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[0286] • LEÓN XIII, 1878-1903 • MATRIMONIO CIVIL

De la Carta Il divisamento, al Cardenal Di Canossa, Obispo de Verona, y al episcopado véneto (Italia), 8 febrero 1893

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[1.–] El proyecto que se tiene de promulgar una nueva ley, que imponga el cumplimiento del rito civil antes de la celebración del matrimonio cristiano, ha excitado justamente vuestra vigilancia pastoral, y con loable consejo, antes de determinar la vía a seguir, os habéis dirigido a esta Sede Apostólica, a la cual, “por razón de su destacada principalidad, ha sido siempre necesario que toda Iglesia recurra”2[1]. Por tanto, Nos, atentos siempre, por obligación de nuestro supremo ministerio, a la incolumidad de la grey cristiana, no hemos dejado, entre nuestras graves e incesantes preocupaciones, de inculcar repetidas veces la necesidad de conservar en el matrimonio cristiano el carácter sagrado que le ha impreso su divino Fundador; tanto más cuanto que de este carácter sagrado depende la santidad de las familias, la paz de las conciencias, la recta educación de la prole y el bienestar de la sociedad civil. Especialmente en nuestra carta encíclica Arcanum divinae sapientiae3[2] hemos expuesto expresamente con la mayor diligencia y plenitud posibles la doctrina católica sobre esta materia; y Nos hemos procurado recordar al mismo tiempo todo lo que la Iglesia ha hecho en el transcurso de la historia para lograr y conservar la nobleza cristiana de la unión conyugal y todo cuanto respecto a ésta puede legítimamente atribuirse a la autoridad civil. Si todos los que oyeron nuestra palabra hubieran sido hombres de buena voluntad, o incluso engañados de buena fe, Nos habríamos esperado con razón que la verdad, una vez conocida, iluminando las mentes, los habría llevado, si no a reparar inmediatamente las injurias hechas a la Iglesia con injerencias indebidas en el matrimonio de sus hijos, sí al menos a abstenerse de más graves ultrajes. Pero en algunos es tan obstinada la intención de ultrajar todo lo cristiano y de proseguir en la triste obra comenzada de laicizar, como ellos dicen, la sociedad, y que no es otra cosa que independizarla de Jesucristo y privarla de los inmensos beneficios de la redención, que lejos de reparar los daños manifiestos ya causados, amenazan con los daños, más graves todavía, de un proyecto de ley que es ya bien conocido de todos.

[1]. [S. Irenaeus, Adversus haereses, 3, 3, 2: PG 7, 849].

[2]. [1880 02 10/1-28].

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[2.–] No es éste lugar adecuado para repetir detalladamente las enseñanzas ya dadas, pues están visibles a vuestros ojos y a los de los fieles; pero no es inoportuno declarar una vez más que el poder civil puede disponer acerca de los efectos civiles del matrimonio, pero debe dejar a la Iglesia lo que se refiere al matrimonio en sí mismo; que admita el hecho del verdadero y legítimo matrimonio, cual fue instituido por Jesucristo y predicado por la Iglesia, y después que tome las medidas para concederle o negarle los efectos que de él se siguen en la comunidad civil. Porque es un dogma de fe que el matrimonio de los cristianos fue elevado por Nuestro Señor Jesucristo a la dignidad de sacramento; y esta dignidad, según la doctrina católica, no puede ser considerada como una cualidad accidental añadida al contrato matrimonial, sino que es íntimamente esencial a éste, puesto que es el mismo contrato el que por divina institución ha sido hecho sacramento. Vana sería, por tanto, la distinción entre el contrato y el sacramento, de la que se pretendería inferir que entre cristianos puede darse un contrato matrimonial válido, que no sea sacramento. De donde se sigue, que perteneciendo exclusivamente a la Iglesia la administración de los sacramentos, toda injerencia de la autoridad política en el contrato matrimonial, y no simplemente en sus efectos, es una sacrílega usurpación.

