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[0412] • PÍO XII, 1939-1958 • LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

De la Alocución Davanti a questa, a las Mujeres Italianas de Acción Católica, 26 octubre 1941

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[1.–] [El grave deber de los padres en la educación de los hijos]. Ante esta magnífica asamblea que hoy agrupa en torno a Nos en número tan grande a las madres de familia, junto con las religiosas, las maestras, las delegadas de los niños de Acción Católica Italiana, las apóstoles de la infancia, las vigilantes y las asistentes de las colonias, Nuestra mirada y Nuestro ánimo van más allá del umbral de esta sala y se dirigen a los confines de Italia y del mundo, estrechando en Nuestro corazón de Padre común a todos los queridos niños, flores de la humanidad, alegría de sus madres (1), mientras Nuestro conmovido pensamiento se vuelve una vez más hacia el inmortal Pontífice Pío XI que en su Encíclica Divini illius Magistri, del 31 de diciembre de 1929, trató tan profundamente sobre la educación cristiana de la juventud.

En materia tan grave, él, después de haber determinado sabiamente la parte que corresponde a la Iglesia, a la familia y al Estado, notaba dolorido cómo con mucha frecuencia los padres no están preparados (o lo están poco) para cumplir su deber de educadores; pero no habiendo podido tratar también de propósito, en aquel claro y amplio documento, de los puntos relativos a la educación familiar, conjuraba en nombre de Cristo a los Pastores de las almas a emplear todos los medios, en las enseñanzas y en los catecismos, de viva voz y con escritos extensamente difundidos, para que los padres cristianos aprendan bien, no sólo en general sino también en particular, sus deberes sobre la educación religiosa, moral y cívica de los hijos, y los métodos más adecuados –además del ejemplo de su vida– para lograr eficazmente tal fin(2).

A través de los Pastores de las almas dirigía el gran Pontífice su exhortación conjuntamente a los progenitores, a los padres y a las madres; mas Nos creemos corresponder también al deseo de Nuestro venerado Predecesor, reservando esta audiencia especial a las madres de familia y a las demás educadoras de los niños. Si Nuestra palabra se dirige a todos, y ello hasta cuando hablamos a los nuevos esposos, Nos es muy dulce en esta ocasión tan propicia dirigirnos especialmente a vosotras, dilectas hijas, porque en las madres de familia –junto con las piadosas y expertas personas que las auxilian– vemos Nos las primeras y las más íntimas educadoras de las almas de los pequeñuelos para que crezcan en la piedad y en la virtud.

No Nos detendremos a recordar la grandeza y la necesidad de esta obra de educación en el hogar doméstico, ni la estricta obligación que toda madre tiene de no sustraerse a ella, de no cumplirla a medias, o de no atenderla con negligencia. Hablando a Nuestras queridas hijas de la Acción Católica, sabemos muy bien que en tal obligación descubren ellas el primero de sus deberes de madres cristianas, deber en que nadie podría sustituirlas plenamente. Pero no basta tener la conciencia de un deber y la voluntad de cumplirlo: es preciso, además, ponerse en condiciones de cumplirlo bien.

1. Cfr. Ps. 112, 9.

2. Cfr. A.A.S., vol. XX, 1930, pp. 73-74.

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[2.–] [Necesidad de una seria preparación para la difícil tarea de la educación]. Es, en verdad, cosa extraña –de la que ya se lamentaba también Pío XI en su Encíclica– que mientras a nadie se le ocurre hacerse de repente, sin aprendizaje ni preparación, obrero mecánico o ingeniero, médico o abogado, todos los días no pocos jóvenes y doncellas se desposan y se unen sin haber pensado ni un instante en prepararse para los arduos deberes que les aguardan en la educación de sus hijos. Y, sin embargo, si San Gregorio Magno no dudó en llamar a todo gobierno de las almas el arte de las artes(3), es ciertamente arte difícil y laborioso la de formar bien las almas de los niños, almas tiernas, inclinadas a deformarse, ya por una impresión incauta, ya por una falaz excitación, almas entre las más difíciles y más delicadas de guiar, y en las que una influencia funesta o un culpable descuido pueden dejar huellas indelebles y malignas, mucho más fácilmente que en la cera. ¡Afortunados aquellos niños que encuentran en su madre junto a la cuna un segundo ángel custodio para la inspiración y el camino del bien!

