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[0256] • PÍO IX, 1846-1878 • EDUCACIÓN RELIGIOSA DE LOS HIJOS

De la Instrucción Pluries Sacra, del Santo Oficio, a los Obispos de los Estados Unidos de América del Norte, 24 noviembre 1875

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[1.–] Más de una vez se ha informado a la S. Congregación de la Propagación de la Fe de los graves daños que amenazan a la juventud católica en los Estados Unidos de América del Norte a causa de las que allí llaman escuelas públicas. Esta triste noticia ha hecho que la citada S. Congregación haya juzgado deber suyo proponer, a los ilustres Obispos de esta jurisdicción, algunas cuestiones, que dicen relación, en parte, a las causas que hacen a los fieles consentir que sus hijos frecuenten escuelas acatólicas, y, en parte también, a los medios con que disuadir más fácilmente a los jóvenes de asistir a estas escuelas. Se remitieron, pues, a la S. Congregación de la Inquisición Universal las respuestas que sobre estas cuestiones habían dado los venerados obispos, y una vez que el tema se estudió diligentemente el miércoles día 30 de junio de 1875, los Emos. Padres juzgaron que éste debía darse por terminado con la siguiente Instrucción, aprobada y confirmada después por N. Santísimo S., el miércoles día 24 de noviembre de este año.

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[2.–] Debía, en primer lugar, ponerse en cuestión el motivo mismo, particular y singular, de educar a la juventud en estas escuelas. Ello, a la S. Congregación, siempre le ha parecido ya en sí mismo lleno de peligros y difícilmente conciliable con la fe católica. Los alumnos, pues, de esas escuelas, dado que éstas tienen como finalidad prescindir de toda instrucción religiosa, ni aprenden los rudimentos de la fe ni se instruyen en los preceptos de la Iglesia; y, en consecuencia, carecerán de los conocimientos más necesarios al hombre, sin los que la vida no es cristiana. Porque, en efecto, los jóvenes se educan en esas escuelas ya desde la primera infancia y casi desde los más tiernos años –edad en la que, según consta, arraigan tan fuertemente las virtudes y los vicios–. Ciertamente es un mal sin límites que esos años tan maleables se modelen sin contar con la Religión. En las referidas escuelas, al no estar bajo la autoridad de la Iglesia, enseñan indiscriminadamente todo tipo de maestros; y, por otro lado, no existe ley alguna que prohíba causar daño a la juventud, hasta el punto de que cada uno es libre de educar en el vicio y el error a mentes tan tiernas. Se da igualmente en esas escuelas –o al menos en muchas de ellas– el peligro proveniente de que adolescentes de uno y otro sexo se reúnan en el mismo aula de clases y de que a hombres y a mujeres se les obligue a sentarse juntos. De esta manera se expone tristemente a la juventud al peligro de dañar su fe y moral.

A no ser que este peligro de perversión, de próximo pase a ser remoto, no se pueden frecuentar esas escuelas con conciencia segura. Así lo piden la ley natural y divina. Y así el Sumo Pontífice lo expuso, con palabras claras, en carta escrita al Arzobispo de Friburgo, el día 14 de Julio de 1864: “En todos los lugares y regiones en los que se permita o se ponga en práctica este funestísimo plan de excluir de las escuelas la autoridad de la Iglesia y, con ello, quede expuesta la juventud a sufrir peligros en su fe, la Iglesia deberá entonces poner todo su afán y empeño, sin ahorrar ningún tipo de cuidados, en procurar a esa juventud la necesaria instrucción y educación cristiana; y además deberá amonestar y explicar a todos los fieles que no se puede, en conciencia, acudir a esas escuelas contrarias a la Iglesia Católica” [1]. Y es claro que estas palabras, por estar fundadas en el derecho natural y divino, enuncian un principio general, tienen valor universal y se aplican a todas las regiones en las que desdichadamente se hubiere implantado este funestísimo modo de educar a la juventud.

[1]. Pius IX, Epist. Quum non sine: Pii IX Acta 3, 654-655].

