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[0408] • PÍO XII, 1939-1958 • LA AUTORIDAD EN LA FAMILIA: EL MARIDO Y LA MUJER

De la Alocución Quando alcuni, a unos recién casados, 10 septiembre 1941

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[1.–] Cuando hace unos días, queridos recién casados, bajo la mirada de Dios y en presencia del sacerdote, haciéndoos ministros del gran Sacramento que recibíais, cambiasteis recíprocamente vuestro solemne y libre consentimiento en la obligación de indisoluble comunidad de la vida, sentisteis en ese sagrado acto, dentro de vuestra alma, que estabais y obrabais en condiciones de perfecta igualdad, de manera que el contrato matrimonial ha sido concluido entre vosotros con plena independencia, como entre personas que tienen derechos estrictamente iguales. Allí se manifestó vuestra dignidad humana en toda la grandeza de su libre voluntad.

Pero en aquel mismo momento fundasteis una familia. Ahora bien, toda familia es una sociedad de vida; toda sociedad bien ordenada requiere un jefe; toda potestad de jefe proviene de Dios. Por eso también la familia fundada por vosotros tiene un jefe investido por Dios de autoridad sobre aquélla que se le ha dado por compañera para constituir su primer núcleo, y sobre aquéllos que con la bendición del Señor vendrán a acrecentarlo y a alegrarlo, como vigorosos retoños alrededor del tronco del olivo.

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[2.–] Sí; la autoridad del jefe de la familia viene de Dios, como vino de Dios a Adán la dignidad y la autoridad de primer jefe del género humano, dotado de todos los dones que había de transmitir a su progenie; por eso él fue formado primero, y Eva después; y, como dice San Pablo, Adán no fue engañado, sino que fue la mujer quien se dejó seducir y prevaricó (1). La curiosidad de Eva al mirar el hermoso fruto del Paraíso terrestre, y su conversación con la serpiente, ¡cuánto daño causaron al primer hombre, a ella misma, a todos sus hijos y a nosotros! A ella, además de multiplicarle los afanes y los dolores, Dios le dijo que quedaría sometida al marido (2). ¡Oh esposas y madres cristianas! No cedáis nunca al afán de usurpar el cetro de la familia. Vuestro cetro –cetro de amor– debe ser el que os pone en las manos el Apóstol de las gentes; el salvaros, mediante la procreación de los hijos, sí os conserváis en la fe, en la caridad y en la santidad, con modestia (1[3]).

1. I Tim. II, 13-14.

2. Gen. III, 16.

1[3]. I Tim. II, 15.

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[3.–] En la santidad, por medio de la gracia, los cónyuges están unidos con Cristo de un modo igual e inmediato. En verdad, aquéllos que han sido bautizados en Cristo y se han revestido de Él –escribía San Pablo–, son todos hijos de Dios, y no existe diferencia entre hombre y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús (2[4]). En cambio, en la Iglesia y en la familia, en cuanto son sociedades visibles, la condición es diferente. Por eso el mismo Apóstol amonestaba: “Quiero que sepáis que la cabeza de todos los hombres es Cristo, y la cabeza de la mujer es el marido, y la cabeza de Cristo es Dios” (3[5]). Del mismo modo que Cristo, en cuanto hombre, está sometido a Dios, y todo cristiano está sometido a Cristo, del cual es miembro, así la mujer está sometida al hombre, el cual, en virtud del matrimonio, se ha convertido con ella en “una sola carne” (4[6]). El gran Apóstol advertía la necesidad de recordar esta verdad y este hecho fundamental a los convertidos de Corinto, porque muchas ideas y costumbres del mundo pagano se lo podían haber hecho olvidar fácilmente, o no comprenderlo y desfigurarlo. ¿No sentiría quizá la misma necesidad de sus amonestaciones, si hablara con no pocos cristianos de hoy día? ¿No sopla en nuestros tiempos un aire malsano de paganismo renacido?

2[4]. Gal. III, 26-28.

3[5]. I Cor. XI, 3.

4[6]. Matth. XIX, 6.

