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[0436] • PÍO XII, 1939-1958 • HOGAR Y FAMILIA

De la Alocución La gioia, a unos recién casados, 27 enero 1943

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[1.–] El gozo que Nos siempre experimentamos al acoger a nuestro alrededor a los recién casados que vienen a pedir nuestra bendición, nace, entre otros motivos, de la esperanza que nos infunde el contemplar y considerar en ellos el santo y vasto oficio que Dios les confía, como es el de restaurar y fomentar una sociedad sana, fuerte, animada de espíritu y de sentimientos profunda y prácticamente cristianos. ¿Y no es eso lo que les está pidiendo el simple hecho de ser llamados a fundar un hogar?

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[2.–] ¡El hogar! ¡Cuántas veces, sobre todo desde que pensasteis en bodas, desde el tiempo de vuestro noviazgo, vosotros, amados recién casados, habéis escuchado resonar en vuestros oídos esta palabra entre el coro de los parabienes y felicitaciones de vuestros parientes y amigos! ¡Cuántas veces ha subido espontáneamente de vuestro corazón a vuestros labios! ¡Cuántas veces os ha llenado de una dulzura inefable! [...]

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[3.–] Sin embargo, tal vez este mismo encanto conduce fácilmente a una concepción vaga del hogar, como envuelto en una nube de rosa y de oro. Nos, por lo mismo, quisiéramos esta mañana haceros profundizar más en su significado. Nada quitará la precisión a su poesía, sino que manifestará mejor su belleza, su grandeza y su fecundidad.

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[6.–] II.–El hogar del que ahora queremos hablar es el de la familia que habéis fundado y encendido con vuestro matrimonio. Pero para merecer la alabanza de este hermoso nombre hay que cumplir una doble condición: la de concentrar e irradiar calor y luz. ¿Constituyen acaso un hogar los jóvenes esposos cuyo placer consiste en salir lo más posible de casa y no tienen buen humor sino en las fiestas, en las visitas, en los viajes y temporadas de recreo y en los espectáculos mundanos? No; no es un hogar la habitación descuidada, fría, desierta, muda, oscura, sin la serena y cálida lumbre de la convivencia familiar. Pero tampoco son verdaderos hogares aquellas moradas demasiado cerradas, clausuradas y casi inaccesibles, en las que no convergen la luz y el calor de fuera y que no irradian hacia el exterior, semejantes a cárceles o a yermos de solitarios.

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[7.–] Y sin embargo, ¡es tan hermoso un hogar íntimo, pero que irradie! ¡Sea así el vuestro, amados hijos e hijas, a imagen y semejanza del hogar de Nazaret! No ha habido ninguno más recogido que aquél, pero al mismo tiempo más cordial, más amable, más pacífico en su pobreza, más irradiador; porque, ¿no vive acaso y no se ilumina con su irradiación la sociedad cristiana? Mirad: a medida que se aleja de ella, el mundo se entenebrece y se hiela.

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[8.–] III.–¿Cuáles son, pues, esos rayos que deben aunarse y concentrarse en vuestro hogar para encontrar allí la fuerza de expansionarse luego en amplios haces de luz y de calor? Son variadísimos, como son varios los que emanan del sol con su gama infinita de colores y graduaciones, unos más luminosos, otros más cálidos. Son las gracias y los alicientes del espíritu, del corazón, del alma: se les suele llamar cualidades, dones, talentos: unos son el tesoro de una doble herencia atávica: otros se han adquirido por el trabajo, el esfuerzo y la lucha: los más preciosos son las virtudes infundidas misteriosamente en la naturaleza humana por la gratuita caridad del Espíritu Santo y aumentadas mediante el ejercicio de la vida cristiana.

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[9.–] Vuestras familias eran hasta ayer ajenas una a otra: ambas tenían sus tradiciones, sus recuerdos, sus rasgos propios de espíritu y corazón, que les daban una fisonomía peculiar; ambas tenían sus relaciones de parentesco y amistad; cuando he aquí que estos dos coros el día de vuestra boda se han concertado en vosotros en una nueva armonía, que se prolongará en vuestra descendencia, pero que comienza ya a resonar a vuestro alrededor. Dotados de esta doble herencia, os enriquecéis además con vuestras aportaciones personales puestas en común: los sucesos y encuentros de vuestra vida doméstica, profesional y social, vuestras conversaciones y lecturas, vuestros estudios literarios, científicos, artísticos, tal vez incluso filosóficos, pero sobre todo religiosos, os devuelven a las horas de intimidad, cargados de polen, como las abejas cuando se vuelven a las colmenas; y en vuestros confidenciales coloquios destiláis una miel dulcísima, nutritiva, ante todo, para vosotros mismos y que comunicaréis, tal vez sin daros cuenta, a los que os traten (1). En el contacto de cada día, en la necesaria concordia recíproca de pensamientos y de vida que se consigue por medio de innumerables pequeñas concesiones e innumerables pequeñas victorias, conseguiréis y aumentaréis de grado las virtudes morales, la fuerza y la dulzura, el ardor y la paciencia, la franqueza y la delicadeza. Ellas os unirán en un afecto siempre creciente, pondrán vuestro sello en la educación de vuestros hijos y darán a vuestra morada el atractivo de un encanto que no cesará de irradiarse en la sociedad que os trata u os rodea.

1. Cfr. Cant. IV, 11.

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[10.–] Tales han de ser las virtudes del hogar doméstico: en los esposos cristianos y en la familia cristiana están santificadas y elevadas al orden sobrenatural, y por lo mismo son de un valor incomparablemente superior a todas las capacidades naturales, porque cuando fuisteis hechos hijos de Dios se os injertaron con la gracia en el alma esas facultades de orden divino que ni los más heroicos esfuerzos puramente humanos serían capaces de engendrar tan siquiera en un grado ínfimo.

[FC, 346-350]