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[0749] • PAULO VI, 1963-1978 • EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO, FUENTE DE GRACIA

De la Alocución Votre présence, a los Equipos de Nuestra Señora, 22 septiembre 1976

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[1.–] [...] Alegría de saber que a través de vosotros nuestra voz se dirige a todos los cristianos llamados a realizar en el matrimonio y en la vida de familia una auténtica vocación humana y cristiana.

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[3.–] [...] Pero hoy, en que la evolución de la sociedad viene a poner en duda hasta el dominio de la moral, queremos solamente añadir algunas breves reflexiones para afirmar vuestras convicciones de cara a las cuestiones suscitadas estos últimos tiempos a propósito de la familia, para fortificar vuestra fe y consolidar vuestra esperanza en el sacramento del matrimonio que es efectivamente el vuestro, para que lo viváis con mayor plenitud “entre las tribulaciones del mundo y los consuelos de Dios” (S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51. 2: P. L., 41, 614, citado en Lumen gentium, n. 8).

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[4.–] Al evocar el título magnífico y comprometido de la “Iglesia doméstica”, recordamos, hace algunos meses, a las familias cristianas el potencial evangelizador que hay en él (Cfr. Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 71). Los invitamos a pensar que la fuerza de la Buena Nueva de Jesucristo, anuncio de salvación, predicación de la ley del amor y de las exigencias evangélicas, llamada a entrar en la comunidad de los creyentes, se presenta en el interior de cada familia cristiana como una corriente de afecto, de confianza, de intimidad, que une a sus miembros. Mas, añadimos también, esa fuerza debe irradiar igualmente desde las familias cristianas a otras familias.

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[5.–] Abordamos ya este tema al dirigimos al Comité para la Familia en su última asamblea (Cfr. “O. R.” 14 de marzo de 1974: AAS, LXVI, 1974, pp. 232-234), y muy recientemente todavía hemos subrayado que, para construir la Iglesia universal y las Iglesias locales, es preciso comenzar por la humilde e indispensable construcción de la Iglesia doméstica (Cfr. “O. R.” 12 de agosto de 1976).

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[6.–] Permitidnos recordarlo ahora. El matrimonio es, en verdad, un estado de vida voluntariamente escogido, en el que se busca el bienestar, la dicha de la pareja y de los hijos, que se vive –especialmente si se es cristiano– bajo la luz de la fe y contando con la gracia de Dios. Pero es igualmente un testimonio que se rinde, y una misión que se cumple. Y, por estas últimas dimensiones, la institución familiar mira hacia fuera, hacia los demás, está hecha para el bien de los otros. La familia debe, pues, buscar tener en tanto que tal, un valor evangelizador y misionero. Cumple esta misión, esforzándose en llevar un testimonio real de vida cristiana y llegando a ser así, siempre en primer lugar, una llamada a acoger la Buena Nueva del Evangelio.

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[8.–] Numerosos hogares os estarán reconocidos por la ayuda que les llevaréis de este modo. La mayoría de las parejas, en efecto, tienen hoy día necesidad de ser ayudadas. Son presa primero de la desconfianza y de la duda, luego del miedo y del desánimo, y, finalmente, del abandono de los más nobles valores del matrimonio. Con frecuencia están en tal estado porque quienes deberían ser sus maestros han puesto en duda estos valores, han rebajado sus dimensiones teológicas, han estimado utópicas, desfasadas, inaccesibles, inútiles, las exigencias más fundamentales del matrimonio y la familia.

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[9.–] Se necesita, por ello, reafirmar incesantemente estos valores y estas exigencias por medio del testimonio de los hogares cristianos, pero también –es una necesidad de nuestro tiempo– por la palabra clara y animosa de los pastores y de los maestros, en una adhesión sin fallos al Magisterio de la Iglesia.

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[10.–] El matrimonio –no cesamos de recordarlo– es una comunidad fundada sobre el amor, y hecha estable y definitiva por una alianza y un compromiso irrevocables. El amor verdadero es, pues, el elemento más importante de esta comunión: es donación, renuncia, servicio, superación. Pero esa comunión, una vez elegida, no está ya a merced de los altibajos de un querer humano subjetivo, cambiante e inestable. Está por encima de las alternativas de la pasión, del arbitrio, de las coyunturas. Por eso es por lo que el matrimonio no puede estar ligado a las vicisitudes del sentimiento –por noble que sea: pero en cuanto tal sujeto a variaciones, al debilitamiento, a las desviaciones y a la destrucción–. Queremos reafirmar aún esta doctrina tradicional y recordada por la constitución pastoral Gaudium et spes (n. 48), contra la falaz argumentación según la cual el matrimonio termina cuando el amor –pero, ¿qué amor?– se extingue (confróntese nuestro discurso a la Sagrada Rota Romana el 9 de febrero de 1976; AAS, LXVIII, 1976, pp. 204-208).

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[11.–] Para los cristianos, este compromiso se adquiere ante Dios y delante de la Iglesia. La relación interpersonal de los esposos se convierte en sacramento: la garantiza una presencia activa y determinante del mismo Cristo. Es lo que hace el esplendor del matrimonio cristiano; lo que da la seguridad de que las exigencias del amor conyugal pueden asumirse sin miedo por los esposos, aunque sean seres débiles y pecadores. La página del Evangelio de San Juan, donde se dice, a propósito de las bodas de Caná, que Jesús mismo estaba allí (Cfr. Jn 2, 2), debe tener una significación literal en la vida de las parejas cristianas. Él debe ser el invitado de todas las horas, capaz de transformar el agua de la rutina y del dejar pasar –lo que siempre hay que temer– en el vino de un amor cada vez más rejuvenecido, en el vino ideal renovado, en el de una fortaleza adoptada constantemente para vencer los obstáculos. El amor de Dios arraiga en vuestras vidas tanto más, cuanto más os ayudáis recíprocamente para abriros a Él.

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[12.–] Comprendida de esta forma la comunión interpersonal, prolongada por el nacimiento de los hijos, es una marca del amor y de la bondad de Dios. Cada pareja cristiana y cada hogar de cristianos proclama por su sola existencia que Dios es amor y que Él quiere el bien de la Humanidad.

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[13.–] La cruz no está ciertamente ausente de esta comunión, como no lo está de ninguna manifestación de amor. Será, por tanto, vano y peligroso querer un matrimonio que no lleve en absoluto el signo de la cruz, ya por los sufrimientos físicos, ya por los dolores morales o espirituales. Sin embargo, vosotros estáis aquí para testimoniar que la gracia, la fuerza y la fidelidad de Dios dan fortaleza para llevar la cruz. El sacramento es una fuente permanente de gracia que acompaña a los esposos a todo lo largo de su vida.

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[14.–] Por otro lado, es sobre esta fidelidad de Dios sobre la que insisten San Pablo (Cfr. 1 Cor 1, 9; 2 Tim 2, 13) y San Juan (1 Jn 1, 9; Ap 1, 5; 3, 14); es la que ha suscitado el querer: ella permitirá llegar al fin (Ph 2, 13); inspira, provoca y, a la vez, hace posible la fidelidad en el matrimonio. Generosa y magnánima fidelidad de un cónyuge para con el otro, de los dos a su misión común y al ideal que no realizarán más que juntos y codo con codo, como los ha encontrado el matrimonio, fidelidad a sus hijos, fidelidad a la sociedad en la que viven y aceptan servirla bien. Es posible entonces, dígase lo que se diga en nuestros días, guardar y desarrollar esta fidelidad desde el principio al fin.

[E 36 (1976), 1455-1456]