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[0486] • PÍO XII, 1939-1958 • DEBERES Y DERECHOS DE LA FAMILIA. EL FIN PRIMARIO DEL MATRIMONIO

De la Alocución Un pèlerinage, a padres de  familia franceses peregrinos en Roma (Italia), 18 septiembre 1951

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[1.–] ¡Una peregrinación de padres de familia! ¡Qué alegría tan grande para Nuestro corazón! Tantas y tantas veces, a propósito de las más diversas cuestiones, hemos insistido Nos sobre la santidad de la familia, sobre sus derechos y sobre su función como célula fundamental de la sociedad humana. Por ello, su vida, su salud, su vigor, su actividad son las que, en el orden, aseguran la vida, la salud, el vigor, la actividad de la sociedad entera. La familia responde ante Dios de su existencia y de su dignidad como de su función social, porque de Dios las ha recibido. Inalienables e intangibles son sus derechos; ante todo delante de Dios, y secundariamente delante de la sociedad, tiene la familia el deber de defender, de reivindicar y de promover efectivamente tales derechos y tales privilegios, no tan sólo para su propio beneficio, sino para la gloria de Dios, para el bien de la colectividad.

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[2.–] ¡Cuántas veces se han cantado las alabanzas de la madre, saludando en ella el corazón y el sol de la familia! Pero, si la madre es su corazón, el padre es su cabeza; y, por lo tanto, del valor de la virtud y de la actividad del padre dependen primordialmente la salud y la eficiencia de la familia.

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[3.–] Habéis comprendido, queridos hijos, y por ello os habéis reunido aquí, la necesidad que el padre de familia tiene de conocer inteligente, social y cristianamente su oficio y sus deberes, y habéis venido con intención de solicitar los consejos y la bendición del Padre común, jefe de la gran familia humana.

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[4.–] Claro es que vuestro primer deber, en el santuario del hogar familiar, es el de proveer –respetando y perfeccionando cuanto posible sea humanamente su integridad, su unidad y la jerarquía natural que une entre sí a los miembros– a la conservación, a la salud corporal, intelectual, moral y religiosa de la familia. Y este deber lleva consigo evidentemente el de defender y el de promover sus derechos sagrados, singularmente el derecho de cumplir sus obligaciones para con Dios y constituir, con toda la fuerza de este término, una sociedad cristiana;

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[5.–] Defender sus derechos contra todas las violencias o influencias exteriores capaces de atentar a la pureza, a la fe, a la estabilidad sacrosanta de la familia;

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[6.–] Promover estos mismos derechos, reclamando de la sociedad civil, política y cultural por lo menos los medios indispensables para su libre ejercicio.

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[7.–] Para el cristiano existe una regla que le permite determinar con certeza el alcance de los derechos y deberes de la familia dentro de la comunidad del Estado. He aquí su fórmula: la familia no es para la sociedad sino que la sociedad es para la familia. La familia es la célula fundamental, el elemento constitutivo de la comunidad del Estado, porque, para emplear las palabras mismas de Nuestro Predecesor Pío XI, de f. m.: tal será la sociedad cuales sean las familias y los individuos de que consta, como el cuerpo se compone de sus miembros1. Por lo tanto, debería el Estado, en virtud misma –digámoslo así– del instinto de conservación, cumplir lo que esencialmente y según el plan de Dios Creador y Salvador es deber primordial suyo, a saber: garantizar absolutamente los valores que aseguran a la familia el orden, la dignidad humana, la salud, la felicidad. Estos valores, que propiamente son elementos del bien común, jamás pueden ser sacrificados ante lo que aparentemente podría ser un bien común. Baste indicar, a título de ejemplo, algunos valores que actualmente se encuentran en mayor peligro: la indisolubilidad del matrimonio; la protección de la vida antes del nacimiento; la habitación conveniente a la familia, no ya a la de uno o dos hijos, sino a una familia normalmente más numerosa; la seguridad del trabajo, porque el paro del padre es el peligro más amargo para la familia; el derecho de los padres sobre sus hijos frente al Estado; la plena libertad de los padres para educar a sus hijos en la verdadera fe y, por lo tanto, el derecho de los padres católicos a la escuela católica; las condiciones de vida pública tales que las familias y sobre todo la juventud no estén en la certeza moral de tener que soportar su corrupción.

1. Encycl. Casti cunnubii, 31 dec. 1939, acta Apost. Sedis, vol. XXII, 1930, p. 554 [1930 12 31/37].

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[8.–] Sobre este punto, y aun sobre otros que tocan más al fondo de la vida familiar, no existe entre las familias diferencia alguna; en otras cuestiones económicas y políticas, por lo contrario, pueden encontrarse en condiciones muy diversas, dispares y, a veces, en concurrencia, si no en oposición. En ellas es donde hay que esforzarse –y los católicos deberán en ello dar el ejemplo– por promover el equilibrio aun a costa de sacrificar intereses particulares, atendiendo a la paz interior y a una sana economía.

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[9.–] Pero en los derechos esenciales de las familias, los verdaderos hijos de la Iglesia se comprometerán a sostenerlos a ultranza. Podrá suceder que aquí o allá, en un punto o en otro, se vean obligados a ceder ante la superioridad de las fuerzas políticas. Mas en tal caso no se capitula, sino que se tolera. Pero en circunstancias tales es necesario que la doctrina quede a salvo y que se empleen todos los medios eficaces para encaminarse progresivamente hacia aquel fin al que jamás puede renunciarse.

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[10.–] Entre estos medios, eficaces aun a largo plazo, uno de los más poderosos es la unión entre los padres de familia, firmes en las mismas convicciones y en la misma voluntad. Vuestra presencia aquí es un testimonio de que tal es vuestra decisión.

