[0415] • PÍO XII, 1939-1958 • RESPONSABILIDAD DE LA MUJER EN LA VIDA CONYUGAL
De la Alocución Se la vita, a unos recién casados, 25 febrero 1942
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[1.–] [...] Vosotros entráis con alegría por el sendero de la vida conyugal; el sacerdote ha bendecido la unión de vuestros corazones; también os bendecimos, augurándoos aquellas gracias y consuelos que la oración de la Iglesia ha llamado sobre vosotros para alegría de vuestro hogar. Pero desde vuestro umbral doméstico echad una mirada alrededor, a las muchas familias que veis, que conocéis, que habéis conocido o de las que habéis oído hablar y contar la historia, familias vecinas o lejanas, humildes o grandes. ¿Fueron y son felices los matrimonios que las fundaron? ¿Pacíficos y tranquilos, satisfechos sus deseos y sus rosáceos pronósticos? Sería vano esperarlo. Las molestias, aunque no se busquen, aunque no se les dé ocasión o motivo, vienen no raras veces a buscar por sí mismas los muros domésticos.
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[2.–] Los vuestros, amados hijos e hijas –queremos creerlo así– son todos matrimonios felices, a los que en el Señor sonríe la confianza recíproca, el mutuo afecto, la voluntad y el ánimo concorde frente al porvenir que el cielo os prepara. Estáis en la aurora de una nueva vida común; una hermosa mañana es principio de un día hermoso, y todos os desean que el mediodía de la larga jornada de vuestro vivir brille siempre fúlgido y tranquilo, sin que sea jamás turbado por las nieblas, vientos, nubes y tormentas. Pero precisamente para asegurar el firme y durable curso de vuestra felicidad presente, ¿no es acaso oportuno investigar cómo podría ésta disminuir y ofuscarse, y qué causas la pondrían en peligro, más o menos próximo, de perderse completamente?
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[3.–] Las vidas conyugales más infelices son aquéllas en las que la ley de Dios se viola gravemente por una de las partes o por las dos. Pero aunque estas culpas son la más funesta fuente de las desventuras familiares, no queremos hoy detenernos en ellas. Pensamos ahora más bien en aquellos cónyuges ordenados en su conducta, fieles a los deberes esenciales de su estado, pero que, por otra parte, no son felices en su matrimonio y sienten enojo, malestar, alejamiento, frialdad, choques. ¿De quién es la responsabilidad y de quién la culpa de esta turbación y desconsuelo en la vida común?
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[4.–] Es cierto e indudable que, para la felicidad de un hogar doméstico, la mujer puede más que el hombre. Corresponde la parte principal al marido en el asegurar la subsistencia y el porvenir de las personas y de la casa, en las determinaciones que comprometen a él y a los hijos para el futuro; pero, en cambio, atañen a la mujer aquellos mil, pero delicados, detalles, aquellas imponderables atenciones y cuidados diarios, que son los elementos de la atmósfera interior de una familia, y que, según procedan rectamente, o en cambio se alteren o falten, la hacen o sana, fresca y confortable, o pesada, viciada e irrespirable. [...]
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[5.–] ¿No es acaso una verdad antigua y siempre nueva –verdad arraigada hasta en las condiciones físicas de la vida de la mujer, verdad inexorablemente proclamada, no sólo por la experiencia de los siglos más remotos, sino aun por la más reciente de nuestra época de industrias devoradoras, de reivindicaciones igualitarias, de concursos deportivos– que la mujer hace el hogar y tiene su cuidado, y el hombre jamás podrá suplirla en esto? Es la misión que la naturaleza y la unión con el hombre le han impuesto para bien de la sociedad misma. Arrastradla, traedla fuera y lejos de su familia, con el aliciente de una de las muchas cosas que rivalizan entre sí para vencerla y atarla; la veréis abandonar su hogar; sin este fuego, el aire de la casa se enfriará; el hogar dejará prácticamente de existir, y se cambiará en un precario refugio de algunas horas; el centro de la vida diaria se desplazará para ella, para el marido y para los hijos.
