Y también: El que ama a su mujer, a sí mismo se ama [10]. A Tito escribe en estos términos: A las jóvenes enséñalas a amar a sus maridos, que quieran a sus hijos, sean prudentes, sabias, cuiden de su casa, sean dóciles a sus maridos [11]. Y a Timoteo: Evita el trato, dice, con las viudas jóvenes; porque cuando han sido infieles a Cristo quieren casarse, siendo dignas de reproche, por haber faltado a la primera fe. Quiero, pues, que las jóvenes se casen, crien hijos, cuiden de la casa, no den al enemigo ningún pretexto de maledicencia; porque algunas ya se han extraviado en pos de Satanás [12]. Y a los Colosenses: Maridos, dice, amad a vuestras mujeres, y no os mostréis desabridos con ellas [13].

[1]. Matth. 19, 4 et seq.

[2]. Ibid. v. 6 et seq.

[3]. I Petr. 3, 1.

[4]. Ibid. v. 5 et 6.

[5]. Ibid. v. 7.

[6]. I Cor. 7. 2 et seq.

[7]. Ibid. v. 10 et seq.

[8]. Ibid. v. 36.

[9]. Ephs. 5, 22.

[10]. Ibid. v. 29.

[11]. Tit. 2, 4 et 5.

[12]. I Tim. 5, 12 et seq.

[13]. Colos. 3, 19.

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[3.–] En consecuencia, dado que esta ley de la vida humana se apoya en tantos argumentos de autoridad divina, se debe desechar sin ninguna duda y desterrar totalmente lo que enseña vuestra herejía. Porque si la sociedad conyugal fuera causa de perdición, no habría dado ninguna enseñanza sobre su culpabilidad ni ningún precepto, precisamente el que había venido a salvar a los que estaban perdidos. Por último Pablo, que ardía en un amor de caridad tan grande que hasta estaba dispuesto a ser anatema por el bien de los hermanos, no habría dado ningún consejo sobre esta materia, de haber entendido que era en detrimento del alma. Basta, pues, con lo que hasta aquí se lleva dicho.