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[0468] • PÍO XII, 1939-1958 • MISIÓN DE LA MUJER EN LA FAMILIA Y EN LA VIDA SOCIAL Y POLÍTICA

De la Alocución Vous vous présentez, al Congreso Internacional de las Ligas Católicas Femeninas, 11 septiembre 1947

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[2.–] Mujeres y jóvenes católicas, antaño no habríais pensado sino en desempeñar dignamente vuestro papel: papel sagrado y fecundo, en el gobierno de un hogar sano, fuerte y radiante, o bien habríais consagrado vuestra vida al servicio de Dios en el retiro del claustro o en las obras del apostolado y de la caridad. Hermoso ideal en el que la mujer, en su verdadero lugar, y desde su verdadero sitio, ejercería calladamente una acción poderosa en todo su alrededor. Mas he aquí que aparecéis en el exterior, descendéis a la arena para tomar parte en la lucha: ni la habéis buscado ni la habéis provocado; pero la aceptáis con valor, no como víctimas resignadas o solamente con una resistencia vigorosa, pero meramente defensiva, antes bien queréis pasar a la contraofensiva buscando la conquista.

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[3.–] [...] Esta rica documentación refleja, como en un espejo, la situación actual –habría que decir, ¡ay!, el drama actual– del mundo femenino. En su centro convergen todos los rayos de la actividad de la mujer en su vida y política, actividad cuyo objeto es, ante todo, proteger la dignidad de la hija, de la esposa, de la madre; mantener el hogar, la casa y los hijos en su rango primordial en el conjunto de la misión de la mujer; salvaguardar las prerrogativas de la familia, dirigir todos los esfuerzos para asegurar, dentro de ella, al hijo bajo la vigilancia de los padres.

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[4.–] [...] Nos habíamos señalado peligros amenazadores, y entonces pensábamos Nos muy especialmente sobre lo que podría llamarse la secularización, la materialización, la esclavización de la mujer, y en todos los ataques dirigidos contra la dignidad y sus derechos tanto de persona como de cristiana. Los peligros se han hecho de día en día más graves, y la amenaza de día en día más opresora. Pero, en cambio, gracias a Dios, lejos de atenuarse los esfuerzos por la defensa, se han intensificado cada vez más.

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[8.–] Mas he aquí lo más trágico: sin la fe, sin la educación cristiana, privada de los socorros de la Iglesia, ¿dónde irá a encontrar la mujer desamparada el valor para no faltar a las exigencias morales que sobrepasan a las fuerzas meramente humanas? ¿Y esto bajo las ráfagas de un asalto vigoroso lanzado contra los fundamentos cristianos del matrimonio, de la familia, de toda la vida personal y social, por enemigos que saben explotar hábilmente contra las pobres mujeres y las pobres jóvenes las angustias, los terrores de la miseria que, bajo todas formas las atenazan? ¿Quién podría esperar el verlas resistir siempre tan sólo con las fuerzas de la naturaleza?

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[9.–] ¡Ay! ¡Cuántas no resisten! Sólo Dios sabe el número de estas pobres desorientadas, desesperadas, desanimadas o tristemente perdidas a consecuencia del naufragio de su pureza, de su honor.

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[10.–] Las lágrimas acuden a los ojos y el rubor a las mejillas al comprobar y al confesar –no hay más remedio que hacerlo– que, hasta en las esferas católicas, las doctrinas perversas sobre la dignidad de la mujer, sobre el matrimonio y la familia, sobre la fidelidad conyugal y el divorcio, y aun sobre la vida y la muerte, se infiltran poco a poco en los espíritus y, a la manera del gusano roedor, atacan en sus raíces la vida cristiana de la familia y de la mujer.

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[11.–] Nos parece oportuno el señalar aquí, porque su aspecto inofensivo y especioso vela sus fatales consecuencias, los peligros del corazón a los cuales, en nuestros días, se halla la mujer particularmente expuesta. Nos referimos a esa tendencia generosa que nos hace experimentar como nuestros, los sentimientos de los demás, sufrir juntos en sus angustias, participar en sus penas, en sus alegrías, en sus esperanzas. Y así decía San Pablo: ¿Quién es débil, que yo no me sienta débil también? ¿Quién viene a caer, sin que el fuego me devore?1. ¡Y cómo nos recomienda él que tengamos en nosotros los sentimientos de que estaba penetrado Jesucristo!2. ¿Qué hay, pues, que temer para el corazón así comprendido? Ilusiones sutiles. No basta que sea bueno, sensible, generoso; ha de ser prudente y fuerte. La indulgente debilidad de los padres les ciega y causa la desgracia de sus hijos. En el orden social, una semejante sensibilidad ciega el espíritu y le hace sostener en teoría tesis monstruosas y predicar prácticas inmorales y nefastas. ¿Y no es acaso una de ellas esa falsa compasión que pretende justificar la eutanasia y el libertar al hombre del sufrimiento purificador y meritorio, no por medio de un alivio caritativo y laudable, sino por medio de una muerte como la que se da a un animal sin razón y sin inmortalidad? ¿Y no es una de ellas esa compasión, excesiva en sus conclusiones, por las esposas desgraciadas, con la cual se pretende legitimar el divorcio? ¿Y no es una de ellas esa desviación de una justa solicitud hacia las víctimas de la iniquidad social que, difuminada con vanas y declamatorias promesas, las arranca de los brazos maternales de la Iglesia para lanzarlas entre las garras de un materialismo ateo, vulgar explotador de la miseria?