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[6.–] Ahora bien, se quiera o no se quiera, para el casado, hombre o mujer, que esté resuelto a permanecer fiel a los deberes de su estado, el hermoso edificio de la felicidad no puede alzarse más que sobre el cimiento estable de la vida de familia. Pero, ¿dónde encontráis verdadera vida de familia sin un hogar, sin un centro visible, real, de reunión, que agrupe esta vida, la recoja, la arraigue, mantenga, profundice, desarrolle y haga florecer? No digáis que materialmente el hogar existe desde el día en que las manos, después de haber mutuamente colocado el anillo nupcial, se han juntado, y los dos recién casados viven bajo el mismo techo, en su casa, en su habitación, ancha o estrecha, rica o pobre. No; no basta el hogar material para el edificio espiritual de la felicidad. Es necesario elevar la materia a un ambiente más respirable y hacer surgir del fuego terrestre la llama viva y vivificante de la nueva familia. No será el trabajo de un día, especialmente si se vive en un hogar no preparado ya por las generaciones precedentes, sino más bien –como hoy suele suceder, sobre todo en las ciudades– en un domicilio de paso, alquilado sencillamente. ¿Quién creará entonces, poco a poco, día tras día, el verdadero hogar espiritual, sino el trabajo espiritual de aquélla que ha venido a ser “señora de casa”, de aquélla a quien se confía el corazón de su esposo? El marido podrá ser obrero, agricultor, profesional, hombre de letras o de ciencias, artista, empleado, funcionario; en todos los casos es inevitable que su trabajo se ejercite la mayor parte del tiempo fuera de casa, o que en casa permanezca confinado en el silencio continuado de su estudio, que escapa a la vida de familia. Para él el hogar doméstico será el lugar en donde, al final del trabajo diario, restaurará sus fuerzas físicas y morales en el reposo, en la calma, en la alegría íntima. Para la mujer, en cambio, ordinariamente, este hogar será siempre el refugio y el nido de su labor principal, de aquella labor que poco a poco hará de este retiro, por pobre que sea, una “casa” de alegre y tranquila convivencia, embellecida, no con muebles o con objetos como un hotel, sin estilo ni sello personal, sin expresión propia, sino con recuerdos, que dejan sobre los muebles o fijan en las paredes la memoria de la vida vivida en común, los gustos, los pensamientos, las alegrías y las penas comunes, trazas y señales, a veces visibles, algunas casi imperceptibles, pero de las que al paso del tiempo, el hogar material sacará su alma. Pero el alma de todo será la mano y el arte femenino, con el que la esposa hará atrayente todo rincón de la casa, si no con otra cosa, por lo menos con el cuidado, con el orden y con la limpieza, con el tener preparado o preparar todo lo necesario en el momento oportuno; el manjar para reponerse de las fatigas, el lecho para el descanso. A la mujer, más que al hombre, ha concedido Dios el don, con el sentido de la gracia y del agrado, de hacer lindas y agradables las cosas más sencillas, precisamente porque ella, hecha semejante al hombre como ayuda para formar con él la familia, ha nacido hecha para derramar la gentileza y la dulzura en torno al hogar de su marido, y hacer que la vida de los dos se armonice y se afirme fecunda, y florezca en su real desarrollo.
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[7.–] Y cuando a la esposa haya concedido el Señor en su bondad la dignidad de madre junto a una cuna, el vagido del recién nacido no disminuirá ni destruirá la felicidad del hogar, antes bien la aumentará y la sublimará con aquella aureola divina con la que los ángeles celestiales resplandecen y de donde desciende un rayo de vida que vence a la naturaleza, y a los hijos de los hombres los regenera como hijos de Dios. ¡He ahí la santidad del tálamo conyugal! ¡He ahí la elevación de la ma ternidad cristiana! ¡He ahí la salvación de la esposa! Porque la mujer, proclama el gran Apóstol Pablo, se salvará en su misión de madre, con tal que permanezca en la fe, y en la caridad, y en la santidad con modestia (1). Ahora comprenderéis cómo “la piedad es útil para todo, teniendo prometida la vida presente y futura” (2) y siendo, como explica San Ambrosio, el fundamento de todas las virtudes (1[3]). Una cuna consagra a la madre de familia, y muchas cunas la santifican y glorifican ante el marido y los hijos, ante la Iglesia y la Patria. ¡Necias, inconscientes y desgraciadas las madres que se quejan si un nuevo pequeño se abraza a su pecho y pide alimento a la fuente de su seno! Es contrario a la felicidad del hogar doméstico el lamentarse de la bendición de Dios, que le rodea y aumenta. El heroísmo de la maternidad es orgullo y gloria de la esposa cristiana; en la desolación de su casa, si se halla sin la alegría de un angelito, su soledad se convierte en oración e invocación al cielo; sus lágrimas se juntan al llanto de Ana, que, a la puerta del templo, suplicaba al Señor el don de su Samuel (2[4]).
1. Cfr. I Tim. 2, 15.
2. I Tim. 4, 8.
1[3]. Exposit. in Psalm. CXVIII, Serm. 18 n 44. Migne PL t. 15, col. 1544.
2[4]. I Reg. 1.
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[8.–] Alzad, pues, amados recién casados, vuestro pensamiento a la consideración de vuestra responsabilidad de la serena alegría de la vida conyugal, de la cual no os es desconocida la parte difícil y grave.
