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[0363] • PÍO XII, 1939-1958 • EL ESTADO Y LOS DERECHOS Y LOS DEBERES DE LA FAMILIA

De la Carta Encíclica Summi Pontificatus, 20 octubre 1939

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[23.–] Narra el sagrado Evangelio que cuando Jesús fue crucificado, las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mat 27, 45): símbolo espantoso de lo que sucede, y sigue sucediendo espiritualmente, dondequiera que la incredulidad, ciega y orgullosa de sí, ha excluido de hecho a Cristo de la vida moderna, especialmente de la pública; y con la fe en Cristo ha sacudido también la fe en Dios. Los criterios morales, según los cuales en otros tiempos se juzgaban las acciones privadas y públicas, han caído como por consecuencia en desuso; y el tan decantando laicismo de la sociedad que ha hecho cada vez más rápidos progresos, sustrayendo el hombre, la familia y el Estado al influjo benéfico y regenerador de la idea de Dios y de la enseñanza de la Iglesia; ha hecho reaparecer aun en regiones en que por tantos siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana, las señales de un paganismo corrompido y corruptor, cada vez más claras, más palpables, más angustiosas: Las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a Jesús (Brev. Rom., Viernes Santo, resp. IV).

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[44.–] De hecho, la soberanía civil la ha establecido el Criador (como sabiamente enseña nuestro gran Predecesor León XIII en la Encíclica Immortale Dei) para que regulase la vida social según las prescripciones del orden inmutable en sus principios universales, hiciese más factible a la persona humana, en el orden temporal, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y la ayudase a conseguir el fin sobrenatural.

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[45.–] Es, por tanto, noble prerrogativa y misión del Estado, inspeccionar, ayudar, y ordenar las actividades privadas e individuales de la vida nacional, para hacerlas converger armónicamente al bien común; el cual no puede determinarse por concepciones arbitrarias, ni recibir su norma, en primer término, de la prosperidad material de la sociedad; sino, más bien, del desenvolvimiento armónico y de la perfección natural del hombre, para la que el Criador ha destinado la sociedad como medio.

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[46.–] Considerar el Estado como fin al que debe subordinarse y dirigirse todo, sólo podría tener consecuencias nocivas para la prosperidad verdadera y estable de las naciones. Y esto, sea que este dominio ilimitado se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o sólo de una clase social; sea que lo reclame el Estado como absoluto señor, independientemente de todo mandato.

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[47.–] Si, en efecto, el Estado se atribuye y ordena las iniciativas privadas, una vez que éstas se gobiernan por normas internas, delicadas y complejas, que garantizan y aseguran la consecución del fin que les es propio, pueden recibir daño, con desventaja para el bien público, si se las arranca de su ambiente natural, es decir, de la actividad privada responsable.

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[48.–] Surgiría también el peligro de considerar la célula primera y esencial de la sociedad, la familia, así como su bienestar y crecimiento, exclusivamente bajo el estrecho ángulo del poder nacional, y se olvidaría que el individuo y la familia son por naturaleza anteriores al Estado, y que el Criador les dio a ambos fuerzas y derechos, y les señaló una misión que corresponde a inequívocas exigencias naturales.

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[49.–] La educación de las nuevas generaciones no miraría a un desarrollo equilibrado y armónico de las fuerzas físicas y de todas las cualidades intelectuales y morales, sino a una formación unilateral de aquellas virtudes cívicas que se consideran necesarias a la consecución de sucesos políticos; y por el contrario, se inculcarían menos aquellas virtudes que dan a la sociedad el perfume de nobleza, de humanidad y de respeto, como si deprimiesen la valentía del ciudadano.

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[50.–] Ante nuestra mirada se yerguen con dolorosa claridad los peligros que tememos puedan venir sobre la actual y futuras generaciones, del desconocimiento, de la disminución y de la progresiva abolición de los derechos propios de la familia. Por eso Nos levantamos como firmes defensores de tales derechos con la plena convicción del deber que Nos impone Nuestro apostólico ministerio. Las angustias de nuestros tiempos, tanto externas como internas, tanto materiales como espirituales, los múltiples errores con sus innumerables repercusiones, ninguno los saborea más amargamente que la reducida y noble célula familiar. Muchas veces es necesaria verdadera valentía y heroísmo digno en su simplicidad de admiración y respeto, para soportar la dureza de la vida, el peso cotidiano de las miserias, las crecientes indigencias y las estrecheces en medida jamás anteriormente experimentada, de las que frecuentemente no se ve ni la razón ni la necesidad real. Quien tiene cura de almas, quien puede sondear los corazones, conoce las lágrimas ocultas de las madres, el resignado dolor de muchos padres, las innumerables amarguras de las que ninguna estadística habla ni puede hablar: ve con mirada preocupada crecer cada vez más el cúmulo de tales sufrimientos, y sabe cómo las potencias de la confusión y de la destrucción están en acecho para servirse de ellos en sus tenebrosos designios.