1. 2 Cor. 11, 29.

2. Phil. 2, 5.

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[13.–] Testigos de una crisis de tanta gravedad no podemos contentamos con deplorarla ni con formular deseos estériles. El punto capital es unir y dirigir todas las fuerzas vivas hacia la salvación de la educación femenina y familiar cristiana.

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[15.–] [...] Seguramente que la batalla puede ser ruda, y precisamente la batalla por los derechos de la familia, por la dignidad de la mujer, por el niño y por la escuela. Pero a vuestro lado tenéis a la sana naturaleza y, por consiguiente, a los espíritus rectos y de buenos sentimientos que son, después de todo, la mayoría; pero sobre todo tenéis a Dios. Haced que sea una realidad aquel pensamiento de San Pablo: Vuestra fe os ha hecho héroes en el combate4[3].

4[3]. Hebr. 11, 33 sqq.

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[23.–] La consigna debe ser plenamente la contraria: para la fe, para Cristo, en toda la medida de lo posible, presencia en todas partes donde se traten los intereses vitales, donde se preparen las leyes tocantes al culto de Dios, al matrimonio, a la familia, a la escuela, al orden social, dondequiera que se forja, mediante la educación, el alma de un pueblo. Y desgraciadamente, con demasiada frecuencia hay que lamentar la ausencia de las organizaciones católicas en aquellos lugares. Pesada es, en consecuencia, la responsabilidad de todo el que –hombre o mujer– goza del derecho político del voto, sobre todo cuando los intereses religiosos están en peligro: en este caso, la abstención es, de por sí, sépanlo bien, un grave y fatal pecado de omisión. Por lo contrario, hacer uso y buen uso de este derecho, es trabajar con eficacia por el verdadero bien del pueblo, es obrar como leales defensores de la causa de Dios y de la Iglesia.

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[25.–] Manteniendo la línea de separación entre la doctrina cristiana y tales teorías, la Iglesia ha tenido siempre muy presente el verdadero bien del pueblo, el verdadero bien común. Desde el momento en que se trata de justas reivindicaciones sociales, ella está siempre a la cabeza para promoverlas. Y en particular la que vosotras mismas, amadas hijas, formuláis expresamente en vuestro programa –un más equitativo reparto de las riquezas– ha sido siempre y continúa siendo siempre uno de los principales objetivos de la doctrina social católica. Otro tanto podemos decir Nos de la igualdad del salario, supuesto igual trabajo y rendimiento, entre el hombre y la mujer, reclamación que la Iglesia ha hecho suya desde hace ya largo tiempo.

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[26.–] Queda, por fin, el terreno de la vida política. En muchas circunstancias, ya hemos tocado Nos algunos puntos. Este terreno tiene muchos aspectos distintos: la salvaguarda y el cuidado de los intereses sagrados de la mujer mediante una legislación y un régimen que respete sus derechos, su dignidad, su función social –la participación de algunas mujeres en la vida política para bien, salvación y progreso de todas.

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[27.–] Vuestra misión, la propiamente vuestra, es, de una manera general, trabajar para hacer a la mujer cada vez más consciente de sus derechos sagrados, de sus deberes, de su poder, así sobre la opinión pública en las relaciones cotidianas como sobre los poderes públicos y la legislación mediante el buen uso de sus prerrogativas de ciudadana.

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[28.–] Tal es vuestra misión común. No se trata, en efecto, de haceros entrar en masa en la carrera política, en las asambleas públicas. Y deberéis, al menos la mayoría de vosotras, consagrar lo mejor de vuestro tiempo y de vuestro corazón al cuidado de la casa y de la familia. Nos no perdemos de vista que la edificación de un hogar, donde todos se encuentren felices y contentos, y la educación de los niños son realmente una contribución de primer orden al bien común, un servicio apreciable en interés del pueblo entero. Y para Nos es un gran motivo de alegría el hecho –vosotras mismas lo ponéis de relieve con razón– de que, en el seno de las familias rurales, es decir, en una gran parte de la humanidad, la acción de la mujer en el hogar doméstico coincide todavía muy felizmente con su cooperación a la economía familiar y nacional.

[EyD, 687-693]