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[3.–] Ahora bien, una ley que prescribiera el cumplimiento del rito civil antes del verdadero matrimonio que se contrae ante la Iglesia, tendría realmente por objeto el mismo contrato matrimonial, y no solamente sus efectos civiles; por consiguiente, el Estado vendría con esa ley a disponer de la administración de un sacramento. Ninguna otra autoridad, que no sea aquélla a la que pertenece esta administración, puede y debe juzgar de las condiciones requeridas para celebrar el matrimonio, de la aptitud y capacidad de los contrayentes y de las demás circunstancias de las que depende que el matrimonio se contraiga lícita y válidamente. Ni vale decir que la autoridad civil con la ley de precedencia del rito civil no toca para nada el sacramento administrado por la Iglesia; que ni lo niega ni lo reconoce, dejando al arbitrio de los contrayentes el celebrar, después del rito civil, también el matrimonio religioso. En realidad, esta ley castigaría el matrimonio religioso, es decir, el verdadero matrimonio, declarándolo implícitamente ilícito, en el caso en que no hubiera sido precedido del rito civil, porque no se pretende, aparentemente al menos, penar un acto lícito. Con las penas que la referida ley amenaza y que aplicaría frente a cualquier transgresión, una vez sancionada, no lograría ciertamente anular un matrimonio contraído según la ley de la Iglesia; pues se trata de derecho natural y divino, contra el cual no hay poder en el mundo que pueda prevalecer; pondría, por esto, en movimiento todos los medios para hacerlo considerar como nulo, para impedir sus obligaciones y frustrar los efectos que de él legítimamente se siguen. Si esto no fuese por sí mismo suficientemente claro, lo evidenciaría plenamente la sola consideración de una injusta y sacrílega disposición recientemente publicada en cuestión de matrimonios de militares, a quienes se ha impuesto la separación de sus esposas, después de haberse unido legítimamente a ellas, de manera análoga a como se les negaría, antes de unirse, la facultad de vincularse en matrimonio. De este modo, en unos tiempos de decantado progreso civil, se volvería a una antigua y tiránica barbarie, que tenía la osadía de privar a los hombres de un derecho que les viene de la naturaleza y que fue suprimida por la enérgica intervención de la Iglesia. La única diferencia estaría en que entonces se negaba a los esclavos el unirse en legítimo matrimonio, y ahora se negaría a los militares y a otras clases de personas, despojándolas de su libertad y convirtiéndolas en esclavos.

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[4.–] Pero no es ésta la única injuria que con esta ley se dirige a la Iglesia; contiene otra, igualmente gravísima. Todos sabemos que nuestro divino Salvador entregó a su Iglesia el juicio y el gobierno no sólo de todo lo que se refiere a la fe, sino también de cuanto mira a la moral. La Iglesia fue por Él instituida, para que fuera guía segura e infalible de todos en el camino de la eterna salvación; y como para salvarse no basta creer rectamente, sino que es además necesario obrar según la fe, por esto pertenece a la Iglesia el juicio sobre la ley moral y las costumbres, de la misma manera que sobre el depósito de la fe. Ahora bien, es precisamente materia de moral y costumbres ver si en determinados casos conviene vincularse en matrimonio o abstenerse de él. El estado de virginidad es por sí mismo más perfecto que el conyugal, y son muy de alabar aquellos que inspirados por la gracia lo abrazan; pero esta gracia de la perfecta continencia no es dada a todos, y por esto, como dice el Apóstol, es mejor casarse que abrasarse4[3]. Puede suceder igualmente, por la malicia y debilidad de la corrompida naturaleza, que prácticas reprobables entre dos personas se hayan convertido en verdadera costumbre, de tal manera que sin grave injuria y perjuicio de una de las partes, o sin peligro incluso de la eterna salvación de ambos, no podría omitirse el matrimonio. Pero además, para evitar al contraerlo la infamia y la discordia en las familias y entre las familias, convendrá tal vez realizarlo todo con sumo cuidado y secreto, dejando para después, cuando sea posible, la publicación del matrimonio celebrado.

[3]. [1 Cor. 7, 9].

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[5.–] Estas y otras consideraciones justísimas escapan a un Estado que, pretendiendo absorber en sí todos los derechos de la familia y de los individuos, no duda en intervenir en todo, con el pretexto de cuidarlo todo por sí mismo, y cuidaría de esto en realidad con una total desconsideración. A un Estado que quiere prescindir de toda ley divina y cristiana nada le importa que se multipliquen los pecados, ya sea buscando ilícitas uniones, ya sea perseverando en ellas; sin embargo, la razón, la fe, la historia, demuestran con evidencia que la corrupción de las costumbres enerva, desgasta y destruye las sociedades. Tanta es la ceguera y tanto el odio de estos nuevos legisladores, que en el mismo instante de la muerte, cuando un alma está próxima a presentarse al tremendo juicio de Dios, querrían ligar las manos a su ministro, no permitiéndole ejercitar su ministerio de reconciliación, de paz y de salvación, si no es bajo condiciones durísimas, que frecuentemente, para observarlas con todo rigor, expondrían a aquella alma a la eterna ruina.