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[3.–] Es, pues, necesario que los Obispos, en la medida y forma que puedan, aparten a la grey a ellos encomendada de la influencia tan funesta de las escuelas públicas. Para lo cual, en opinión de todos, nada es tan urgente como que los católicos tengan escuelas propias en todas partes, nunca de calidad inferior a esas escuelas públicas. Con la máxima atención, pues, debe procurarse que se construyan escuelas –allí donde no las haya–, se amplíe su número y se las dote y disponga tan convenientemente que, en formación y ciencia, estén a la altura de las escuelas públicas. En la realización de tan santo y urgente propósito –si así les pareciere a los Obispos– contarán con la valiosa ayuda de los miembros, varones y mujeres, de las Congregaciones religiosas; asimismo, a fin de que los fieles sufraguen generosa y abundantemente los gastos necesarios en un tema de tanta importancia, es necesario que, siempre que se les presente la ocasión, se lo recuerden oportunamente con cartas pastorales, en la predicación o de forma privada; y que faltan gravemente a su deber en el caso de que no ayuden a saldar, en la medida de sus posibilidades, los costes de las escuelas católicas. De esta obligación han de ser advertidos sobre todo aquellos de entre los católicos que gozan de más prosperidad y tienen alguna autoridad; también los que forman parte de las comisiones legislativas. En estas regiones, por otra parte, no existe ley civil alguna que impida a los católicos educar a sus hijos en la ciencia y la piedad en las propias escuelas, como les parezca. El pueblo católico tiene, pues, en sí mismo la potestad de apartar felizmente la calamidad que, debido a esas escuelas públicas, se cierne sobre la fe de los católicos. Con objeto, pues, de que la Religión y la piedad no se vayan de vuestras escuelas, se convenzan todos de que esto es del mayor interés, los ciudadanos, las familias y toda la floreciente nación Americana que tantas muestras de esperanza ha dado a la Iglesia.

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[4.–] Por lo demás la S. Congregación no ignora que a veces se dan circunstancias en las que los padres católicos pueden, en conciencia, llevar a sus hijos a las escuelas públicas. Lo que, sin embargo, no podrán hacerlo, de no contar para ello con una causa suficiente; de cuya existencia o no, en cada caso determinado, juzgarán los Ordinarios. Generalmente se dará esa causa, cuando o no existe ninguna escuela católica, o la que está a mano es poco idónea para educar a los jóvenes de la manera conveniente y apropiada para su condición. Además, para que, en conciencia, se pueda acudir a las escuelas públicas, es necesario que, mediante las oportunas reservas y cautelas, pase de próximo a remoto el peligro de pérdida de la fe que siempre lleva más o menos anejo el propio modo de ser que tienen. Hay que ver, por tanto, en primer lugar si la escuela a la que se pretende asistir, encierra tal peligro de pérdida de la fe que con claridad éste nunca pueda convertirse en remoto: esto sucede siempre que en ella se impartan enseñanzas o propugnen modelos de vida contrarios a la doctrina católica y a las buenas costumbres, cosas todas que no pueden ser oídas sin escándalo del alma, cuánto más hacerse. Como es patente, un peligro de tal naturaleza hay que evitarlo siempre, aun con riesgo de la vida temporal.

Para que, pues, en conciencia los jóvenes puedan asistir a las escuelas públicas, es necesario que, al menos fuera del tiempo escolar, se les eduque con el máximo esmero en la doctrina cristiana.

Por lo cual, los párrocos y misioneros, teniendo presente lo que tan providencialmente ha establecido sobre este tema el Concilio de Baltimore, dedíquense diligentemente a la catequesis y sobre todo deténganse en la explicación de aquellas verdades de fe y costumbres más atacadas por los incrédulos y herejes; procuren sin regatear esfuerzos que la juventud, expuesta a tantos peligros, se haga fuerte con la frecuente recepción de los Sacramentos y con la piedad hacia la S. Virgen, y esté más y más dispuesta a defender firmemente la Religión. Por lo que respecta a los padres, o quienes hacen sus veces, vigilen amorosamente a sus hijos; y ellos mismos, y otros en su nombre –si no están suficientemente capacitados–, pregúntenles por las lecciones oídas, examinen los libros que les han entregado y, si encontraren algún peligro, administren los antídotos y aléjenlos y no les permitan la familiaridad y compañía de aquellos condiscípulos que puedan causarles algún peligro para la fe y las costumbres o que sean de vida inmoral. Los padres que se despreocupan de impartir a sus hijos esta necesaria instrucción y educación cristiana; o los que les permiten frecuentar esas escuelas en las que no puede evitarse la ruina de las almas; y por último los que, aun contando donde viven con una escuela católica digna y convenientemente capacitada y preparada, o teniendo la posibilidad de proporcionar educación católica a sus hijos en otra región, confían, no obstante, esa educación a las escuelas públicas sin causa suficiente o sin haber tomado las necesarias precauciones para convertir de próximo en remoto el peligro de perder la fe: es manifiesto que todos éstos, de ser contumaces, no pueden ser absueltos en el Sacramento de la Penitencia, según la doctrina moral católica.