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[0430] • PÍO XII, 1939-1958 • LA FAMILIA CRISTIANA, FUNDAMENTO Y ELEMENTO DE COHESIÓN DE LA SOCIEDAD

Del Discurso Sommamente gradita, a los Hombres de Acción Católica Italiana, en el XX Aniversario de su fundación, 20 septiembre 1942

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[10.–] ¿Acaso no sois los cabezas de la familia? Vuestra palabra, vuestro trabajo, vuestro impulso y vuestra dirección, ¿no han de extenderse más allá de la generación que sonríe sobre vuestras rodillas, que se nutre con vuestro pan y con vuestra instrucción, y que bajo vuestra vigilante y paternal mirada crece ahora en su adolescencia para avanzar mañana hacia la madurez? Vosotros, hombres ya hechos, guardáis dulce recuerdo y veneración de vuestro padre, que cumplió bien su misión de cabeza y que fue es tal vez aún– en su edad avanzada, y será aún después de su partida la imagen de un patriarca, bello con la belleza y dignidad de tan gran nombre. Magnífico espectáculo, especialmente en algunas regiones, ofrecen aquellas familias muy bien llamadas patriarcales, en las que el espíritu del abuelo desaparecido aletea todavía, perdura, se comunica y se transmite de generación en generación, como el mejor y más sacro patrimonio, guardado más celosamente que el oro y la plata. Sobre tales patriarcas y sobre tales familias es donde en verdad se apoya la sociedad con sus esperanzas y sus realidades; y esas casas, bendecidas y fecundadas por la religión, son las que dan a la sociedad civil y a la patria su más serena fisonomía, su más firme cohesión, su más fuerte vigor. En ellas encontráis y comprobáis una autoridad paterna respetada y potente, porque allí es venerada religiosamente; porque el hijo ve en su padre un reflejo de la paternidad de Dios; porque en aquellos hogares domésticos la fe en Cristo tiene la primacía de la reverencia, de la unión, de la sumisión y de la concordia.

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[11.–] Mas ¡cuántas virtudes ha de tener este reflejo como fundamento y como apoyo! Virtudes humanas, de lealtad, de paciencia, de firmeza, de obediencia, de amor; virtudes sobrenaturales que exaltan y espiritualizan las mismas virtudes humanas, a las que revisten en cada cosa y acción con el espíritu de fe. El padre que vive, que piensa, que habla y que obra como cristiano, hasta cuando discurre y trata sobre cosas e intereses terrenales, ¿no se hace tal vez educador y maestro del hijo que le escucha?; ¿no se hace padre por segunda vez, no ya de su cuerpo, sino de su espíritu por aquella profunda eficacia que ejerce en su alma, al transfundirle el espíritu de su fe, mejor aún que con sus consejos y con sus observaciones? Así es como el padre hará de su hijo un cristiano cual es él mismo; y el hijo, a su vez, atesorará y se aprovechará de la prudencia, de las palabras, de las acciones y de las tradiciones paternas.

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[12.–] Si sobre el horizonte de la familia domina y resplandece, con la religión que presupone tanto tesoro de virtud, el Sol del mundo que es Cristo, también el cabeza de familia, que tan vivamente se ilumina con este sol, difunde, en cuanto puede, la luz de su sabiduría religiosa, el calor de su afectuosa caridad, el movimiento de su ejemplo que impulsa y arrastra. Por ello, si penetráis en el recinto familiar, quedáis hondamente conmovidos por el ejercicio de la vida religiosa: cuando, por la mañana, según lo permitan las necesidades y las ocupaciones de la familia, veis cómo el padre, la madre, los hijos, se preparan para salir y dirigirse juntos a la Santa Misa, y en muchos días festivos arrodillarse todos en la iglesia ante la mesa sagrada; o cuando por la noche, después de haber andado dispersos durante una laboriosa jornada, los volvéis a encontrar a todos, padres, hijos y criados, reunidos para la oración común en casa, como en un verdadero santuario, donde el padre, por un oficio al que aun la misma civilización pagana daba carácter de augusta dignidad, preside en el culto de Dios con aquel tan íntimo sentimiento de verdadera fe, por el que a través de los rasgos del padre terrenal resplandece en la civilización cristiana la majestad del Padre que está en los cielos. Por ello, Nuestro Predecesor Pío XI, de inmortal memoria, comparaba esas virtuosas familias a un jardín en el que espontáneamente han de germinar y abrirse las flores del santuario (cf. Enc. Ad catholici sacerdotii 20 dic. 1935). Esas familias, ¿no son acaso las hijuelas florecientes en lirios y rosas, sobre las cuales suele descender la suprema bendición celestial de las vocaciones sacerdotales y religiosas?

[DyR 4, 221-223]