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[6.–] La Iglesia, sean las que sean las disposiciones de una autoridad terrena, no abandonará jamás su divina misión, y nunca podrá resignarse a dejar perecer las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, de las cuales deberá rendir estrechísima cuenta; por otra parte, a decir verdad, el Estado nada tiene que temer al dejar a la Iglesia obrar con la libertad que es propia de su salutífero ministerio. Si a veces la Iglesia permite de mal grado que se celebren matrimonios ocultos, o como suele decirse, de conciencia, esto no sucede más que en casos de gravísima urgencia y porque lo exige la ley suprema de la salvación de las almas. Pero la propia Iglesia ha fijado las condiciones de estos matrimonios, para que tales casos sean rarísimos; y ha señalado los remedios, para que nada sufran en él los contrayentes y la prole, y lo ha regulado minuciosamente todo para prevenir otros inconvenientes. Por lo demás, en su legislación y en su práctica la Iglesia deplora que se den semejantes casos, y procura de todas las maneras posibles que el matrimonio sea contraído públicamente y con solemnidad. Para probarlo basta la constitución Satis vobis, de nuestro ilustre predecesor Benedicto XIV (5)[4], quien, después de haber expuesto lo que los concilios y los Pontífices han establecido sabiamente para la pública solemnidad de los matrimonios y haber enumerado los males que se derivan de la omisión de esta solemnidad, admite, sin embargo, algunas excepciones necesarias y rarísimas, pero dirigiéndose a los obispos les exhorta: “igual y mayor vigilancia debéis emplear para que, suprimidas las proclamas, el matrimonio se celebre en presencia del párroco o de otro sacerdote designado por el propio párroco o por vosotros, y con la asistencia de dos o tres testigos de confianza, para evitar que se conozca públicamente la celebración del matrimonio. Porque para que esta celebración sea lícita según los preceptos canónicos, no basta una causa cualquiera y vulgar, sino que se requiere una causa grave, urgente y urgentísima. Es obligación de vuestro ministerio pastoral investigar con todo cuidado la legitimidad y la urgencia de la causa de dispensación, para evitar que los matrimonios ocultos tengan el fin desastroso que a veces con intenso dolor de corazón hemos comprobado”.

[4]. [1741 11 17/1-4].

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[7.–] Siendo esto así, justamente se puede preguntar qué razón tiene el Estado para imponer la prioridad del rito civil. Porque el matrimonio contraído ante la Iglesia, debiendo regularmente ser público, no puede escapar de las miradas del Estado, el cual, con las leyes en vigor ha previsto ya, incluso en demasía, lo concerniente a los efectos civiles, que son únicamente de su competencia. ¿Por qué, pues, no contento con el llamado matrimonio civil, pretende ahora imponer su prioridad? ¿Para impedir tal vez los rarísimos matrimonios de conciencia, que la misma Iglesia no permite, si no es obligada por urgentísimas causas? La Ley, ordenada por su propia naturaleza al bien común, mal podrá ocuparse de casos singulares y rarísimos, de los cuales no hay que temer que sea turbada la pública paz y tranquilidad, que es el fin propio de la autoridad política, y siendo la ley un ordenamiento según la razón, no podrá impedir que en esos casos se haga cuanto la sana moral y la salvación eterna de las almas exige. Si la índole misma de la ley con que se amenaza no demostrase por sí misma a qué fines tiende, bastaría observar por quién está inspirada y promovida; porque no es un misterio, sino hecho públicamente conocido, que la masonería ha preparado desde hace ya tiempo esta nueva injuria a la Iglesia; y ahora, para llevarla a cabo, impone a sus adeptos el infligir esa injuria. Los intentos de esta secta maldita son siempre y en todas partes los mismos, esto es, directamente hostiles a Dios y a la Iglesia, y poco o nada le importa, no ya que las almas se pierdan, sino aun que la sociedad se precipite en una creciente decadencia, y la misma libertad, tan coreada por ellos, se vea oprimida, con tal que con ella la Iglesia quede encadenada y oprimida y se debilite y extinga gradualmente en los pueblos el sentimiento religioso.

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[8.–] Sin duda alguna, no es más que una amarga ironía la palabra libertad puesta en boca de quienes pretenden regular a su capricho un derecho que todo hombre tiene por naturaleza, y cuyo ejercicio es anterior a la constitución de la sociedad civil, ya que ésta tiene como elementos inmediatos las familias, las cuales se forman y constituyen con el vínculo conyugal. Pero más grave todavía es la violencia que se hace a las conciencias cuando se pretende imponer tal ley a una nación católica que, fiel a sus antiguas tradiciones y más próxima que cualquier otra, por singular privilegio, al centro de la unidad, siente con mayor viveza lesionadas con esta ley sus más sagradas convicciones y su fe. De nada sirve repetir que el Estado deja después la libertad de unirse en matrimonio también ante la Iglesia; porque de esta manera se daría igual libertad para no presentarse a la Iglesia, introduciendo por la vía de hecho la errónea persuasión de que con el solo rito civil se vive en legítimo matrimonio, siendo así que sólo se tendría un abominable concubinato. Además, si la Iglesia, por justos motivos, no pudiera unir en matrimonio a los que se habían unido civilmente, se verían éstos obligados a un celibato para el que no tienen ni voluntad ni vocación, o bien a llevar una vida en ilícita y escandalosa unión.

