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[0743] • PAULO VI, 1963-1978 • LA ADMINISTRACIÓN DE LA JUSTICIA AL SERVICIO DE LA INSTITUCIÓN MATRIMONIAL

Del Discurso Magna cum laeti tia, a la Rota Romana, en la Apertura del Año Judicial, 9 febrero 1976

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[6.–] [...] Nos referimos a las causas matrimoniales, cuyos grandes incrementos constituyen un indicio lamentable de los peligros a que se encuentra sometida la sociedad de nuestro tiempo, en lo que concierne a la estabilidad, fuerza y felicidad de la institución familiar.

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[7.–] Nos alegramos verdaderamente porque la solicitud del Concilio Vaticano Segundo, al promover el carácter espiritual del matrimonio y al abrir nuevos caminos a la labor pastoral de la Iglesia, animó y potenció el serio cometido de este Tribunal, para que percibiera el significado pleno de un plan más personal, propuesto por el magisterio del Concilio, que se basa en la idéntica estimación del amor conyugal y en la mutua perfección de los cónyuges. A pesar de todo esto, no se puede minimizar la dignidad y la estabilidad de la institución familiar ni disminuir la excelencia y el cometido conyugal de la procreación que proceden de dicha institución (Cfr. Const. Gaudium et spes, 47-48). [...]

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[8.–] Una vez más nos agrada afirmar cuánto confía la Iglesia en vosotros en lo que concierne a esta ayuda, utilísima y extraordinariamente necesaria, para defender y fortalecer la institución matrimonial. Así pues, son patentes los resultados felices de vuestras sentencias, que se han conseguido cultivando las disciplinas jurídicas, biológicas, psicológicas y sociales –por cuyo medio el matrimonio es mejor conocido y considerado de acuerdo con su verdadera naturaleza como comunidad de amor–; vosotros, al mismo tiempo, os habéis adherido firmemente a aquellos principios primarios, a los que siempre se han ajustado la doctrina y la costumbre de la Iglesia, bien para hacer frente a los errores sobre la institución matrimonial, o bien para dirigir el mismo matrimonio hacia donde brille con más perfección en el tiempo y de forma más congruente con el carácter de su unión conyugal y de sacramento.

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[9.–] Ahora, el hilo de nuestro discurso nos invita a que dirijamos vuestras mentes y pensamientos hacia ciertas opiniones que circulando hoy en algunas corrientes han surgido de los nuevos caminos abiertos por el Concilio, los promotores de dichas opiniones, al exaltar algunas veces más de lo justo los bienes del amor conyugal y de la perfección de los cónyuges, han avanzado tanto que ponen en segundo lugar el bien fundamental de la prole, y hasta incluso lo posponen totalmente; consideran el amor conyugal como un elemento de tan gran importancia, incluso en el derecho, que someten a él la validez misma del vínculo matrimonial, y por ello abren la puerta al divorcio no poniendo casi obstáculo ninguno, como si, al faltar el amor (o mejor, la primigenia pasión del amor) faltase la validez misma de la irrevocable alianza conyugal, que ha surgido del libre y pleno consentimiento del amor.

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[10.–] Estamos plenamente convencidos de que os es ampliamente conocida esta observación, la cual consideramos extraordinariamente digna de que en este momento y en este lugar se insista sobre ella.

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[11.–] En modo alguno se puede dudar de la importancia que el Concilio atribuye al amor conyugal, ya que lo considera como una condición perfecta del matrimonio y como una meta óptima, de la que son advertidos los cónyuges, para que constantemente dirijan su vida a ella. Ello nos interesa extraordinariamente aclarar de nuevo aquí; es decir, la doctrina cristiana de la institución familiar, como sabéis perfectamente, en modo alguno puede admitir una doctrina del amor conyugal que conduzca a abandonar o a disminuir la fuerza y el significado del conocidísimo principio: el matrimonio está constituido por el consentimiento de las partes. Este principio, ciertamente, tiene la máxima importancia en toda la doctrina canónica y teológica recibida de la tradición, y el mismo siempre ha sido propuesto por el magisterio de la Iglesia como uno de los principales capítulos en los que se apoyan el derecho natural de la institución matrimonial y el precepto evangélico (Cfr. Mt 19, 5-6; Denzinger-Schönmetzer, nn. 643, 756, 1497, 1813, 3713 y 3701).

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[12.–] En virtud de este principio, perfectamente conocido por todos, el matrimonio se produce en el mismo momento en el que los cónyuges prestan el consentimiento matrimonial jurídicamente válido. Dicho consentimiento es acto de la voluntad con carácter de pacto (o alianza del matrimonio, para emplear la expresión, hoy más admitida que el término contrato), que, ciertamente, produce, en un punto de tiempo indivisible, el efecto jurídico, o matrimonio “in facto esse”, como dicen, o estado vital, y posteriormente no tiene fuerza alguna para la “realidad jurídica” que creó. De donde se sigue que, al crear al mismo tiempo el efecto jurídico o vínculo matrimonial, tal consentimiento se convierte en irrevocable y carece de fuerza para destruir lo que creó.

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[13.–] Hay que negar, bajo todos los conceptos, que, al llegar a faltar cualquier elemento subjetivo, como es, en primer lugar, el amor conyugal, el matrimonio no puede existir como realidad jurídica, que arrancó su origen del consentimiento dado una vez y jurídicamente eficaz para siempre. En lo que concierne al derecho, esta realidad continúa existiendo, no dependiendo en modo alguno del amor, y permanece aun cuando desaparezca totalmente el efecto del amor, ya que los cónyuges, al dar el consentimiento libre, no hacen otra cosa sino ingresar e insertarse en un orden objetivo, o “institutum”, que está por encima de ellos, y que no depende en modo alguno de ellos ni en cuanto a su naturaleza ni en cuanto a sus propias leyes. El matrimonio trae su origen no de la libre voluntad de los hombres, sino que ha sido instituido por Dios que lo quiso dotado y gobernado por sus leyes, ordinariamente conocidas y alabadas sobre toda ponderación por los cónyuges que deben aceptarlas en bien de ellos mismos y en bien de los hijos y de la sociedad. Afectado por un sentimiento mutuo, el amor se convierte en deber vinculante (Cfr. Efes 5, 25).

1976 02 09 0014

[14.–] Todas estas cosas no deben ser interpretadas como para disminuir en cierto modo la importancia y la dignidad del amor conyugal, ya que la gran abundancia de bienes, aneja a la institución matrimonial, no está contenida solamente en los elementos jurídicos. El amor conyugal, aun cuando no se adquiera en el campo del derecho, ejerce, sin embargo, un cometido nobilísimo y necesario en el matrimonio. Existe cierta fuerza de orden psicológico que Dios prefijó para los mismos fines del matrimonio. Así pues, donde falta el amor, los cónyuges carecen de un estímulo válido para realizar con sinceridad todos los cometidos y mutuos deberes de la comunidad conyugal. Por el contrario, donde impera un verdadero amor conyugal, es decir, amor humano... pleno... fiel y exclusivo hasta la muerte... fecundo (Cfr. carta encíclica Humanae vitae, n. 9), entonces el matrimonio puede conseguirse según la forma plena de perfección, que puede alcanzar por la misma naturaleza.

[E 36 (1976), 284-285]