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[0261] • LEÓN XIII, 1878-1903 • MATRIMONIO CIVIL

De la Carta Ci siamo, a los Obispos de las provincias eclesiásticas de Turín, Vercelli y Génova (Italia), 1 junio 1879

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[2.–] Con mucha razón, Venerables Hermanos, deploráis como funesta para la religión y la moral una reforma tal que, después de haber privado de todo valor jurídico al matrimonio cristiano, dificulta su celebración y la somete –bajo pena de sanciones– a las exigencias de las formalidades civiles. Hace falta ignorar los principios fundamentales del Cristianismo, y Nos podemos añadir: las nociones elementales del derecho natural, para afirmar que el matrimonio es creación del Estado, y que se reduce a un vulgar contrato y a una asociación de naturaleza enteramente civil.

La unión conyugal no es obra ni invención del hombre. Dios mismo fue quien, desde el comienzo, por medio de esta unión, dispuso ordenadamente la propagación del género humano y la constitución de la familia. Él es quien, en la ley de gracia, quiso además ennoblecer esta unión, imprimiendo en ella el sello divino del sacramento. Síguese de ahí que, en derecho cristiano, el matrimonio, por lo que respecta a la sustancia y santidad del vínculo, es un acto esencialmente sagrado y religioso, cuya reglamentación corresponde naturalmente a la autoridad religiosa, no por delegación del Estado o por el asentimiento de los Príncipes, sino por mandato del divino Fundador del Cristianismo y Autor de los sacramentos.

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[3.–] Sabéis, además, perfectamente cómo, para legitimar las intromisiones del poder civil en la legislación cristiana del matrimonio, se pone de relieve –como una invención del progreso moderno– el concepto de la disociación del contrato y del sacramento, de tal manera que se considera aisladamente al matrimonio como contrato, y se le quiere someter enteramente a la autoridad del Estado, no autorizando a la Iglesia a ingerirse en él sino por medio de una bendición ritual. Después, para acreditar semejante teoría, se recurre a la autoridad de códigos extranjeros, y a la situación de hecho de algunas naciones católicas en que el matrimonio está regido actualmente por una legislación totalmente civil y laica.

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[4.–] Oigan lo que quieran los juristas acatólicos o enfeudados en la autocracia del Estado, lo cierto es que la conciencia de los que son sinceramente católicos no puede aceptar esta doctrina como base de una legislación cristiana sobre el matrimonio, por la sencilla razón de que se halla fundada en un error dogmático varias veces condenado por la Iglesia: el error que reduce el sacramento a una ceremonia extrínseca y a la condición de simple rito. Esta doctrina destruye la concepción esencial del matrimonio cristiano, según la cual el vínculo conyugal, santificado por la religión, se identifica con el sacramento, para constituir inseparablemente con él un solo objeto y una sola realidad. Así, pues, privar de su carácter sagrado al matrimonio –en medio de una sociedad cristiana– equivale a degradarlo, a cometer una injusticia contra la fe religiosa de los súbditos, y a poner una trampa a sus conciencias, porque la simple legalidad del acto civil –sin el sacramento– no basta ni puede bastar para cohonestar su unión ni para hacer felices a las familias.

Carece de valor el ejemplo de las naciones católicas que, profundamente agitadas por violentas luchas y revoluciones sociales, se han visto constreñidas a sufrir una reforma de este género, reforma inspirada por doctrinas e influencias heterodoxas, o impuesta por la omnipotencia de los gobernantes. Por lo demás, esta reforma no sólo ha sido fecunda en amargos frutos y jamás ha gozado de una posesión pacífica, sino que se ha visto constantemente desaprobada por la conciencia de los católicos sinceros y por el legítimo Magisterio de la Iglesia.

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[5.–] Y aquí es importante hacer notar cuán injustificadamente se acusa a la Iglesia de querer ejercer, en materia de legislación matrimonial, una intromisión perjudicial –según se dice– para las prerrogativas del Estado y la autoridad política. La Iglesia no interviene sino para proteger lo que se halla bajo el poder del derecho divino, y que se le ha confiado a ella inalienablemente, es decir, la santidad del vínculo y las consecuencias religiosas que éste implica.

Por lo demás, nadie discute al Estado los elementos que pueden ser de su competencia para ordenar temporalmente el matrimonio al bien común, y para reglamentar –según la justicia– sus efectos civiles. Pero ya no ocurre esto, cuando el Estado, penetrando en el santuario de la religión y la conciencia, se hace árbitro y reformador de las consecuencias profundas de un vínculo augusto, que Dios mismo estableció, y que los poderes seculares, así como no podrían enlazarlo, no pueden tampoco disolverlo ni cambiarlo jamás.

