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[0341] • PÍO XI, 1922-1939 • LA FAMILIA CRISTIANA, SEMILLERO DE VOCACIONES

De la Carta Encíclica Ad catholici sacerdotii –sobre el sacerdocio católico–, 20 diciembre 1935

1935 12 20 0081

[81.–] Pero el jardín primero y más natural donde deben germinar y abrirse como espontáneamente las flores del santuario, será siempre la familia verdadera y profundamente cristiana.

La mayor parte de los obispos y sacerdotes santos, cuyas alabanzas pregona la Iglesia[2], han debido el principio de su vocación y santidad a los ejemplos y lecciones de un padre lleno de fe y virtud varonil, de una madre casta y piadosa, de una familia en la que reinaba soberano, junto con la pureza de costumbres, el amor de Dios y del prójimo. Las excepciones a esta regla de la providencia ordinaria son raras y no hacen sino confirmarla.

2. Cfr. Eccli. XLIV, 15.

1935 12 20 0082

[82.–] Cuando en una familia los padres, siguiendo el ejemplo de Tobías y Sara, piden a Dios numerosa descendencia que bendiga el nombre del Señor por los siglos de los siglos[3], y la reciben con hacimiento de gracias como don del cielo y depósito precioso, y se esfuerzan por infundir en sus hijos desde los primeros años el santo temor de Dios, la piedad cristiana, tierna devoción a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen, el respeto y veneración a los lugares y personas consagradas a Dios; cuando los hijos tienen en sus padres el modelo de una vida honrada, laboriosa y piadosa; cuando los ven amarse santamente en el Señor, recibir con frecuencia los Santos Sacramentos, y no sólo obedecer a las leyes de la Iglesia sobre ayunos y abstinencias, sino aun conformarse con el espíritu de la mortificación cristiana voluntaria; cuando los ven rezar, aun en el mismo lugar doméstico, agrupando en torno a sí a toda la familia, para que la oración hecha así, en común, suba y sea mejor recibida en el cielo; cuando observan que se compadecen de las miserias ajenas y reparten a los pobres de lo poco o mucho que poseen, será bien difícil que tratando todos de emular los ejemplos de sus padres, alguno de ellos a lo menos no sienta en su interior la voz del divino Maestro que le diga: Ven, sígueme[4] y haré que seas pescador de hombres[5]. ¡Dichosos los padres cristianos que, ya que no hagan objeto de sus más fervorosas oraciones estas visitas divinas, estos Mandamientos de Dios dirigidos a sus hijos (como sucedía con mayor frecuencia que ahora en tiempos de fe más profunda), siquiera no los teman, sino que vean en ellos una grande honra, una gracia de predilección y elección por parte del Señor para con su familia.

3. Cfr. Tob. VIII, 9.

1[4]. Matth. XIX, 21.

2[5]. Cfr. Matth. IV, 19.

1935 12 20 0083

[83.–] Preciso es confesar, por desgracia, que con frecuencia, con demasiada frecuencia, los padres, aun los que se glorían de ser sinceramente cristianos y católicos, especialmente en las clases más altas y más cultas de la sociedad, parece que no aciertan a conformarse con la vocación sacerdotal o religiosa de sus hijos, y no tienen escrúpulo de combatir la divina vocación con toda suerte de argumentos, aun valiéndose de medios capaces de poner en peligro no sólo la vocación a un estado más perfecto, sino aun la conciencia misma y la salvación eterna de aquellas almas que, sin embargo, deberían serles tan queridas.

Este abuso lamentable, lo mismo que el introducido malamente en tiempos pasados de obligar a los hijos a tomar estado eclesiástico, aun sin vocación alguna ni disposición para él [6], no honra, por cierto, a las clases sociales más elevadas, que tan poco representadas están en nuestros días, hablando en general, en las filas del clero; porque, si bien es verdad que la disipación de la vida moderna, las seducciones que, sobre todo en las grandes ciudades, excitan prematuramente las pasiones de los jóvenes; las escuelas, en muchos países tan poco propicias al desarrollo de semejantes vocaciones, son, en gran parte, causa y dolorosa explicación de la escasez de ellas en las familias pudientes y señoriales; no se puede negar que esto arguye una lastimosa disminución de la fe en ellas mismas.

En verdad, si se mirasen las cosas a la luz de la fe, ¿qué dignidad más alta podrían los padres cristianos desear para sus hijos, qué empleo más noble que aquél que, como hemos dicho, es digno de la veneración de los ángeles y de los hombres? Una larga y dolorosa experiencia enseña, además, que una vocación traicionada (no se tenga por demasiado severa esta palabra) viene a ser fuente de lágrimas no sólo para los hijos, sino también para los desaconsejados padres. Y quiera Dios que tales lágrimas no sean tan tardías que se conviertan en lágrimas eternas.

[EyD, 1022-1023]

3[6]. Cfr. Cod. Iur. Can., c. 971 [AAS 9/II (1917), 194].