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[0845] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA UNIDAD ORIGINARIA DEL HOMBRE

Alocución Seguendo la narrazione, en la Audiencia General, 14 noviembre 1979

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El relato bíblico de la creación de la mujer

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1. Siguiendo la narración del Libro del Génesis, hemos constatado que la creación “definitiva” del hombre consiste en la creación de la unidad de dos seres. Su unidad denota, sobre todo, la identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a base de tal identidad, constituye la masculinidad y la femineidad del hombre creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la dualidad tiene, al mismo tiempo, un significado axiológico. Del texto del Génesis 2, 23 y de todo el contexto se deduce claramente que el hombre ha sido creado como un don especial ante Dios (“Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho”: Gén 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, porque es “hombre”; segundo, porque la “mujer” es para el hombre y, viceversa, el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis expresa este valor de forma puramente teológica (e indirectamente metafísica), el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo así, el primer círculo de la experiencia vivida por el hombre como valor. Esta experiencia está ya inscrita en el significado de la soledad originaria, y luego, en todo el relato de la creación del hombre como varón y mujer. En el conciso texto de Gén 2, 23, que contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer creada “tomada de él”, puede ser considerado el prototipo bíblico del Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y emociones a través de palabras tan remotas, podríamos aventuramos también a decir que la profundidad y la fuerza de esta primera y “originaria” emoción del hombre-varón ante la humanidad de la mujer y, al mismo tiempo, ante la femineidad del otro ser humano, parece algo único e irrepetible.

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La masculinidad y la femineidad

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2. De este modo, el significado de la unidad originaria del hombre a través de la masculinidad y femineidad se expresa como superación del límite de la soledad y al mismo tiempo como afirmación –respecto a los dos seres humanos– de todo lo que en la soledad es constitutivo del “hombre”. En el relato bíblico, la soledad es camino que lleva a esa unidad, que, siguiendo al Vaticano II, podemos definir communio personarum1. Como ya hemos constatado anteriormente, el hombre en su soledad originaria adquiere una conciencia personal en el proceso de “distinción” de todos los seres vivientes (animalia), y al mismo tiempo, en esta soledad se abre hacia un ser afín a él, y que el Génesis (2, 18 y 20) define como “ayuda semejante a él”. Esta apertura decide del hombre-persona no menos, al contrario, acaso más aún, que la misma “distinción”. La soledad del hombre en el relato yahvista se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la trascendencia característica propia de la persona, sino también como descubrimiento de una relación adecuada “a la” persona, y, por lo tanto, como apertura y espera de una “comunión de personas”.

Aquí se podría emplear incluso el término “comunidad”, si no fuese genérico y no tuviese tantos significados. Communio dice más y con mayor precisión, porque indica precisamente esa “ayuda” que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir como persona “junto” a una persona. En el relato bíblico este hecho se convierte eo ipso –de por sí– en la existencia de la persona “para” la persona, dado que el hombre en su soledad originaria, en cierto modo, estaba ya en esta relación. Esto se confirma, en sentido negativo, precisamente por su soledad. Además, la comunión de las personas podía formarse sólo a base de una “doble soledad” del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro en su “distinción” del mundo de los seres vivientes (animalia), que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad particular. El concepto de “ayuda” expresa también esta reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de constitutivo fundaba la soledad de cada uno de ellos, y, por tanto, también la autoconciencia y la autodeterminación, o sea, la subjetividad y el conocimiento del significado del propio cuerpo.

1. “Pero Dios no creó al hombre dejándolo solo; desde el principio ‘varón y mujer los creó’ (Gén. 1, 27), y su unión constituye la primera forma de comunión de personas” (Gaudium et spes,12).

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Comunión de personas

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3. El relato de la creación del hombre en el capítulo primero afirma desde el principio y directamente que el hombre ha sido creado a imagen de Dios en cuanto varón y mujer. El relato del capítulo segundo, en cambio, no habla de la “imagen de Dios”, pero revela, a su manera característica, que la creación completa y definitiva del “hombre” (sometido primeramente a la experiencia de la soledad originaria) se expresa en el dar vida a esa communio personarum que forman el hombre y la mujer. De este modo, el relato yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si, por el contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el concepto de “imagen de Dios”, entonces podemos deducir que el hombre se ha convertido en “imagen y semejanza” de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo, reproducir el prototipo propio. El hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad cuanto en el momento de la comunión. Efectivamente, él es “desde el principio” no sólo imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige el mundo, sino también, y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de Personas.