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[6.–] Partiendo de este hecho, comprendéis perfectamente, Venerables Hermanos, el juicio que merece un Estado católico que, dejando a un lado los principios sagrados y las sabias disciplinas del derecho cristiano sobre el matrimonio, se impone a sí mismo la triste obligación de crear para sí una moral conyugal de carácter puramente humano, con formas y garantías puramente legales; y que, además, en cuanto depende de él, impone violentamente esa moral a las conciencias de los súbditos, sustituyéndola por la moral religiosa y sacramental, sin la cual el matrimonio entre cristianos no puede ser ni lícito ni digno de respeto ni estable. Os confesamos la gran pena que sentimos en el corazón al ver que sea ésta la suerte que los gobernantes de hoy preparan para la católica Italia, y que en esta Metrópoli del Catolicismo vaya madurando actualmente ese injurioso y malhadado proyecto.

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[7.–] En efecto, este proyecto –considerado en sí mismo y en sus consecuencias– da muestras clarísimas de ser injurioso y funesto, tanto para la Religión y el Sacerdocio como para la libertad de las conciencias y la moral pública.

Pues el Estado, al invadir audazmente el campo de la religión, y dar disposiciones en una materia que no le concierne, no tiene en cuenta el sacramento sino para dificultar su administración, y someterla al imperativo de un código civil y a las exigencias de un formalismo jurídico.

Más aún: mientras que el Estado saca del sacramento un caso de culpabilidad para castigar al ministro y a los contrayentes con sanciones pecuniarias y aflictivas, considera como ilegítima y de nulo valor, aunque esté bendecida por Dios, la unión sacramental que no haya sido precedida por la formalidad civil. Imputa injuriosamente a la Iglesia y al clero lo que no es más que el efecto natural de la educación y de las convicciones religiosas del pueblo italiano, a saber, la escasez de ceremonias civiles y la poca preocupación por las disposiciones legales. Para no decir nada más, el Estado impide al ministro sagrado, aun cuando su deber se lo imponga, atender pronta y oportunamente –en los últimos momentos–, por medio de la celebración sacramental, a la reconciliación de las conciencias angustiadas, y a la paz y honor comprometidos de las familias.

Por lo demás, en lo que se refiere a los súbditos, el Estado encadena indebidamente su fe y libertad religiosa, prohibiéndoles hacer uso del sacramento, si no es con dependencia del Estado. Impone a sus conciencias –en lo que atañe a la comunidad conyugal y fundamento de la familia– la sola moral de su código, la cual, ante Dios y ante la religión, no puede bastar para justificarlos. Al mismo tiempo, autoriza el culpable concubinato, el cual puede desarrollarse impunemente y reinar como dueño y señor en el matrimonio civil (como las estadísticas lo demuestran), eludiendo los deberes cristianos y aun las prescripciones del Código civil. Finalmente, y esto sí que es sumamente peligroso, pone en manos de los hombres deshonestos un arma legal para traicionar la conciencia de las jóvenes temerosas y de los padres honrados, rehusando someterse, después del acto civil, a la ceremonia religiosa.

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[8.–] De aquí brota naturalísimamente la sospecha de que la actual reforma contra el matrimonio religioso se halla dirigida, no tanto por un designio de orden y rectitud social, cuanto por la voluntad de proporcionar nuevas tribulaciones a la Iglesia y al Clero, y de incrementar –para el pueblo italiano– los incentivos a la perversión. Y esta sospecha adquiere sobrado fundamento, cuando observamos cómo la llamada reforma tiende a sancionar con pena más grave al ministro sagrado que a los principales transgresores, a quienes –para escapar a la acción penal– se les permite una dilación, rehusada al ministro sagrado; y cuando fijamos nuestra atención en los innobles comentarios y declaraciones antirreligiosas que tratan de acreditar ante el público esta reforma, no sin pena y ofensa para todo corazón católico porque se oye decir sin ambages: la moral social no es la moral religiosa, y el legislador civil no tiene que meterse a moralista; el Estado no tiene como misión custodiar los sacramentos, ni debe preocuparse de sancionar cualquier transgresión de los mismos a fin de proteger sus instituciones; la presente reforma es una represalia contra la Iglesia, sólo porque condena como inicua la ley civil que desconoce el carácter religioso del Sacramento; el Sacramento del matrimonio es una unión simulada, es un concubinato que va en contra de la ley de la sociedad. ¡Después de tales manifestaciones, advertís claramente, Venerales Hermanos, en qué principios se inspira y qué fines pretende la reforma propuesta!

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[9.–] Por lo que roguemos de todo corazón al Altísimo que nos libre de la angustia de ver extenderse en la viña del Señor esta nueva semilla que únicamente puede traer frutos perniciosos para la fe y la moral pública y familiar y que será con toda seguridad fuente de nuevas ofensas y violencias contra los Ministros sagrados. Al mismo tiempo, Venerables Hermanos, no cesemos de precaver y exhortar a los fieles, recordándoles la gran verdad católica de que el origen y santificación del matrimonio proceden de Dios, y de que –fuera de las formas establecidas por Dios y por la Iglesia– no existe honestidad ni santidad del vínculo ni gracia del sacramento.

[EM, 129-142]