Por ello, mientras Nos os felicitamos a vosotras por cuanto habéis realizado ya tan felizmente, no podemos menos de animaros nueva y calurosamente a desarrollar cada vez más las hermosas instituciones que, como la Semana de la madre, se dedican eficazmente a formar, en todo orden y clase social, educadoras que sientan la altura de la misión, que sean vigilantes en su animo y en su comportamiento frente al mal, seguras y solícitas para el bien. En semejante sentimiento de mujer y de madre reside toda la dignidad y la reverencia de la fiel compañera del hombre, la cual, como una columna, es el centro, el apoyo y el faro de la morada doméstica, para luego llegar a ser ejemplo y modelo en una parroquia con un brillo que alcanza hasta las especiales reuniones femeninas, que se iluminan a su vez con su esplendor.

3. Regul. pastor., 1. I, c. 1; MIGNE, P. L., t. 77, col. 14.

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[3.–] [Actividad educativa de la madre durante la infancia]. Vuestra Unión de Acción Católica difunde una luz particular y oportuna mediante las organizaciones del Apostolado de la cuna y de la Mater parvulorum con las que os cuidáis de formar y auxiliar a las jóvenes esposas aun antes del nacimiento de sus niños y luego durante la primera infancia. A semejanza de los ángeles, os hacéis custodios de la madre y de la criatura que lleva en su seno (4); y, al aparecer el niño, os acercáis a los llantos de una cuna y asistís a una madre que con su pecho y sus sonrisas alimenta en el cuerpo y en el alma a un angelito del cielo.

