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[0789] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS VALORES FUNDAMENTALES DE LA FAMILIA

De la Homilía durante la Misa en la Iglesia del Santísimo Nombre de Jesús, Roma (Italia), 31 diciembre 1978

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1. [...] La Familia de Nazaret que la Iglesia, especialmente en la liturgia de hoy, presenta a todas las familias, constituye efectivamente aquel punto culminante de referencia para la santidad de cada familia humana. Las páginas del Evangelio describen muy concisamente la historia de esta Familia. Apenas logramos conocer algunos acontecimientos de su vida. Sin embargo, aquello que sabemos es suficiente para comprometer los momentos fundamentales en la vida de cada familia, y para que aparezca aquella dimensión a la que están llamados todos los hombres que viven la vida familiar: padres, madres, esposos, hijos. El Evangelio nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la familia. “Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto...” (Lc 2, 51). Es necesaria, en los niños y en la edad juvenil, esta “sumisión”, obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos de la conducta humana familiar. De esta manera también “se sometió” Jesús. Y con esta “sumisión”, con esta prontitud de niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta. Éste es el punto particularmente delicado de su responsabilidad paterna, de su responsabilidad en relación con el hombre, de este pequeño hombre que irá creciendo progresivamente, confiado a ellos por el mismo Dios. Deben tener presente también todos los acontecimientos acaecidos en la Familia de Nazaret cuando Jesús tenía doce años; esto es, ellos educaron a su Hijo no sólo para ellos, sino para Él, para los deberes que posteriormente asumiría. Jesús a la edad de doce años respondió a María y a José: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).

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2. Los problemas humanos más profundos están relacionados con la familia. Ésta constituye la primera comunidad, fundamental e insustituible para el hombre. “La familia ha recibido de Dios esta misión, ser la primera y vital célula de la sociedad”, afirma el Concilio Vaticano II (Apostolicam actuositatem, 11). De esto también quiere la Iglesia dar un testimonio especial durante la octava de la Navidad del Señor mediante la fiesta de la Sagrada Familia. Quiere recordar que a la familia van unidos los valores fundamentales, que no se pueden violar sin daños incalculables de naturaleza moral. Con frecuencia las perspectivas de orden material y el aspecto “económico-social” prevalecen sobre los principios de la moralidad cristiana y hasta de la humana. No basta, pues, con lamentarse. Es necesario defender estos valores fundamentales con tenacidad y firmeza, porque su quebranto lleva consigo daños incalculables para la sociedad y, en último término, para el hombre. La experiencia de las distintas naciones en la historia de la humanidad, igual que nuestra experiencia contemporánea, pueden servir de argumento para reafirmar esta verdad dolorosa, que es fácil, en el ámbito fundamental de la existencia humana en la cual es decisivo el papel de la familia, destruir los valores esenciales, mientras es muy difícil reconstruirlos.

¿De qué valores se trata? Si debiéramos responder adecuadamente a esta pregunta, sería necesario indicar toda la jerarquía y el conjunto de valores que recíprocamente se definen y se condicionan. Sin embargo, intentando expresarnos concisamente, decimos que aquí se trata de dos valores fundamentales que entran rigurosamente en el contexto de aquello que llamamos “amor conyugal”. El primero es el valor de la persona, que se expresa en la fidelidad mutua absoluta hasta la muerte: fidelidad del marido en relación con la esposa, y de la mujer en relación con el esposo. La consecuencia de esta afirmación del valor de la persona, que se manifiesta en la recíproca relación entre los cónyuges, debe ser también el respeto al valor personal de la nueva vida, es decir, del niño, desde el primer momento de su concepción.

La Iglesia jamás puede dispensarse de la obligación de salvaguardar estos dos valores fundamentales, unidos con la vocación de la familia. Su custodia ha sido confiada a la Iglesia de Cristo, de tal forma que no cabe la menor duda. Al mismo tiempo, la evidencia –humanamente comprendida– de estos valores hace que la Iglesia, defendiéndolos, se vea a sí misma como portavoz de la auténtica dignidad del hombre: del bien de la persona, de la familia, de las naciones. Aun respetando a cuantos piensan de distinta manera, es muy difícil reconocer, desde el punto de vista objetivo e imparcial, que se comporte a medida de la verdadera dignidad humana quien traiciona la fidelidad matrimonial, o bien quien permite que se aniquile o se destruya la vida concebida en el seno materno.

[Enseñanzas 1, 120-122]