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[11.–] Otro medio que, aun antes de obtener el resultado apetecido, no es jamás estéril, y que, a falta o durante la expectación del éxito que se trata de conseguir, reporta siempre sus frutos, es el cuidado –dentro de tal coalición de padres de familia–de procurar esclarecer la opinión pública, tratando de persuadirla poco a poco para que favorezca al triunfo de la verdad y de la justicia. No debe desdeñarse ni omitirse esfuerzo alguno para operar sobre aquélla.

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[12.–] Hay un terreno sobre el cual se impone, con trágica urgencia, esta educación de la opinión pública y su rectificación. En este terreno, ella se ha encontrado pervertida por una propaganda que sin duda hay que llamar funesta, aunque ella emane, en este caso, de fuente católica y trate de actuar sobre los católicos, bien que quienes la ejercen no parezcan sospechar que, sin saberlo, se hallen ilusionados por el espíritu del mal.

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[13.–] Nos referimos aquí a los escritos, libros y artículos, tocantes a la iniciación sexual, que en la actualidad obtienen frecuentemente enormes éxitos de librería e inundan el mundo entero, invadiendo la infancia, sumergiendo la generación adolescente, perturbando a novios y a recién casados.

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[14.–] Con toda la seriedad, atención y dignidad que la materia exige, la Iglesia ha tratado la cuestión de una instrucción en esta materia, tal como la aconsejan o la reclaman así el desarrollo físico y psíquico normal del adolescente como los casos particulares ofrecidos por las diversas condiciones individuales. Puede la Iglesia atribuirse con justicia que, dentro del más profundo respeto para la santidad del matrimonio, ella –en teoría y en la práctica– ha dejado a los esposos libres en lo que, sin ofensa del Creador, queda autorizado por el impulso de una naturaleza sana y honesta.

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[15.–] Pavor causa el contemplar la intolerable desvergüenza de semejante literatura: cuando, ante el secreto de la intimidad conyugal, hasta el mismo paganismo parecía detenerse con respeto, es de ver cómo se viola su misterio y se ofrece su visión –sensual y vivida– como pasto para el gran público y aun para la misma juventud. Y en verdad que ocurre preguntarse si se ha marcado suficientemente la frontera entre esa iniciación, que a sí misma se llama católica, y la prensa o la ilustración erótica y obscena, que intencionadamente busca la corrupción o explota vergonzosamente, por vil interés los más bajos instintos de la naturaleza decaída.

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[16.–] Y esto no es todo. Esa propaganda amenaza, además, al pueblo católico con un doble azote, por no emplear una expresión más fuerte. En primer lugar, exagera desmesuradamente la importancia y el alcance del elemento sexual dentro de la vida. Concedamos que esos autores, desde el punto de vista puramente teórico, mantengan aún los límites de la moral católica; pero no es menos cierto que su manera de exponer la vida sexual es de tal naturaleza que le atribuyen, en el espíritu del lector medio y en su juicio práctico, la naturaleza y el valor de un fin en sí mismo. Y con ello se hace perder de vista el verdadero fin primario del matrimonio, que es la procreación y educación del niño, y el grave deber de los esposos ante este fin, que los escritos de que Nos hablamos dejan demasiado en la sombra.

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[17.–] En segundo lugar, esa literatura –llamémosla así– no parece tener en cuenta alguna la experiencia general de ayer, de hoy y de siempre, como fundada en la naturaleza, que prueba cómo, en la educación moral, ni la iniciación ni la instrucción presentan de suyo ventaja alguna, y que, por lo contrario, es gravemente malsana y perjudicial, si no está fuertemente ligada a una constante disciplina, a un vigoroso dominio de sí mismo, y, sobre todo, al uso de las fuerzas sobrenaturales de la oración y de los sacramentos. Todos los educadores católicos dignos de su nombre y de su misión saben bien el papel preponderante de las energías sobrenaturales en la santificación del hombre, joven y adulto, célibe o casado. De todo esto, en semejantes escritos, apenas si aflora una palabra, si es que no se oculta todo en el silencio. Los principios mismos, que en su encíclica Divini illius Magistri, Nuestro Predecesor Pío XI puso tan sabiamente en claro, sobre la educación sexual y las cuestiones conexas, quedan –¡triste sino de los tiempos!– eliminados con un revés de mano o con una sonrisa: Pío XI, dicen, lo escribía hace veinticinco años, para sus tiempos. ¡Y desde entonces, se ha caminado tanto!

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[18.–] Padres de familia aquí presentes: sobre toda la superficie de la tierra, en todos los países, existen tantos otros cristianos, padres de familia como vosotros, que participan de vuestros sentimientos; uníos, pues, con ellos –siempre, claro está, bajo la dirección de vuestros Obispos–; solicitadles todo su poderoso concurso a todas las mujeres y madres católicas, para combatir juntamente, sin timidez y sin respeto humano, a fin de anular y detener esas campañas, cualquiera que sea el nombre y el patrocinio con que se encubran y se autoricen.

No sin razón habéis colocado vuestra peregrinación bajo la especial protección del gran Papa de la Eucaristía, el Beato Pío X. Confiad en el socorro de la Virgen Inmaculada, Madre purísima, Madre castísima, auxilium christianorum; confiad en la gracia de Cristo, fuente de toda pureza, que jamás abandona a los que trabajan y combaten por el advenimiento y la consolidación de su reinado. Con la más viva esperanza de que vuestros esfuerzos y vuestras oraciones han de acelerar el triunfo de este reinado, a vosotros, a todas vuestras familias, a todos los padres cristianos unidos a vosotros en espíritu, en oración y en acción, damos Nos de todo corazón Nuestra Bendición Apostólica.

[EyD, 1697-1700]