Dios ha dado a la mujer la misión sagrada y dolorosa, pero fuente a la vez de purísima alegría, de la maternidad (5), y a la madre está confiada, antes que a nadie, la primera educación del niño en los primeros meses y años. No hablaremos de las ocultas herencias transmitidas por los padres a sus hijos, de tan considerable influjo en el futuro troquel de su carácter; herencias que a veces denuncian la vida desarreglada de los padres, tan gravemente responsables de hacer con su sangre tal vez muy difícil a su prole una vida verdaderamente cristiana. ¡Oh padres y madres, cuyo mutuo amor ha sido santificado por la fe de Cristo; preparad, ya antes del nacimiento del niño, el candor de la atmósfera familiar, en la que sus ojos y su alma se abrirán a la luz y a la vida; atmósfera que imprimirá el buen olor de Cristo en todos los pasos de su progreso moral! Vosotras, oh madres, que por ser más sensibles amáis también más tiernamente, deberéis en todo momento, durante la infancia de vuestros hijos, seguirles con vuestra mirada vigilante, viendo su desarrollo y la salud de su cuerpecito, porque es carne de vuestra carne y fruto de vuestras íntimas entrañas. Pensad que aquellos niños, hechos hijos adoptivos de Dios por el bautismo, son los predilectos de Cristo, y que sus ángeles están viendo siempre la faz del Padre celestial(6).También vosotras, tanto en el custodiarlos como en el fortificarlos y educarlos, habéis de ser otros tantos ángeles, que en vuestro cuidado y vigilancia miréis siempre al cielo. Ya desde la cuna habéis de iniciar no sólo su educación corporal, sino también la espiritual; porque, si no los educáis vosotras, serán ellos mismos quienes se educarán por sí solos, bien o mal. Recordad que no pocos rasgos, aun morales, que veis en el adolescente y en el hombre maduro, tienen realmente su origen en las modalidades y circunstancias de su primer desarrollo físico en la infancia; hábitos puramente orgánicos, contraídos siendo pequeños, quizá se convertirán más tarde en una dura dificultad para la vida espiritual de un alma. Pondréis, pues, toda vuestra atención para que todos los cuidados prestados a vuestros hijos concuerden con las exigencias de una perfecta higiene, de suerte que preparéis y fortifiquéis en ellos, para el momento en que se les despierte el uso de la razón, facultades corporales y órganos sanos, robustos, sin tendencias desviadas: ved la gran razón de tanto desear que, salvo los casos de imposibilidad, sea la madre misma la que alimente al hijo de sus entrañas. ¿Quién podrá examinar las misteriosas influencias que en el crecer de aquella delicada naturaleza ejerce la nodriza de quien depende íntegramente en su desarrollo? ¿No habéis observado alguna vez aquellos abiertos ojitos que interrogan, inquietos, que corren por mil objetos, fijándose en éste o en aquél; que siguen un movimiento o un ademán; que ya denuncian la alegría y la pena, la cólera y la obstinación, y aquellos indicios de pasioncillas que anidan en el corazón humano, ya antes de que sus pequeños labios hayan aprendido a articular ni una palabra? No os maravilléis de ello. No se nace –como han enseñado algunas escuelas filosóficas– con las ideas de una ciencia innata ni con los sueños de un pasado vivido en otro tiempo. La mente de un niño es una página en la que nada se ha escrito desde el seno de la madre. Sus ojitos y los demás sentidos externos e internos, que a través de su vida le transmiten la vida del mundo, escribirán en aquélla las imágenes y las ideas de las cosas entre las cuales se irá encontrando hora por hora, desde la cuna a la tumba. Por ello un irresistible instinto de la verdad y del bien inclina al alma sencillita que nada sabe(7) hacia las cosas sensibles; y toda esta sensibilidad, todas estas sensaciones infantiles, por cuyo medio se manifiestan y despiertan lentamente el entendimiento y la voluntad, tienen necesidad de una educación, de un amaestramiento, de una vigilante dirección, indispensable para que no quede comprometido o deformado el despertarse y el recto enderezarse de tan nobles facultades espirituales. Ya desde entonces el niño, bajo una mirada amorosa, bajo una palabra rectora, irá aprendiendo a no ceder a todas sus impresiones, a distinguir, en la medida que se desarrolle su incipiente razón, y dominar la variedad de sus sensaciones, a iniciar, en una palabra, bajo la guía y admonición maternas, el camino y la obra de su educación.Estudiad al niño en su tierna edad. Si lo conocéis bien, lo educaréis bien; nunca tomaréis sus cosas ni torcida ni contrariamente; sabréis comprenderlo, ceder a su debido tiempo: ¡no a todos los hijos de los hombres ha tocado en suerte una índole buena!

4. Cfr. S. Th., 1 p., q. 113, a. 5 ad 3.

5. Cfr. Ioan. XVI, 21.

6. Matth. XVIII, 10.

7. Purg., 16, 88.

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[4.–] [Educación de la inteligencia]. Educad la inteligencia de vuestros niños. No les deis falsas ideas o explicaciones falsas de las cosas; no respondáis a sus preguntas, cualesquiera que sean, con bromas o con afirmaciones no verdaderas, ante las cuales rara vez se rinde su mente; aprovechadlas para dirigir y encauzar, con paciencia y amor, su entendimiento que no desea sino abrirse a la posesión de la verdad y aprender a conquistarla con los pasos ingenuos de la primera razón y reflexión. ¿Quién sabrá decir lo que tantas magníficas inteligencias humanas deben a las largas e ingenuas preguntas y respuestas, propias de la niñez, que se suceden en el hogar doméstico?