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[4.–] Las condiciones de vida que se derivan al presente del estado económico y social, por lo que se refiere a la orientación hacia las profesiones, las artes y los oficios, y por la entrada de hombres y mujeres en las fábricas, en las oficinas y en los diversos empleos, tienden a engendrar e introducir prácticamente una amplia paridad de las actividades de la mujer con las del hombre, de tal manera que los esposos se encuentran no pocas veces en una situación que casi raya en la igualdad. Marido y mujer ejercen a menudo profesiones de la misma categoría, aportan con su trabajo personal una contribución casi idéntica al presupuesto familiar, al tiempo que, por su mismo trabajo, se ven obligados a llevar una vida asaz independiente el uno del otro. Mientras tanto, los hijos que Dios les envía, ¿qué vigilancia reciben, qué custodia, qué educación, qué instrucción? Se les ve, no digamos abandonados, pero sí muy a menudo entregados desde el principio a manos extrañas, formados y guiados por otros más que por su madre, apartada de ellos por el ejercicio de su profesión. ¿Qué de extraño tiene que se debilite y disminuya, hasta perderse, el sentido de la jerarquía familiar, si el gobierno del padre y la vigilancia de la madre no consiguen hacer grata y amable la convivencia doméstica?

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[5.–] Sin embargo, el concepto cristiano del matrimonio, que San Pablo enseñaba a sus discípulos de Éfeso, lo mismo que a los de Corinto, no puede ser más abierto ni más claro: “Las mujeres deben estar sometidas a sus maridos, lo mismo que al Señor: porque el hombre es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Iglesia... Como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Vosotros, hombres, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella. Cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer respete a su marido” (1[7]).

1[7]. Eph. V, 22-25, 33.

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[6.–] Esta doctrina y esta enseñanza de Pablo no son otra cosa que la enseñanza y la doctrina de Cristo. El Divino Redentor vino a restaurar de esta manera lo que el paganismo había trastornado.

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[8.–] [...] La mujer tiene un gran poder sobre la moral pública y privada, porque tiene un gran poder sobre el hombre: recordad que Eva, seducida por la serpiente, dio el fruto prohibido a Adán, y éste también lo comió.

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[9.–] Restablecer en la familia la jerarquía indispensable a su unidad y a su felicidad, y restituir al mismo tiempo el amor conyugal a su primitiva y verdadera grandeza, fue una de las mayores obras del cristianismo desde el día en que Cristo afirmó a la faz de los fariseos y del mundo: “Quod ergo Deus coniunxit, homo non separet”1[8], lo que Dios ha unido, no intente separarlo el hombre.

1[8]. Matth. XIX, 6.

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[10.–] Ésta es la jerarquía esencial de naturaleza, injertada en la unión del matrimonio, que la Divina Providencia creadora ha señalado con las cualidades distintas, recíprocamente complementarias, de que quiso dotar al hombre y a la mujer: “Ni el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el hombre, según el Señor” (2[9]), exclamaba San Pablo. Al hombre la primacía en la unidad, el vigor en el cuerpo, los dones necesarios para el trabajo con que ha de proveer y asegurar el sustento de la familia; a él le fue dicho, en efecto: “con el sudor de tu frente te ganarás el pan” (3[10]). A la mujer le ha reservado Dios los dolores del parto, los trabajos de la lactancia y de la primera educación de los hijos, para los cuales no valdrán nunca tanto los mejores cuidados de personas extrañas, como las afectuosas solicitudes del amor maternal.

2[9]. I Cor. XI, 11.

3[10]. Gen. III, 19.

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[11.–] Pero sin dejar de mantener firme la dependencia de la mujer respecto al marido, sancionada en las primeras páginas de la Revelación (1[11]), el Apóstol de las Gentes recuerda que Cristo, todo misericordia para nosotros y para la mujer, ha endulzado ese poco de amargura que aún quedaba en el fondo de la Ley antigua, y ha mostrado, en su divina unión con la Iglesia, desposada con Él “en la sangre bendita”, cómo la autoridad del jefe y la sujeción de la esposa, sin que se mermen en nada, pueden ser transfiguradas por la fuerza del amor, de un amor que imite a aquél con que Él se une a su Iglesia; y de qué manera la constancia del mando y la docilidad respetuosa de la obediencia pueden encontrar en un amor activo y mutuo el olvido de sí mismos y el generoso don recíproco, de tal modo que también de aquí nazca y se consolide la paz doméstica que, como una flor del orden y del cariño, fue definida por San Agustín como la ordenada concordia del mandar y del obedecer entre aquéllos que viven juntos: “Ordinata imperandi obediendique concordia cohabitantium”2[12]. Éste ha de ser el modelo de vuestras familias cristianas.

1[11]. Gen. III, 16.

2[12]. De civit. Dei, 1. 19 c. 14 [PL 41, 643].