[FC, 238-243]
1942 02 25 0001
[1.–] [...] Voi con gioia entrate nel sentiero della vita coniugale; il sacerdote ha benedetta l’unione dei vostri cuori; anche noi vi benediciamo con quell’augurio di grazie e di conforti, che la preghiera della Chiesa ha invocati sopra di voi a letizia del vostro focolare. Ma dalla vostra soglia domestica rivolgete uno sguardo intorno a voi, alle molte famiglie che vedete, che conoscete, che avete conosciute o delle quali avete sentito parlare e narrare la storia, famiglie vicine o lontane, umili o grandi. I matrimoni, che le fondarono, furono e sono tutti felici? tutti lieti di pace e tranquillità? tutti appagati nei loro desideri e nei loro rosei voti augurali? Sarebbe vano lo sperarlo. Le molestie, anche se non cercate, anche se non si dà loro occasione o motivo, vengono non di rado esse stesse a cercare le pareti delle famiglie.
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[2.–] I vostri, diletti figli e figlie –Noi lo vogliamo ben credere–, sono tutti matrimoni felici, ai quali sorride nel Signore la reciproca fiducia, lo scambievole affetto, il concorde volere e ardore di fronte all’avvenire che il cielo vi prepara. Siete all’aurora di una nuova vita comune: il bel mattino inizia anche il bel giorno, e ognuno vi augura che il meriggio della lunga giornata del vivere vostro splenda sempre fulgido e tranquillo, nè mai lo turbino le nebbie, i venti, le nubi e le procelle. Ma, per assicurare il saldo e durevole corso della vostra presente felicità, non è forse bene di ricercare come essa potrebbe rimanere diminuita e offuscata, e quali cause la metterebbero in pericolo, più o meno prossimo, di andare perduta del tutto?
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[3.–] Le vite coniugali più infelici sono quelle, in cui la legge di Dio è gravemente violata da una delle parti o anche da tutt’e due. Ma, sebbene tali colpe siano la più funesta sorgente delle sventure familiari, non vogliamo oggi arrestarci su di esse. Noi pensiamo ora piuttosto a quei coniugi, ordinati nella loro condotta, fedeli ai doveri essenziali del loro stato, ma che per altro non sono felici nel loro matrimonio, e risentono corruccio, malessere, allontanamento, freddezza, urto. A chi dare la responsabilità e la colpa di questo turbamento e sconforto nella vita comune?
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[4.–] È certo e indubitabile che per la felicità di un focolare domestico la donna può più che l’uomo. Al marito le prime parti nell’assicurare la sussistenza e l’avvenire delle persone e della casa, nelle determinazioni che impegnano lui e i figli per il futuro; alla donna quelle mille particolari ma vigili diligenze, quelle imponderabili quotidiane attenzioni e cure, che sono gli elementi dell’interna atmosfera di una famiglia, e, secondo che operino rettamente, o invece si alterino o manchino, la rendono, o sana, fresca, confortevole, o pesante, viziata, irrespirabile. [...]
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[5.–] Non è forse una verità antica e sempre nuova, –verità radicata fin nelle stesse condizioni fisiche della vita della donna, verità inesorabilmente proclamata non solo dalle esperienze dei secoli più remoti, ma ancora da quelle più recenti dell’epoca nostra di industrie divoratrici, di rivendicazioni d’uguaglianza, di gare “sportive”– che la donna fa il focolare e ne ha la cura, e l’uomo non potrà mai in ciò supplirla? È la missione che la natura e l’unione con l’uomo le hanno imposta per il bene della stessa società. Trascinatela, attiratela fuori e lungi dalla sua famiglia con l’allettamento di una delle troppe cause che rivaleggiano per vincerla e avvincerla; voi vedrete la donna trascurare il suo focolare; senza questo fuoco l’aria della casa si raffredderà; il focolare cesserà praticamente di esistere, si tramuterà in un precario rifugio di qualche ora; il centro della vita giornaliera trasmigrerà altrove per il marito, per lei stessa, per i figli.