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[5.–] [Educación del carácter]. Educad el carácter de vuestros hijos; atenuad o corregid sus defectos; aumentad y cultivad sus buenas cualidades y coordinadlas con aquella firmeza que es preludio de la seriedad de los propósitos en el curso de la vida. Los niños, al sentir sobre sí, a medida que con el crecer comienzan a pensar y a querer, una buena voluntad paterna y materna, libre de violencia y de cólera, constante y fuerte, no inclinada a debilidades ni a incoherencias, oportunamente aprenderán a ver en ella el intérprete de una voluntad más alta, la de Dios: así es como injertarán y arraigarán en su alma aquellos primeros hábitos morales tan poderosos, que forman y sostienen un carácter, pronto a dominarse en las alternativas y dificultades más variadas, intrépido para no retroceder ni ante la lucha ni frente al sacrificio, al hallarse penetrado por un profundo sentimiento del deber cristiano.

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[6.–] [Educación del corazón]. Educad el corazón. ¡Qué destinos, qué alteraciones, qué peligros preparan no pocas veces en los corazones de los niños, a medida que éstos crecen, las alegres admiraciones y alabanzas, las incautas solicitudes, las empalagosas condescendencias de padres cegados por un amor mal comprendido, cuando acostumbran a aquellos volubles corazoncitos a ver que todo se mueve y gravita en torno a ellos, que se doblega a sus deseos y a sus caprichos, y así plantan en ellos la raíz de un desenfrenado egoísmo, cuyas primeras víctimas serán más tarde los mismos padres! Castigo, no menos frecuente que justo, de aquellos egoístas cálculos con que se niega a un hijo único la alegría de otros hermanitos que, al participar con él del amor maternal, lo habrían apartado de pensar sólo en sí mismo. ¡Cuántas íntimas y potentes posibilidades de amor, de bondad y de generosidad duermen en el corazón del niño! Vosotras, oh madres, las despertaréis, las cultivaréis, las dirigiréis, las elevaréis hacia quien debe santificarlas, hacia Jesús, hacia María: la Madre celestial abrirá aquel corazón a la piedad, le enseñará con la oración a ofrecer al divino Amigo de los pequeñuelos sus ingenuos sacrificios y sus inocentes victorias, y a sentir por su propia mano la compasión hacia los pobres y desgraciados. ¡Oh feliz primavera de la niñez, sin tormentas ni vendavales!

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[7.–] [Educación de la voluntad en el período de la adolescencia]. Pero llegará un día en que este corazón de niño sentirá en sí el despertar de nuevos impulsos y de nuevas inclinaciones que perturban el hermoso cielo de la primera edad. En aquel peligro, oh madres, recordad que educar el corazón es educar la voluntad contra las asechanzas del mal y las insidias de las pasiones; en aquel paso de la inconsciente pureza de la infancia a la pureza consciente y victoriosa de la adolescencia, vuestro deber será de la máxima trascendencia. Os pertenece preparar a vuestros hijos y vuestras hijas para atravesar con valor, como quien pasa entre serpientes, aquel período de crisis y de transformación física sin perder nada de la alegría de la inocencia, sino conservando aquel natural y peculiar instinto del pudor con que la Providencia quiso proteger su frente como con un freno contra las pasiones demasiado fáciles en desviarse. Tal sentimiento del pudor, delicado hermano del sentimiento religioso, con su espontáneo recato en que tan poco se piensa hoy, evitaréis que lo pierdan en el vestido, en el adorno, en amistades poco decorosas, en espectáculos y representaciones inmorales; antes bien vosotras mismas lo haréis cada vez más delicado y vigilante, sincero y puro. Vigilaréis con cuidado todos sus pasos; no dejaréis que el candor de sus almas se manche y se pierda al contacto de compañeros ya corrompidos y corruptores; les inspiraréis alta estima, celo y amor a la pureza, señalándoles como fiel custodia la protección maternal de la Virgen Inmaculada. Finalmente, vosotras, con vuestra perspicacia de madres y educadoras, gracias a la leal sinceridad de corazón que habréis sabido infundir en vuestros hijos, no dejaréis de escudriñar y de discernir la ocasión y el momento en que ciertas misteriosas cuestiones presentadas a su espíritu habrán causado en sus sentidos especiales perturbaciones. Os corresponderá entonces a vosotras con vuestras hijas, al padre con vuestros hijos –en cuanto parezca necesario– levantar cauta y delicadamente el velo de la verdad, dándoles respuestas prudentes, justas y cristianas a aquellas cuestiones y a aquellas inquietudes. Las revelaciones sobre las misteriosas y admirables leyes de la vida, recibidas oportunamente de vuestros labios de padres cristianos, con la debida proporción y con todas las cautelas obligadas, serán escuchadas con una reverencia mezclada de gratitud e iluminarán sus almas con mucho menor peligro que si las aprendiesen al azar, en turbias reuniones, en conversaciones clandestinas, en la escuela de compañeros poco de fiar y ya demasiado versados o por medio de ocultas lecturas tanto más peligrosas y perjudiciales cuanto su secreto inflama más la imaginación y excita los sentidos. Vuestras palabras, si son ponderadas y discretas, podrán convertirse en salvaguardia y aviso frente a las tentaciones de la corrupción que los rodean, pues menos hiere la saeta prevista8.

