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[0386] • PÍO XII, 1939-1958 • LA ATENCIÓN A LOS NIÑOS Y LOS ANCIANOS

De la Alocución In alcuni, a unos recién casados, 17 julio 1940

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[2.–] [...] La palabra enfermo –del latín “in-firmus”, no firme, no estable– indica un ser sin fuerza, sin firmeza. Ahora bien, en toda familia hay, generalmente, sobre todo dos categorías de seres débiles, y que por eso tienen mayor necesidad de cuidados y de afecto: los niños y los viejos.

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[3.–] El instinto da ternura hacia sus crías a los mismos animales irracionales. ¿Cómo podría, por lo tanto, ser necesario inculcárosla a vosotros, recién casados y futuros padres cristianos? Sin embargo, puede ocurrir que un exceso de rigor, una falta de comprensión, levante como una barrera entre el corazón de los hijos y de los padres. San Pablo decía: “me hice débil con los débiles...; me hice todo a todos, para salvarlos a todos” (1). Es una gran cualidad la de saber hacerse pequeño con los pequeños, niño con los niños, sin comprometer con eso la autoridad paterna o materna. Además, convendrá siempre, en el seno de la familia, asegurar a los ancianos aquel respeto, aquella tranquilidad, queremos decir aquellas delicadas consideraciones de que tienen necesidad. ¡Los viejos! Se es a veces, acaso inconscientemente, terco con sus pequeñas exigencias, con sus inocentes manías, arrugas que el tiempo ha cavado en sus almas, como las que surcan su rostro; pero que deberían hacerlos más venerables a los ojos de los demás. Se inclina uno fácilmente a reprocharles por lo que ya no hacen, en lugar de recordarles, como merecen, lo que han hecho. Se sonríe tal vez por la pérdida de su memoria, y no siempre se reconoce la sabiduría de sus juicios. En sus ojos ofuscados por las lágrimas se busca en vano la llama del entusiasmo, pero no se sabe ver la luz de la resignación, en la que se enciende ya el deseo de los esplendores eternos. Felizmente, estos ancianos cuyo paso vacilante se tambalea en las escaleras o cuya blanca cabeza, temblorosa, se mueve lentamente en un ángulo de la estancia, son con mucha frecuencia el abuelo o la abuela, o el padre y la madre, a quienes todo lo debéis. Hacia ellos, sea cual fuere vuestra edad, os obliga, como bien sabéis, el precepto del decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre” (1[2]). Vosotros no seréis, pues, del número de aquellos hijos ingratos que abandonan a sus padres ancianos, y que luego, a su vez, se encuentran con frecuencia abandonados cuando la edad les hace necesitar la ayuda de los demás.

1. I Cor. IX, 22.

1[2]. Ex. XX, 12.

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[4.–] [...] Queridos recién casados: Si Dios preserva a vuestra familia de las dolencias –como de corazón os auguramos–, recordad entonces con mayor razón las miserias de los demás y dedicaos, cuanto os sea posible y os lo permitan vuestros deberes, a las obras de asistencia y de bien.

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[5.–] En el jardín de la humanidad, desde que ya no es el paraíso terrestre, ha madurado y madurará siempre uno de los frutos amargos del pecado original: el dolor. Instintivamente, el hombre lo aborrece y lo esquiva; querría hasta perder su recuerdo y su vista. Pero desde que en la encarnación Cristo se “aniquiló” tomando forma de siervo (1[3]); desde que le plugo “elegir las cosas débiles del mundo para confundir a las fuertes” (2[4]); desde que “Jesús, dejado el gozo, sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia” (3[5]); desde que reveló a los hombres el sentido del dolor y el íntimo gozo del don de sí mismo a los que sufren, el corazón humano ha descubierto en sí insospechados abismos de ternura y de piedad. Es verdad que la fuerza sigue siendo la dominadora indiscutida de la naturaleza irracional y de las almas paganas de hoy, semejantes a las que en su tiempo llamaba el Apóstol San Pablo “sine affectione”, sin corazón, y “sine misericordia”, sin piedad hacia los pobres y los débiles (1[6]). Pero para los verdaderos cristianos, la debilidad ha venido a ser un título de respeto, y la enfermedad, un título de amor. Porque la caridad, al contrario del interés y del egoísmo, no se busca a sí misma (2[7]), sino que se da; cuanto más débil, miserable, necesitado y deseoso de recibir es un ser, tanto más aparece a su benigna mirada como un objeto de predilección.

[FC, 108-109]

1[3]. Phil. II, 7.

2[4]. I Cor. I, 27.

3[5]. Hebr. XII, 2.

1[6]. Rom. I, 31.

2[7]. Cfr. I Cor. XIII, 5.