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[0776] • JUAN PABLO I, 1978 • LA FAMILIA CRISTIANA, COMUNIDAD DE AMOR

Del Discurso It is a real pleasure, a los Obispos de la XII Región Pastoral de los Estados Unidos de América, en la visita ad limina, 21 septiembre 1978

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[3.–] No obstante, somos nuevos en el Pontificado –ciertamente en el comienzo–; además queremos escoger tópicos que afectan profundamente a la vida de la Iglesia y serán muy relevantes para vuestro ministerio episcopal. Creemos que la familia cristiana es un buen lugar para empezar. La familia cristiana es tan importante, y su función tan básica para transformar el mundo y la edificación del Reino de Dios, que la llamó el Concilio “Iglesia doméstica” (“Lumen gentium”, 11).

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[4.–] Permítasenos no cesemos de proclamar a la familia como comunidad de vida; el amor conyugal une a la pareja y es procreador de nueva vida; espejo de la vida divina, se comunica y, en palabras de la “Gaudium et spes”, es actualmente una participación en el compromiso de amor de Cristo y de su Iglesia (párr. 48). A todos se nos ha dado la gracia de haber nacido en tal comunidad de amor; será fácil para nosotros defender sus valores.

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[5.–] Y así debemos animar a los padres en su tarea como educadores de sus hijos –los primeros catequistas y los mejores–. Qué gran labor y desafío para llevarla a cabo: educar a los hijos en el amor de Dios y hacerlo real para ellos. Y, con la gracia de Dios, qué fácilmente pueden muchas familias cumplir la función de ser un “primum seminarium” –primer seminario– (“Optatam totius”, 2); el germen de una vocación para el sacerdocio se nutre de la oración familiar, el ejemplo de la fe y el soporte del amor.

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[6.–] Cuán admirable es que las familias actúen el poder que tienen para la santificación de marido y mujer y la recíproca influencia entre padres e hijos. Y luego, por el amoroso testimonio de sus vidas, pueden las familias llevar el Evangelio de Cristo a los demás. Una viva realización de la participación de los seglares –y especialmente de la familia– en la misión salvífica de la Iglesia es uno de los más grandes legados del Concilio Vaticano II. Nunca podemos agradecer a Dios bastante este don.

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[7.–] A vosotros os toca sostener firmemente su realización, manteniendo y defendiendo a la familia –a toda familia y a cada una de ellas–. Nuestro propio ministerio es así de vital: predicar la palabra de Dios y celebrar los sacramentos. Es de ellos de donde nuestro pueblo saca su fortaleza y su alegría.

Nuestro es también el oficio de animar a las familias en la fidelidad a la ley de Dios y de la Iglesia. Es preciso que no temamos nunca proclamar todas las exigencias de la palabra de Dios, pues Cristo está con nosotros y dice, hoy como entonces: “El que a vosotros oye, a Mí me oye” (Luc 10, 16). Particularmente importante es la indisolubilidad del matrimonio cristiano; aunque es una parte difícil de nuestro mensaje, debemos proclamarla plenamente como parte de la palabra de Dios, parte del misterio de la fe. Pero, al mismo tiempo, estamos junto a nuestro pueblo en sus problemas y dificultades. Deben saber ellos siempre que los amamos.

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[8.–] Hoy queremos expresar nuestra admiración y aplaudir todos los esfuerzos que se hacen para guardar y preservar a la familia, como Dios lo ha hecho, como Dios lo desea. En todo el mundo las familias cristianas intentan desempeñar su admirable vocación, y nosotros estamos junto a todas ellas. Y sacerdotes y religiosos están tratando de ayudarlas y asistirlas, y todos sus esfuerzos son dignos de merecidos elogios. Nuestro especial apoyo va a quienes ayudan a las parejas a prepararse para el matrimonio cristiano, ofreciéndoles toda la doctrina de la Iglesia y animándolas en los más altos ideales de la familia cristiana. Deseamos añadir una palabra especial de aliento a aquéllos –especialmente sacerdotes– que trabajan tan generosa y dedicadamente en los tribunales eclesiásticos, fieles a la doctrina de la Iglesia, para salvaguardar el vínculo matrimonial, para presentar su indisolubilidad de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, y para asistir a las familias que se encuentran en necesidad.

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[9.–] La santidad de la familia cristiana es, en verdad, un medio muy apto para producir la renovación serena de la Iglesia que el Concilio desea tan vehementemente. A través de la oración en familia, la iglesia doméstica viene a ser una realidad efectiva y lleva a la transformación del mundo. Y todos los esfuerzos de los padres para infundir el amor de Dios a sus hijos y para ayudarlos con el ejemplo de su fe constituyen un apostolado muy relevante para el siglo XX. Los padres con especiales problemas merecen nuestro especial cuidado pastoral y todo nuestro amor.

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[10.–] Queridos hermanos, deseamos conozcáis dónde están nuestras prioridades pastorales. Permitidnos hacer cuanto podamos en favor de la familia cristiana, de modo que pueda nuestro pueblo cumplir su vocación con gozo cristiano y participar íntima y efectivamente en la misión de salvación de la Iglesia –misión de Cristo–. Y estad seguros de que contáis con nuestra completa ayuda en el amor del Señor Jesús, y os impartimos a todos nuestra Apostólica Bendición.

[E 38 (1978), 1255-1257]