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[12.–] Vosotros, maridos, habéis sido investidos de la autoridad. Cada uno de vosotros es el jefe en vuestro hogar, con todos los deberes y las responsabilidades que ese título significa. No dudéis ni vaciléis, pues, en ejercer dicha autoridad; no os sustraigáis a esos deberes, no huyáis de esas responsabilidades. La indolencia, el descuido, el egoísmo y la distracción no os deben hacer abandonar el timón de la navecilla de vuestra casa, confiado a vuestras manos; pero, ¿qué delicadeza, qué respeto, cuánto cariño deberá demostrar y practicar vuestra autoridad, en cualquier circunstancia alegre o triste, respecto a aquélla que habéis escogido para compañera de vuestra vida? Como dice el gran Obispo de Hipona antes nombrado, vuestros mandatos deben tener dulzura de consejos, para que la obediencia obtenga de ellos consuelo y estímulo. En la casa del cristiano, que vive por la fe y es todavía peregrino hacia la ciudad celeste, los mismos que mandan sirven a aquéllos sobre los que parecen mandar; porque no mandan por ansia de señorear, sino por oficio de aconsejar; no por soberbia de prevalecer, sino por misericordia de proveer (1[13]). Tomad ejemplo de San José. Él contemplaba frente a sí a la Santísima Virgen, mejor, más alta y más excelsa que él mismo; un respeto soberano le hacía venerar en ella a la Reina de los ángeles y de los hombres, a la Madre de Dios: sin embargo, él permanecía y continuaba en su puesto de jefe de la Sagrada Familia, sin faltar a ninguna de las altas obligaciones que le imponía semejante título.

1[13]. Augustin., loc. cit.

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[13.–] Vosotras, esposas, levantad vuestros ánimos. No os contentéis con aceptar y casi soportar esta autoridad del marido, a la que Dios os ha sometido en las ordenaciones de la naturaleza y de la gracia. Debéis amarla en vuestra sincera sumisión, y amarla con el mismo amor respetuoso que tributáis a la misma autoridad de nuestro Señor, de la cual proviene toda potestad de jefatura. Sabemos bien que del mismo modo que la paridad en los estudios, las escuelas, las ciencias, los deportes y las competiciones hacen subir el orgullo a no pocos corazones femeninos, así también vuestra susceptible sensibilidad de mujeres modernas, jóvenes e independientes, se plegará no sin dificultad a la sujeción casera. En torno a vosotras, muchas veces os la representarán como una cosa injusta, os sugerirán un dominio más altivo de vosotras mismas; os repetirán que sois iguales en todo a vuestros maridos, incluso superiores a ellos en muchos aspectos. Delante de esas voces serpentinas, tentadoras, no seáis como otras tantas Evas que se dejen desviar del camino que únicamente puede conduciros, incluso aquí abajo, a la verdadera felicidad. La mayor independencia, a la cual tenéis un derecho sagrado, es la independencia de un alma fuertemente cristiana delante de las imposiciones del mal. Allí donde surja la obligación, y grite y advierta a vuestra mente y vuestro corazón, cuando os halléis frente a cualquier mandato que vaya contra los preceptos inviolables de la ley divina, contra los deberes imprescriptibles de cristianas, de esposas y de madres, allí debéis conservar y defender respetuosamente, tranquilamente, afectuosamente, pero firmemente e irrevocablemente, toda la inalienable y sagrada independencia de vuestra conciencia. A veces hay en la vida días en que relampaguea la hora de un heroísmo o de una victoria de la que Dios y los ángeles son, en el secreto, los únicos e invisibles testigos. Pero en todo lo demás, cuando se os pida el sacrificio de un capricho o de una preferencia personal, aun muy legítimas, alegraos de que estas leves renuncias encuentren su compensación ganando cada día más el corazón que se ha dado a vosotras, acrecentando y robusteciendo continuamente aquella íntima unión de pensamientos, de sentimientos y de voluntades que es el único medio que podrá haceros factible y dulce la alta misión que se os ha confiado respecto a vuestros hijos, misión que se turbaría gravemente por cualquier falta de concordia entre vosotros. Y puesto que en la familia, como en cualquiera asociación de dos o más personas en atención a un fin, es indispensable una autoridad que la encamine y la dirija hacia éste, salvaguardando eficazmente la unión, vosotras debéis amar ese vínculo que hace de ambos un solo querer, aunque en el camino de la vida el uno vaya por delante y la otra le siga; debéis amarlo con todo el amor que sentís por vuestro hogar doméstico.

[FC, 203-210]