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[0387] • PÍO XII, 1939-1958 • LA ORACIÓN Y LA PRUDENCIA EN EL CUMPLIMIENTO DE LAS TAREAS DEL HOGAR

De la Alocución Dopo il Tabernacolo, a unos recién casados, 24 julio 1940

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[3.–] [...] Vosotros, queridos recién casados, debéis daros a Dios sin reserva en la nueva vida a la que habéis sido llamados. Tomad desde hoy con seriedad las graves obligaciones que ella trae consigo. Guardaos de continuar una vida quizás despreocupada y ligera; para los jóvenes, desenfrendada o indolente; para las jóvenes, frívola o melindrosa. Proyectad todas vuestras energías hacia los deberes del nuevo estado. Ha pasado el tiempo en que las muchachas iban al matrimonio casi sin conocerlo; pero dura todavía el tiempo en que ciertos jóvenes esposos creen poder permitirse al principio un período de libertad moral, y gozar de sus derechos sin preocuparse de sus deberes. Grave culpa que provoca la cólera divina; fuente de infelicidad también temporal, cuyas consecuencias deberían infundir temor a todos. El deber que se comienza por desconocer o despreciar, se retrasa siempre para más tarde, para tan tarde que se termina por olvidarlo, y con él los goces que aporta su animosa observancia. Y cuando vuelve su recuerdo y nace el arrepentimiento, se comprende acaso con inútiles lágrimas que es demasiado tarde: a la pareja infiel a su misión, no le queda más que desecarse sin esperanza, en el desierto de su estéril egoísmo.

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[5.–] Así, para mantener la generosidad del fervor inicial, son necesarias la vigilancia y la oración. [...] Ciertamente, la mayor parte de los niños de nuestros países católicos lo aprenden desde muy temprano, ¡pero qué fácil es olvidarlo! Hay jóvenes que piensan que en el mundo, a partir de cierta edad, la oración es un incienso cuyo oloroso humo conviene dejar a las mujeres, lo mismo que ciertos perfumes de moda; otros acuden en alguna ocasión a la Misa, cuando les es cómodo, pero se creen, a lo que parece, demasiado grandes para arrodillarse, y no lo bastante místicos, como dicen algunos, para acercarse a la sagrada Comunión. Tampoco faltan muchachas jóvenes que, aun habiendo sido educadas con todo cuidado por sus madres o por buenas religiosas, se creen eximidas, una vez casadas, de las más elementales normas de prudencia: lecturas, espectáculos, bailes, distracciones peligrosas, todo les es permitido. Pero en una familia verdaderamente cristiana, el marido sabe que su alma es de la misma naturaleza y no menos frágil que la de su mujer y la de sus hijos; por eso añade a la de éstos su oración diaria, y así como se complace en verlos en torno suyo en la mesa familiar, no deja de acercarse con ellos a la mesa eucarística. La mujer, aun antes de que pesen sobre ella las responsabilidades de la educación a los hijos, se dice a sí misma, como deberá después decírselo a ellos, que el que juega con fuego se quema, y “el que ama el peligro, perecerá en él” (1); escucha a la sabiduría divina, la cual proclama que la virtud de la prudencia hace de la esposa un regalo particular de Dios a su esposo (2); y no puede pensar sin intranquilidad en la grave advertencia de la Escritura, apuntada en el Antiguo Testamento, explícitamente formulada en el Nuevo, de que el amor desordenado del mundo es enemistad con Dios (3).

[FC, 112-113]

1. Eccli. III, 27.

2. Cfr. Prov. XIX, 14.

1. Cfr. Iac. IV, 4.