8. Par. 17, 27.

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[8.–] [El poderoso auxilio de la religión]. Comprenderéis, sin embargo, que en esta obra tan magnífica de la educación cristiana de vuestros hijos y de vuestras hijas no basta la formación doméstica, por sabia e íntima que sea, sino que ha de completarse y perfeccionarse con el poderoso auxilio de la religión. Junto al sacerdote, cuya paternidad y autoridad espiritual y pastoral sobre vuestros hijos se pone a vuestro lado ya desde el santo bautismo, vosotras os debéis hacer cooperadoras suyas en aquellos primeros rudimentos de piedad y de catecismo que son fundamento de toda educación sólida, y de los cuales deberéis poseer un conocimiento suficiente y seguro vosotras, primeras maestras de vuestros niños. ¿Cómo les podréis enseñar lo que ignoráis? Enseñadles a amar a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia nuestra Madre y a los Pastores de la Iglesia que os guían. Amad el catecismo y haced que lo amen vuestros niños: es el gran código del amor y del temor de Dios, de la sabiduría cristiana y de la Vida eterna.

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[9.–] [Los cooperadores adecuados en la educación de los hijos]. En vuestra obra educadora, siempre ilimitada, sentiréis, además, la necesidad y la obligación de recurrir a otros auxiliares: escogedlos cristianos como vosotras y con todo el cuidado que merece el tesoro que les confiáis: la fe, la pureza, la piedad de vuestros hijos. Pero una vez elegidos, no os consideraréis por ello libres y exentas de vuestros deberes y de vuestra vigilancia: deberéis colaborar con ellos. Por muy eminentes educadores que sean aquellos maestros y maestras, lograrán muy poco en la formación de vuestros hijos, si a su acción no unís la vuestra. ¿Qué sucedería luego si ésta, en vez de ayudar y fortificar su trabajo, se encaminase directamente a contrariarlo o a dificultarlo; si vuestras debilidades, si vuestras inclinaciones a un amor que no será sino la envoltura de un mezquino egoísmo, destruyeran en casa cuanto de bueno se hace en la escuela, en el catecismo, en las asociaciones católicas, para templar el carácter y dirigir la piedad de vuestros hijos?