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[51.–] Ninguno que tenga buena voluntad y abiertos los ojos podrá negar, en las condiciones extraordinarias en que se encuentra el mundo, al poder del Estado un derecho correlativo y excepcional para atender a las necesidades del pueblo. Pero el orden moral establecido por Dios exige, aun en tales contingencias, que se indague tanto más seria y cuidadosamente sobre la licitud de tales medidas, y sobre su necesidad real, según las normas del bien común.

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[52.–] De todos modos, cuanto más gravosos son los sacrificios materiales exigidos por el Estado a los individuos y a la familia, tanto más sagrados e inviolables deben serle los derechos de las conciencias. Puede pretender los bienes y la sangre, jamás el alma redimida por Dios. La misión que encomendó Dios a los padres de proveer al bien material y espiritual de la prole, y de procurarle una formación armónica, imbuida de verdadero espíritu religioso, no puede arrebatárseles sin lesionar gravemente el derecho. Ciertamente esta formación debe tener también por fin preparar la juventud para que cumpla con inteligencia, conciencia y valor, aquellos deberes de noble patriotismo que da a la patria terrestre la conveniente medida de amor, abnegación y colaboración. Pero, por otra parte, una formación que olvide, o peor, voluntariamente descuide el orientar la mirada y el corazón de la juventud a la patria sobrenatural, cometería una injusticia contra la juventud, una injusticia contra los deberes y derechos inalienables de la familia cristiana; sería una desviación que habría que remediar enérgicamente, aun por el interés del bien del pueblo y del Estado. Una tal educación podrá, tal vez, parecer a los gobernantes responsables fuente de aumento de fuerzas y de vigor; en realidad sería todo lo contrario, y las tristes consecuencias lo demostrarían. El crimen laesae maiestatis contra el Rey de reyes y Señor de los que dominan (1 Tim 6, 15; Apoc 19, 16), cometido por una educación indiferente o contraria al espíritu cristiano, la inversión del dejad que los niños vengan a Mí (Mat 19, 14; Mc 10, 14) produciría amarguísimos frutos. Por el contrario, el Estado que quita las preocupaciones de los corazones ensangrentados y lacerados de los padres y de las madres cristianas, devolviéndoles sus derechos, no hace sino fomentar su paz interna y asentar el fundamento del dichoso futuro de la patria. Las almas de los hijos, que Dios entregó a los padres, consagradas en el bautismo con el sello real de Cristo, son un depósito sagrado sobre el que vigila el amor celoso de Dios. El mismo Cristo que pronunció el dejad que los niños vengan a Mí, también amenazó, no obstante su misericordia y bondad, con terribles castigos a los que escandalizan a los predilectos de su corazón. Y ¿qué escándalo más dañino a las generaciones y más durable que una formación de la juventud mal dirigida hacia una meta que aleja a Cristo, camino, verdad y vida, y conduce a una apostasía manifiesta u oculta de Cristo? Este Cristo de quien se quiere alejar a las nuevas generaciones presentes y por venir, es el mismo que ha recibido de su Padre eterno todo poder en el cielo y en la tierra. Él tiene en su mano omnipotente el destino de los Estados, de los pueblos y de las naciones. En su mano está disminuir o prolongar la vida, el crecimiento, la prosperidad y la grandeza. De todo lo que existe en la tierra sólo el alma es inmortal. Un sistema de educación que no respetase el recinto sagrado de la familia cristiana, protegido por la Ley santa de Dios, atentase a sus bases, cerrase a la juventud el camino a Cristo, a las fuentes de vida y de alegría del Salvador (Is 12, 3) [5], y considerase la apostasía de Cristo y de la Iglesia como símbolo de fidelidad al pueblo o a una clase determinada, pronunciaría contra sí mismo la sentencia de condenación y experimentaría a su tiempo la ineluctable verdad de la palabra del profeta: los que se apartan de Ti serán escritos en la tierra (Jer 17, 13).

[AAS 31 (1939), 517, 523-526]