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[0794] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MISTERIO DE LA MATERNIDAD

Del Discurso Anche stamani, a los Jóvenes, en la Audiencia General, 10 enero 1979

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1. [...] El tema sobre el que, en este momento, quisiera atraer vuestra atención está muy cerca de vuestra sensibilidad. Quisiera, efectivamente, detenerme una vez más a considerar la escena maravillosa que el misterio de la Navidad nos ha puesto ante los ojos. Se trata de una escena que os resulta familiar: muchos de vosotros la habéis revivido activamente en estos días, construyendo el “belén” en vuestras casas. Pues bien, entre los protagonistas de esta escena, esta mañana os invito a fijaros en María, la Madre de Jesús y Madre nuestra.

La Iglesia misma nos sugiere esta atención particular hacia la Señora: ha querido que el último día de la octava de Navidad, el primer día del año nuevo, se consagrara a celebrar la Maternidad de María. Es, pues, evidente, la intención de resaltar el “puesto” de la Madre, esto es, la “dimensión maternal” de todo el misterio del nacimiento humano de Dios.

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2. No es una intención que sólo se manifieste en este día. La veneración de la Iglesia hacia Nuestra Señora –una veneración que supera el culto tributado a cualquier otro santo, y que se llama “hiperdulía”– caracteriza a todo el año litúrgico. Desde el 25 de marzo –día en el cual, de modo discreto pero profundamente consciente, se recuerda el momento de la Anunciación, es decir de la encarnación del Verbo en el seno purísimo de la Virgen– hasta el 25 de diciembre, se puede decir que la Iglesia camina con la Virgen, viviendo con Ella la espera propia de todas las madres: la espera del nacimiento, la espera de la Navidad. Y a la vez, durante ese período, María “camina” con la Iglesia. Su espera maternal se inscribe, de un modo oculto pero realísimo, en la vida de la Iglesia a lo largo de todo el año. Lo que sucedió entre Nazaret, Ain Karim y Belén, es el tema de la liturgia de la Iglesia, de su oración –especialmente del rezo del Rosario– y de su contemplación.

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3. Todo empieza con aquel coloquio entre la Virgen y el Arcángel Gabriel: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” (Lc 1, 34). La respuesta: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). A la vez que la maternidad física, comenzó la maternidad espiritual de María, una maternidad que llenó los nueve meses de la espera, pero que se prolongó también más allá del momento del nacimiento de Jesús, para abarcar los treinta años transcurridos entre Belén, Egipto y Nazaret, y después también los años de la vida pública de Jesús, cuando el Hijo de María dejó la casa de Nazaret para predicar el Evangelio del Reino: años que culminaron en los sucesos del Calvario y en el sacrificio supremo de la Cruz.

Fue precisamente ahí, al pie de la Cruz, donde la maternidad espiritual de María alcanzó, en cierto sentido, su momento clave. “Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26). Así, de un modo nuevo, Jesús vinculaba a María, su Madre, con el hombre; con el hombre a quien había confiado su Evangelio.

Jesús la conectó, entonces, a todo hombre, igual que la uniría, después, a la Iglesia, en el día en que ésta nació históricamente: es decir, el día de Pentecostés. Desde ese día, toda la Iglesia la tuvo como Madre, y todos los hombres la tienen como Madre. Entienden como dirigidas a cada uno de ellos las palabras pronunciadas desde la Cruz. La maternidad espiritual no conoce límites; se extiende en el tiempo y en el espacio, y alcanza todos los corazones humanos. Alcanza a las naciones enteras y es una pieza angular de la cultura humana. Maternidad: una realidad humana, grande, espléndida, fundamental, presente ya al comienzo de los tiempos en los planes del Creador, reconfirmada solemnemente en el misterio del nacimiento de Dios con el que permanece ya inseparablemente unida.

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4. Quiero exhortaros, queridos muchachos y muchachas, a que améis a vuestras mamás; que acojáis sus enseñanzas, y sigáis sus ejemplos. En el rostro de toda madre se puede captar un reflejo de la dulzura, de la intuición, de la generosidad de María. Honrando a vuestra madre, honraréis también a la que, siendo Madre de Cristo, es igualmente Madre de cada uno de nosotros. A las muchachas, en particular, quiero recordarles que la maternidad es la vocación de la mujer: lo fue ayer, lo es hoy y lo será siempre; es su vocación eterna. Me viene a la cabeza las palabras de una canción de mi tierra, en la que se dice que la mamá es quien lo comprende todo y con su corazón nos abraza a todos. Añádese que hoy el mundo “tiene hambre y sed”, como nunca, de esa maternidad que, física o espiritualmente, es la vocación de la mujer, como lo fue de María.

Mi oración es para que, también hoy, en las familias y en la sociedad, se reconozca y proteja la dignidad de la madre. De vosotros, jóvenes, dependerá, sobre todo, el que esto suceda en el mundo del mañana. Empeñaos desde ahora en mirar a vuestras madres con los mismos ojos con que Jesús miraba a la Suya. ¡Que Ella misma os ayude en este propósito: Ella, la Virgen Madre, que es nuestra esperanza!

[Enseñanzas 2, 386-388]