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[9.–] Pero hay más: no sólo se violenta la libertad de los contrayentes, sino también la de los testigos; y esta violencia es tanto más odiosa cuanto que se quiere hacer de los confidentes y amigos, que serían escogidos en los casos de necesidad, viles delatores y traidores de la amistad. Finalmente, la tiranía mayor sería la ejercida contra los ministros del Santuario, que serían procesados y castigados por la sola razón de haber prestado su ministerio a un acto de absoluta competencia de la autoridad eclesiástica y por motivos sacrosantos de moralidad y de salvación eterna de las almas, esto es, por haber obrado según la conciencia y el deber. Y como si fuese poca ofensa a la libertad común la que nace de las concretas prescripciones de la ley, se quiere aumentarla con la inaudita severidad de las penas que se establecen: severidad que se manifiesta como obra sectaria y hostil, por ejercerla un Estado que pretende, en el resto de su legislación, mostrarse inspirado por la moderación de las costumbres y de los tiempos. Y así, mientras se suprime o mitiga el castigo debido a los delitos más graves, se anuncia en cambio que se va a cargar la mano solamente para oprimir a los fieles y a los sacerdotes, que siguiendo la voz de la propia conciencia, obedecen a Jesucristo y a su Iglesia, y, por lo que a los párrocos toca, a nadie puede ocultarse la simulada ignorancia o la contradicción de los legisladores, porque mientras aparentan compadecerse de su pobreza y dejan entrever medidas destinadas a mejorar su situación, determinan por otro lado someterlos a multas enormes, que nunca podrían satisfacer.

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[10.–] He aquí, por tanto, brevemente el juicio que debe darse sobre el nuevo proyecto de ley, de que nos ocupamos. Usurpa los derechos de la Iglesia, obstaculiza su acción salutífera y aprieta cada vez más las cadenas que la oprimen con grave daño de las almas. Hiere la justa libertad de los ciudadanos y de los fieles, fomenta y sanciona uniones ilegítimas; abre la vía a nuevos escándalos y desórdenes morales. Turba la paz de las conciencias, y agudiza el conflicto entre la Iglesia y el Estado, conflicto totalmente contrario al orden establecido por el Creador, justamente deplorado y condenado por todos los espíritus rectos, y del cual ciertamente jamás ha sido verdadera causa la Iglesia.

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[11.–] Vosotros, pues, venerables hermanos, que habéis apreciado el peligro, animados por nuestra palabra, unid vuestras voces a la nuestra para instruir a la grey confiada a vuestros cuidados pastorales sobre la naturaleza de la detestable ley, sobre el verdadero fin a que tienden sus promotores, sobre los graves daños que se seguirían si fuese aprobada, para que los fieles no se dejen ofuscar por la falsa luz con que hipócritamente la presentan, ni se dejen engañar por los vanos sofismas con que intentan apoyarla. Infundidles coraje, para que por todos los medios que todavía están a su alcance, hagan resonar fuertemente sus exigencias, dictadas por el deber de defender la tranquilidad y el decoro de las familias, de cuanto hay de noble y de honesto en su naturaleza y de cuanto hay de verdadero y de fuerte en su fe tradicional. Que los fieles hagan saber que, si están prestos a dar al César lo que es del César, no tolerarán jamás que se quite a Dios lo que es de Dios; y si desean conducirse como buenos ciudadanos de su patria terrestre, mucho más anhelan la patria celestial, adonde están llamados para convertirse en conciudadanos de los santos[5]. Tened después para vuestro clero, que da insignes y constantes pruebas de celo y de abnegación, palabras de aliento y caridad, para que en la lucha presente se muestren dignos de Aquél que, inmolándose a sí mismo por la salvación del mundo, los eligió para el alto oficio de cooperadores de tan gran empresa. Tengan, sí, la prudencia de evitar inútiles conflictos, pero tengan igualmente la fortaleza de poner los intereses de Jesucristo, de su Iglesia y de las almas por encima de todo otro interés. Cuando la tempestad arrecia, es cuando el piloto debe redoblar su vigilancia y su energía para impedir el naufragio, y es éste el tiempo en que todo el que participa en el sagrado ministerio, debe decir con el Apóstol: Con sumo gusto gastaré y me desgastaré a mí mismo en bien de vuestras almas[6].

[5]. [Ef. 2, 19].

[6]. [2 Cor. 12, 15].

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[12.–] A este efecto, implorando sobre todos vosotros, querido hijo nuestro y venerables hermanos, la plenitud de los favores del cielo, os damos con efusión de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 8 de febrero de 1893.

[DPJ, 28-40]