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[6.–] Ora, si voglia o no, per chi, uomo o donna, è sposato e insieme risoluto di restar fedele ai doveri di tale sua condizione, il bell’edificio della felicità non può inalzarsi che sullo stabile fondamento della vita di famiglia. Ma dove trovate voi la vera vita di famiglia senza un focolare, senza un centro visibile, reale, di convegno, che questa vita aduni, raccolga, radichi, mantenga, approfondisca, svolga e infiori? Non dite che materialmente il focolare esiste dal giorno che le due mani si saranno inanellate e congiunte, e i due sposi novelli avranno comune stanza sotto un medesimo tetto, nel loro appartamento, nella loro abitazione, ampia o ristretta, ricca o povera. No; non basta il focolare materiale per l’edificio spirituale della felicità. Bisogna elevare la materia in aura più spirabile, e dal fuoco terreno far sorgere la fiamma viva e vivificante della nuova famiglia. Non sarà l’opera di un giorno, specialmente se si dimori non in un focolare preparato già dalle generazioni precedenti, bensì, –come è oggi il caso più frequente, almeno nella città–, in un domicilio passeggiero, semplicemente affittato. Chi creerà allora, a poco a poco, di giorno in giorno, il vero focolare spirituale, se non l’opera per eccellenza di colei che è divenuta una “padrona di casa”? di colei, a cui si affida il cuore del suo sposo? Qualora il marito sia operaio, agricoltore, professionista, uomo di lettere o di scienze, artista, impiegato o funzionario, è inevitabile che l’azione di lui si eserciti per la maggior parte del tempo fuori di casa, o che in casa si confini a lungo nel silenzio del suo studio sfuggente alla vita di famiglia. Per lui il focolare domestico diverrá il luogo, ove, al termine del lavoro quotidiano, ristorerà le sue forze fisiche e morali nel riposo, nella calma, nella gioia intima. Per la donna, invece, regolarmente questo focolare rimarrà il ricetto e il nido dell’opera sua principale, di quell’opera che, di mano in mano, farà di quel ritiro, per povero che sia, una casa di lieta e tranquilla convivenza, che si abbellirà non di mobilia e di oggetti da albergo, senza stile nè impronta personale, senza propria espressione, bensì dei ricordi, che lasciano sugli arredi o appendono alle pareti gli avvenimenti della vita vissuta insieme, i gusti, i pensieri, le gioie e le pene comuni, tracce e segni, talvolta visibili, tal’altra quasi impercettibili, ma dai quali con l’ala del tempo il focolare materiale trarrà la sua anima. L’anima però di tutto sarà la mano e l’arte femminile, onde la sposa renderà attraente ogni angolo della casa, non foss’altro, con la vigilanza, con l’ordine e con la nettezza, col tenere pronta o apprestare ogni cosa al bisogno e al momento voluto: desinare per il conforto dalla fatica, letto per il riposo. Alla donna più che all’uomo Iddio ha concesso il dono, col senso della grazia e della piacevolezza, di rendere leggiadre e gradite le cose più semplici, precisamente perchè essa, formata simile all’uomo come aiuto per costituire con lui la famiglia, è nata fatta per diffondere la gentilezza e la dolcezza intorno al focolare di suo marito, e far sì che la vita a due vi si componga e si affermi feconda, e fiorisca nel suo svolgimento reale.
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[7.–] E quando alla sposa il Signore nella sua bontà avrà largito la dignità di madre al fianco di una culla, il vagito del neonato non scemerà nè distruggerà la felicità del focolare; ma anzi l’accrescerà e la sublimerà in quell’aureola divina, dove splendono gli angeli celesti e donde scende un raggio di vita che vince la natura e rigenera in figli di Dio i figliuoli degli uomini. Ecco la santità del talamo coniugale! Ecco l’altezza della maternità cristiana! Ecco la salvezza della donna sposata! Giacchè la donna, proclama il grande Apostolo Paolo, si salverà nella sua misione di madre, purchè rimanga nella fede e nella carità e nella santità con modestia (cfr. I Tim 2, 15). Ora voi comprenderete come “la pietà è utile a tutto, avendo promessa di vita, della presente e della futura” (I Tim 4, 8), ed essendo, come spiega S. Ambrogio, il fondamento di tute le virtù (Exposit. in Psalm. CXVIII, Serm. 18 n. 44. Migne PL t. 15, col. 1544). Una culla consacra la madre di famiglia; e più culle la santificano e glorificano innanzi al marito e ai figli, innanzi alla Chiesa e alla patria. Stolte, ignare di sè e infelici quelle madri che si rammaricano, se un nuovo bambino si stringe al loro petto e chiede alimento alla fonte del loro seno! Nemico della felicità del focolare domestico è il lamento per la benedizione di Dio, che lo circonda e accresce. L’eroismo della maternità è vanto e gloria della sposa cristiana: nella desolazione della sua casa, se è senza la gioia di un angioletto, la sua solitudine diventa preghiera e invocazione al cielo; la sua lacrima si accoppia col pianto di Anna che alla porta del tempio supplicava il Signore per il dono del suo Samuele (I Reg 1).
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[8.–] Elevate dunque, diletti sposi novelli, constantemente il vostro pensiero alla considerazione della vostra responsabilità per la serena letizia della vita coniugale, di cui non vi è neppure ignoto il lato arduo e grave.
[DR 3, 377-381]