Pero –dirá tal vez alguna madre– ¡son tan difíciles de dominar los niños de hoy! Con este mi hijo, con aquella hija mía, nada queda por hacer, nada puede obtenerse. Es verdad: a los doce o a los quince años no pocos jóvenes y doncellas aparecen ya incorregibles; pero ¿por qué? Porque a los dos o tres años les fue concedido y permitido todo, todo les estaba bien. Es verdad: hay temperamentos ingratos y rebeldes; pero aquel pequeñito reservado, testarudo, insensible, ¿deja por tales defectos de ser hijo vuestro? ¿Lo amaríais menos que a sus hermanos si estuviese enfermo o contrahecho? También Dios os lo ha confiado: guardaos de dejarlo que se convierta en el desecho de la familia. Nadie es tan fiero que no se mitigue con los cuidados, con la paciencia, con el amor; y bien raro será el caso de que en un terreno pedregoso y silvestre no logréis hacer brotar alguna flor de sumisión y de virtud, con tal que con los rigores parciales e irrazonables no os expongáis a descorazonar en aquella almita engreída el fondo de buena voluntad que en ella se esconde. Desnaturalizaréis toda la educación de vuestros hijos, si alguna vez descubrieran en vosotras (¡y bien sabe Dios que saben descubrirlo!) predilecciones entre hermanos, preferencias en favores, antipatías hacia uno u otro: vuestro bien y el de la familia exigen que todos sientan, que todos vean, tanto en vuestra ponderada severidad como en vuestras dulces excitaciones y en vuestras caricias, un amor igual que no hace entre ellos otra distinción sino la de corregir el mal y promover el bien; ¿es que no los habéis recibido todos por igual de Dios?

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[10.–] [Las educadoras que cooperan con las madres cristianas]. Nuestra palabra se ha dirigido particularmente a vosotras, madres de las familias cristianas; pero junto con vosotras vemos hoy en torno a Nos una corona de religiosas, de maestras, de delegadas, de apóstoles, de vigilantes, de asistentes, que consagran todos sus sufrimientos y sus trabajos a la educación y a la reeducación de la niñez; no son madres por sangre de naturaleza, sino por impulso de amor hacia la primera edad, tan amada por Cristo y por su Esposa la Iglesia. Sí, también vosotras que os hacéis educadoras junto a las madres cristianas, sois madres, porque tenéis un corazón de madre y en él palpita la llama de la caridad que el Espíritu Santo difunde en vuestros corazones. En esta caridad, que es la caridad de Cristo que os constriñe al bien, encontraréis la luz, vuestro consuelo y vuestro programa que os aproxima a las madres, a los padres y a sus hijos; y de esos brotes tan vivos de la sociedad, esperanza de los padres y de la Iglesia, hacéis vosotras una mayor familia de veinte, de cien, de millares de niños y de jóvenes a quienes educáis profundamente la inteligencia, el carácter y el corazón, alzándolos a aquella atmósfera espiritual y moral en la que brillan, con la alegría de la inocencia, la fe en Dios y la reverencia hacia las cosas santas, la piedad hacia los padres y hacia la patria. Nuestra alabanza y gratitud, junto con el reconocimiento de sus madres, se dirige a vosotras. Educadoras como ellas, las emuláis y las precedéis en vuestras escuelas, en vuestros asilos y colegios, en vuestras asociaciones; sois hermanas de una maternidad espiritual coronada por lirios.

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[11.–] [Conclusiones]. ¡Qué misión tan incomparable, y en nuestros tiempos tan erizada de graves obstáculos y dificultades, oh madres cristianas y dilectas hijas –cuántas os fatigáis en cultivar los crecientes retoños de los olivos familiares–, es la que Nos hemos expuesto sólo en algún punto de su belleza! ¡Cuán sublime se presenta ante Nuestro pensamiento una madre dentro del hogar doméstico, destinada por Dios junto a una cuna para alimentar y educar a sus hijos! Admirad su laboriosidad, que fácilmente podría creerse insuficiente para lo que precisa, si la omnipotente gracia divina no la apoyase, iluminándola y dirigiéndola y sosteniéndola en el ansia y en el sufrir cotidianos, y si no inspirase y llamase, para colaborar con ella en la formación de aquellas almas juveniles, a otras educadoras dotadas de corazón y acción que emulan su amor. Mientras, por lo tanto, imploramos del Señor que os colme a todas con la superabundancia de sus favores y haga crecer vuestra multiforme obra en favor de todos los niños confiados a vosotras, os concedemos de corazón, prenda de las más selectas gracias celestiales, Nuestra paternal Bendición Apostólica.

[EyD, 1667-1672]