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[0478] • PÍO XII, 1939-1958 • EL JUEZ CIVIL Y LAS LEYES DIVORCISTAS

De la Alocución Con felice pensiero, a unos Juristas Católicos, 6 noviembre 1949

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[12.–] Los insolubles contrastes entre el alto concepto del hombre y del derecho, según los principios cristianos, que hemos tratado de exponer brevemente, y el positivismo jurídico pueden ser en la vida profesional fuentes de íntima amargura. Conocemos bien, amados hijos, cómo no rara vez en el ánimo del jurista católico que quiere conservar su fidelidad a la concepción cristiana del derecho surgen conflictos de conciencia, particularmente cuando se encuentra en la coyuntura de tener que aplicar una ley que la conciencia misma condena como injusta. Gracias a Dios vuestro deber está aquí aligerado por el hecho de que en Italia el divorcio (causa de tantas angustias interiores, aun para el magistrado que debe ejecutar la ley) no tiene derecho de ciudadanía. Pero, en realidad, desde el fin del siglo XVIII se han multiplicado –especialmente en las regiones donde arreciaba la persecución contra la Iglesia– los casos en que los magistrados católicos han venido a encontrarse ante el angustioso problema de la aplicación de leyes injustas. Por eso aprovechamos la ocasión de esta reunión vuestra en torno a Nos para iluminar la conciencia de los juristas católicos mediante la enunciación de algunas normas fundamentales.

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[13.–] 1) Para toda sentencia vale el principio de que el juez no puede, pura y simplemente, apartar de sí la responsabilidad de su decisión para hacerla recaer toda sobre la ley y sus autores. Ciertamente son éstos los principales responsables de los efectos de la ley misma. Pero el juez, que con su sentencia la aplica a cada caso particular, es concausa, y, por lo tanto, corresponsable de sus efectos.

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[14.–] 2) El juez no puede nunca con su decisión obligar a nadie a un acto intrínsecamente inmoral; es decir, contrario por su naturaleza a las leyes de Dios y de la Iglesia.

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[15.–] 3) No puede en ningún caso reconocer y aprobar expresamente la ley injusta (la cual, por lo demás, no constituiría nunca los fundamentos de un juicio válido en conciencia y ante Dios). Por eso no puede pronunciar una sentencia penal que equivalga a tal aprobación. Su responsabilidad sería todavía más grave si su sentencia causara escándalo público.

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[16.–] 4) Sin embargo, no toda aplicación de una ley injusta equivale a su reconocimiento o su aprobación. En este caso el juez puede –y a veces acaso debe– dejar seguir su curso a la ley injusta, siempre que sea el único medio de impedir un mal mucho mayor. Puede inflingir una pena por la transgresión de una ley inicua si ésta es de tal naturaleza que aquel que resulte condenado está razonablemente dispuesto a sufrirla para evitar un daño o para asegurar un bien de mucha mayor importancia, y si el juez sabe o no puede prudentemente suponer que tal sanción será voluntariamente aceptada por el transgresor por motivos superiores. En los tiempos de persecución, frecuentemente sacerdotes y seglares se han dejado condenar, sin oponer resistencia, incluso por magistrados católicos, a multas o a privación de la libertad personal por infracción de leyes injustas, cuando de este modo era posible conservar para el pueblo una magistratura honesta y apartar de la Iglesia y de los fieles muchas más temibles calamidades.

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[17.–] Naturalmente, cuanto más graves consecuencias tenga la sentencia judicial, tanto más importante y general debe ser también el bien que ha de protegerse o el daño que ha de evitarse. Hay, sin embargo, casos en que la idea de la compensación, mediante la consecución de bienes superiores o el alejamiento de males mayores no puede tener aplicación, como en el caso de la sentencia de muerte. En particular, el juez católico no podrá pronunciar, sino por motivos de gran importancia, una sentencia de divorcio civil (donde éste rige) para un matrimonio válido ante Dios y la Iglesia. El juez no debe olvidar que tal sentencia prácticamente no viene a anular sólo los efectos civiles, sino, en realidad, conduce a hacer considerar erróneamente el vínculo actual como roto, y el nuevo como válido y obligatorio.

[EM, 558-563]