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[0188] • PÍO VI, 1775-1799 • ORIGEN DE LA POTESTAD DE LA IGLESIA SOBRE LOS IMPEDIMENTOS MATRIMONIALES

De la Carta Post factam tibi, al Arzobispo de Treviso (Italia), 2 febrero 1782

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2.–Es indudable que la Iglesia tiene derecho para establecer impedimentos matrimoniales, porque el Concilio de Trento definió: “Si alguno dijere que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes del matrimonio, o que erró al establecerlos, sea anatema” [1]. Así, los doctores católicos, aún los de criterio más amplio en favor del poder laico, no han vacilado ni un instante en reconocer ese poder como un derecho otorgado a la Iglesia por Cristo, derecho del que ella ha usado desde los primeros siglos hasta la hora actual.

Sobre esta costumbre podríamos presentar documentos antiquísimos que datan precisamente de los tiempos en que los príncipes paganos jamás habrían pensado en hacer tal concesión a la Iglesia, antes al contrario solían hacerla objeto de gravísimas persecuciones. A pesar de todo, los decretos eclesiásticos en esta materia son anteriores a las constituciones imperiales, y parecen haber servido de modelo a éstas. Podemos notar, en particular, que el impedimento de afinidad –en aquellos primeros siglos– era considerado como dirimente por la ley eclesiástica, según sabemos por la carta de San Basilio a Diodoro [2] y por el Concilio de Neocesarea [3], siendo así que, según la observación de un erudito jurisconsulto, en una nota sobre el Concilio de Granada, este impedimento se hallaba abrogado por el antiguo derecho de los romanos.

[1]. [1563 11 11b/4].

[2]. [PG 32, 623-627].

[3]. [0325 0? 0?/2].

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3.–Ahí tenemos una prueba a fortiori del derecho propio de la Iglesia para establecer impedimentos, y de lo mal fundado que está el embrollo por el cual algunas personas se esfuerzan por eludir la definición de Trento, pretendiendo que este Concilio no definió si semejante poder fue dado a la Iglesia por institución de Cristo, o por concesión –expresa o tácita– de los príncipes. Pues si, efectivamente, los Apóstoles hicieron uso de este poder sobre los matrimonios de los fieles; y si, por otra parte, es imposible pretender que sus primeros sucesores lo obtuvieron de una concesión estatal; síguese de ahí que hicieron uso de este derecho porque juzgaban haberlo recibido del Señor, juntamente con el poder de las llaves. Si en esto hubiera habido un error suyo, entonces se habrían engañado al atribuirse semejante poder y habrían violado los derechos legítimos del poder civil. Todos comprenderán sin esfuerzo lo absurdo de semejante hipótesis.

Sabemos también que ha sido definido, en el mismo lugar [4], que la Iglesia puede establecer diversos grados de impedimentos, impedientes y dirimentes. Por consiguiente, como un dogma de fe no ha podido nunca ser falso, ni puede serlo ahora, síguese de ahí necesariamente que, en el origen de la Iglesia y desde entonces, ha sido verdad, y lo seguirá siendo en los siglos venideros, que la Iglesia posee el poder que el Concilio le asigna. Ahora bien, si, por el contrario, se requiriese una concesión de los príncipes –aunque nada más fuera tácita– para que la Iglesia tuviese este poder, entonces la afirmación del Concilio no habría sido verdadera en los primeros siglos, en tiempo de los príncipes paganos, como tampoco lo sería actualmente en los países en que los cristianos se hallan bajo el dominio de infieles. Además, si, por razón de Estado, los Príncipes, revocando lo que fue otorgado como benévola concesión, pudieran anular los impedimentos sancionados por la Iglesia, podría ocurrir que dejase de ser verdadero lo que el Concilio de Trento definió, y nos encontraríamos ante el hecho monstruoso de que, en un momento dado, hubiera que rehusar a la Iglesia un poder que el Espíritu Santo mismo le reconoció, por el órgano de un concilio ecuménico.

[EM, 37-40]

[4]. [1563 11 11b/3].