De este modo, el segundo relato podría también preparar a comprender el concepto trinitario de la “imagen de Dios”, aun cuando ésta aparece sólo en el primer relato. Obviamente, esto no carece de significado incluso para la teología del cuerpo; más aún, quizá constituye incluso el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca del hombre. En el misterio de la creación –en base a la originaria y constitutiva “soledad” de su ser–, el hombre ha sido dotado de una profunda unidad entre lo que en él es masculino humanamente y mediante el cuerpo y lo que de la misma manera es en él femenino humanamente y mediante el cuerpo. Sobre todo esto, desde el comienzo descendió la bendición de la fecundidad, unida con la procreación humana (Cfr. Gén 1, 28).

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Un ser semejante a Dios

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4. De este modo, nos encontramos casi en el meollo mismo de la realidad antropológica que se llama “cuerpo”. Las palabras de Génesis 2, 23 hablan de él directamente y por vez primera en los términos siguientes: “carne de mi carne y hueso de mis huesos”. El hombre-varón pronuncia estas palabras como si sólo a la vista de la mujer pudiese identificar y llamar por su nombre a lo que en el mundo visible los hace semejantes el uno al otro y, a la vez, aquello en que se manifiesta la humanidad. A la luz del análisis precedente de todos los “cuerpos”, con los que se ha puesto en contacto el hombre y a los que ha definido conceptualmente poniéndoles nombre (animalia), la expresión “carne de mi carne” adquiere precisamente este significado: el cuerpo revela al hombre. Esta fórmula concisa contiene ya todo lo que sobre la estructura del cuerpo como organismo, sobre su vitalidad, sobre su particular fisiología sexual, etc., podrá decir acaso la ciencia humana. En esta expresión primera del hombre-varón “carne de mi carne” se encierra también una referencia a aquello por lo que el cuerpo es auténticamente humano, y, por lo tanto, a lo que determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en toda su corporeidad es “semejante” a Dios (2).

2. En la concepción de los libros bíblicos más antiguos no aparece la contraposición dualista “alma-cuerpo”. Como ya se ha subrayado (cfr. nota 1), se puede hablar, más bien, de una combinación complementaria “cuerpo-vida”. El cuerpo es expresión de la personalidad del hombre, y, si no agota plenamente este concepto, es necesario entenderlo en el lenguaje bíblico como pars pro toto; cfr., por ejemplo: “no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre...” (Mt. 16, 17); es decir, no te lo ha revelado el hombre.

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La teología del cuerpo

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5. Nos encontramos, pues, casi en el meollo mismo de la realidad antropológica, cuyo nombre es “cuerpo”, cuerpo humano. Sin embargo, como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico, sino también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor, teología de la masculinidad y de la femineidad, que aquí, en el Libro del Génesis, tiene su punto de partida. El significado originario de la unidad, testimoniada por las palabras del Génesis 2, 24 tendrá amplia y lejana perspectiva en la revelación de Dios. Esta unidad a través del cuerpo (“y los dos serán una sola carne”) tiene una dimensión multiforme: una dimensión ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mt 19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica, como se comprueba por la palabras de San Pablo a los Efesios (3), que hacen referencia además a la tradición de los Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel). Y es así porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo indica desde el principio no sólo el “cuerpo”, sino también la comunión “encarnada” de las personas –communio personarum– y exige esta comunión desde el principio. La masculinidad y la femineidad expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre (“esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”) e indica además, a través de las mismas palabras de Génesis 2, 23, la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo; sentido que se puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. Precisamente esta conciencia, a través de la cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece constituir el estrato que en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática como varón y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde el principio con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.

[Enseñanzas 4a, 170-174]

3. “Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia” (Ef. 5, 29-32).

Éste será el tema de nuestras reflexiones en la parte titulada “El sacramento”.

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra